Surf - Julio Ramón Ribeyro
Lo primero que hizo Bernardo cuando se instaló en su nuevo departamento en el sexto y último piso de ese edificio barranquino fue colocar su escritorio cerca de la amplia mampara que daba sobre una pequeña terraza, de modo que a través de sus cristales podía contemplar el mar y gozar en las tardes de las admirables puestas de sol. Ese lugar, apenas estudio más que departamento, era el espacio soñado, buscado y al fin encontrado donde, al bordear la sesentena, pensaba concluir apaciblemente su vida, escribiendo el libro que le era indispensable para que su obra, apreciada por unos pocos pero ignorada por el vulgo, alcanzara el reconocimiento unánime que, a su juicio, merecía.
Oue merecía ese reconocimiento era solo un anhelo de Bernardo, menos aún, una hipótesis. ¿Quién puede predecir, se preguntaba a menudo, el destino de una obra? Libros ensalzados, aclamados, premiados, podían terminar años más tarde tirados a la basura o vendidos al peso con periódicos viejos, sin dejar rastros en la memoria de nadie. Otros en cambio, desapercibidos en su tiempo, tenían la virtud de resurgir al cabo de decenios y gozar del fervor de las generaciones futuras. Un libro, como a veces pensaba Bernardo, era como el mensaje en una botella lanzada al mar: la botella podía estrellarse en el primer arrecife e irse a pique para siempre o encallar luego de una largo y secreto viaje en una playa desierta, donde alguien la encontraría para revelar al mundo el esplendor de su contenido.
Pero la hipótesis de Bernardo fue haciéndose cada vez más improbable. A ello contribuyó el mal tiempo, pues había comenzado el invierno y de nada le valía buscar inspiración en un mar que apenas veía a causa de la neblina o serenidad en crepúsculos ahogados en la garúa. Lo cierto es que a las cuatro o cinco semanas de su mudanza, apenas había escrito una decena de líneas. Pasaba horas en su escritorio, frente a su máquina de escribir, barajando mentalmente ideas para ese libro terminal, que imaginaba como una especie de ensayo filosófico y de novela enciclopédica que resumiera toda su experiencia de la escritura y su conocimiento del mundo.
Pero esas ideas eran fugaces y sin ningún poder germinativo, ya que se extinguían sin haber tomado cuerpo ni dado el menor fruto. Se encontró pues así sin mensaje y sin botella.
Sin botella es un decir, pues estas abundaban en su estudio, pero llenas solo de vino. Abandonó entonces provisionalmente su proyecto creativo para darse, como él decía, un «empacho de vivencias», lejos de toda preocupación espiritual, dedicado más bien a los placeres de una vida ordinaria.
Lo primero que hizo fue salir de su aislamiento para convertir su solitaria morada en casa abierta. Empezó a recibir así a un pequeño y alegre grupo de jóvenes amigos, escritores en su mayoría, y a muchachas inteligentes que amaban tanto la literatura como la fiesta y las turbulencias de la vida nocturna. En su estudio se celebraron memorables reuniones, cenas y bailes que se prolongaban hasta la madrugada, en un ambiente de euforia febril, por momentos casi angustiosa, como si se estuvieran viviendo los últimos días de tiempos que se iban. Y esto era tanto más verosímil cuanto que el país atravesaba una época convulsiva, en la que imperaba la violencia, el terror y la muerte. No pasaba día en que no se produjeran asesinatos, secuestros, atentados, a cargo de grupos en armas, bandas fanatizadas que se habían propuesto destruir el orden existente para instaurar uno nuevo donde prevalecieran la justicia, la libertad y la igualdad Muchas veces, en medio de estas reuniones, se escuchaba estallar una bomba y luego las sirenas de carros de Policía y de bomberos que acudían al lugar de los hechos, pero Bernardo recomendaba a sus invitados calma y ordenaba la continuación de la fiesta. Y no dejaba de recordarles entonces que durante la Revolución francesa, en plena Época de Terror, se seguían representando con teatro lleno comedias pastoriles y que en la Florencia asolada por la peste, según Boccaccio, se celebraba en los palacios jubilosas veladas, donde los escasos sobrevivientes se entretenían contando historias licenciosas.
Peligro y placer eran complementarios, se decía Bernardo, y nadie trataba de disfrutar más que quienes se planteaban dudas sobre su suerte de mañana.
Al poco tiempo, sin embargo, se sintió hastiado y fatigado de esta vida agitada y libertina. Ella le había deparado momentos de grata compañía y placeres concretos gracias a una que otra aventura con muchachas que pusieron a prueba su virilidad ya declinante con resultados pasablemente halagüeños. Pero aparte de ello no había retirado de esa vida nada de duradero o de precioso que enriqueciera su espíritu o estimulara su imaginación. Más bien se sentía empobrecido y defraudado. Darse un «empacho de vivencias», como él llamó a ese periodo en que buscó el contacto con los demás y la experiencia directa de la vida, le había resultado tan infructuoso como el tiempo que pasó solo en su estudio barajando ideas. Para escribir, en su caso, no era el mejor recurso partir del ejercicio de la razón ni de la práctica de la pasión, sino de alguna otra estratagema que aún no vislumbraba.
Decidió entonces volver a cerrar su casa, recluirse y «descender al pozo profundo de su alma», confiado de hallar allí rica materia atesorada por su memoria. Pero a los pocos días tuvo que ascender del pozo, pues lo encontró sumamente aburrido. No descubrió más que las escorias banales de toda vida y que eran el tema gastado de toda autobiografía: infancia, amores juveniles, viajes, lecturas, enfermedades, etc. Todo eso le sonaba a un viejo disco escuchado hasta la saciedad.
Esta nueva decepción estuvo a punto de sumirlo en la melancolía, pero por fortuna había empezado el buen tiempo.
Mediaba la primavera, de modo que la niebla matinal se disipaba antes del mediodía y en las tardes lucía un sol aún tibio, pero que le permitía sentarse en la terraza para contemplar el paisaje. Desde su sillona podía ver toda la bahía de Lima, desde el Morro Solar hasta La Punta, sus secos acantilados, sus playas y espigones y sobre todo el mar, tan pronto calmo como agitado por incesantes olas que barrían la costa pedregosa. Y al atardecer, los crepúsculos. A fuerza de observarlos y compararlos distinguió en ellos familias y estableció todo un catálogo que resumió, como los misterios del Santo Rosario, en tres títulos: los gozosos, los gloriosos y los dolorosos. Estos últimos eran los que más lo conmovían, pues lo colores dominantes eran el violeta, el malva y el gris oscuro, lo que impregnaba todo el poniente de un aura de tristeza y de naufragio, que eran como un apólogo acerca de la caducidad de la vida.
Descartó así ideas, vivencias y recuerdos, de los que nada había obtenido, para dedicarse desde su terraza al simple placer de la contemplación. A fines de la primavera las playas comenzaron a poblarse de tablistas y de precoses veraneantes que afrontaban las aguas aún frías del océano. Poco a poco su número fue en aumento y el malecón se fue inundando de jóvenes que solos, en parejas o grupos convergían hacia las empinadas escalinatas que, zigzagueando por el acantilado, llevaban a la playa. Y esta se convirtió de pronto en un hormiguero de bañistas tendidos en la arena o zambulléndose en el mar y de cuya abigarrada masa subía hasta su terraza un incesante clamor. ¡El verano había al fin llegado! Con sus prismáticos, Bernardo observaba a veces los juegos, ejercicios y devaneos de los bañistas. Podía distinguir lindas muchachas soleándose tendidas en sus toallas; mozos que se paseaban orondos mostrando su musculatura; niños que corrían por la orilla del mar o hacían castillos de arena; vendedores ambulantes que vendían barquillos o refrescos. El espectáculo no era en sí apasionante, pero al menos lo entretenía y le permitía disfrutar, aunque fuese a la distancia y vicariamente, de los placeres de la temporada estival.
Pero eso no era suficiente para arrancarlo del estado de vacuidad en que vivía, sin estímulos para escribir ni ganas de hacer algo que despertara este estímulo. Hasta que su atención se concentró en los tablistas.
Al comenzar eran solo una decena los que se internaban en el mar tendidos sobre sus tablas, remando con los brazos, hasta alejarse unos doscientos metros de la orilla. Allí aguardaban la ola que los impulsaría hacia la playa en equilibrio sobre sus frágiles instrumentos. Pero al mediar el verano eran ya una cincuentena.
Algunos venían caminando en ropa de baño con su tabla bajo el brazo desde barrios populares. Otros descendían en automóvil hasta la vía asfaltada que bordeaba la playa. El placer de practicar este deporte abolía las diferencias sociales. Formaban una especie de secta fanática entregada a un ejercicio fatigoso y aparentemente monótono, pues estaba basado en la repetición, pero también en la búsqueda del deslizamiento perfecto. Algunos lograban coger la ola, orros se caían a medio camino y eran pocos los que erguidos con los brazos abiertos sobre su tabla llegaban invictos hasta la orilla.
Esta visión le recordó a Bernardo sus días de juventud cuando con sus amigos «corrían olas» como los tablistas de hoy, pero sin tablas. Se corrían las olas «a pecho», como se decía entonces. El cuerpo reemplazaba a la tabla. Unos las corrían con la cabeza hundida entre los brazos extendidos hacia adelante, otros con los brazos pegados al cuerpo y la mandíbula erguida como una proa.
Era cuestión de estilo. Y si se cogía una buena ola se podía avanzar como un bólido, empujado por la masa de agua, hasta encallar en la playa pedregosa, muy cerca de las piernas de las bellas muchachas miraflorinas. Bernardo nunca fue muy ducho en este arte, que abandonó cuando aparecieron las primeras tablas, enormes al comienzo, más pequeñas y livianas luego, y el correr olas se convirtió en una práctica más compleja y en un deporte oficial. Con el paso de los años dejó de interesarse por este entretenimiento.
Pero ahora, al contemplar desde su terraza la obstinación, la temeridad y el gozo de los jóvenes tablistas, quedó fascinado y renació en él su pasión juvenil y el deseo de imitarlos. Ellos intentaban como él. Pero por otros medios, realizar un acto estelar, escribir la página perfecta. Imaginaba coger una ola muy lejos de la orilla y avanzar hacia ella triunfal sobre su tabla, con los brazos en alto, como un gladiador victorioso de un duro y fatigoso combate.
Empezó por comprarse una tabla, pero lanzarse a su edad, en pleno día, con su ya gastado cuerpo y su inexperiencia, al lado de tan briosos tritones, expuesto a la mirada irónica y a las mofas de los bañistas, le pareció inaceptable. Por ello decidió bajar a la playa muy de mañana, cuando aún no aparecían veraneantes. El agua estaba fría y la playa desierta. Echado sobre su tabla entraba hasta unos cincuenta metros, afrontando los primeros tumbos, y allí aguardaba a los siguientes, tratando de ponerse de pie cuando viniera el bueno e intentar que lo remolcara hasta la orilla. A fuerza de insistir logró algunos deslizamientos, pero cortos, como pequeñas frases en un párrafo inconcluso.
Pero al mediar el verano había progresado. A menudo fallaba la ola o se caía a medio camino, pero cada vez tenía la impresión de que terminaría por llegar a la orilla. Por desgracia, la playa que usaba, su playa, carecía de olas grandes e impetuosas, de aquellas que había visto en fotos o documentales transportando en su cresta, veloces como flechas, a jóvenes e indómitos tablistas. En el extenso litoral del país se daban esas olas y el lugar más cercano quedaba a unos cuarenta kilómetros al sur: Punta Rocas. Bernardo decidió probar su suerte en esa playa.
Un amigo tenía una casa allí y se la cedió al fin de l temporada. Una casa a medio terminar, pero donde mal que bien pudo instalarse. Las olas eran magníficas, sobre todo en el extremo norte, cerca de un promontorio rocoso, donde decenas de tablistas se ejercitaban desde muy temprano. Por ello es que Bernardo renunció a sus prácticas matinales y prefirió hacerlas al anochecer, cuando los delfines fatigados caían en brazos de sus amigas y el resto de los veraneantes retornaban a sus casas o se solazaban en bares o discotecas. La playa quedaba desierta.
La primera vez, que coincidió con un crepúsculo glorioso, Bernardo afrontó las aguas con temor, pues las olas, vistas cara a cara y no desde la orilla, le parecieron gigantescas. Algunas llegaban ya reventadas y espumosas, y Bernardo sufrió repetidos revolcones, que lo reconducían despatarrado a la playa. Pero con la práctica logró vencerlas e internarse en la mar oscura. Desde allí, sentado en su tabla mientras aguardaba la buena ola, veía las luces de las casas playeras y la suya entre ellas, con su segundo piso a medio hacer, como sus sueños, como su libro abandonado. Dios mío, se preguntaba por momentos, ¿estaré condenado a dejar todo a la mitad, sin poder concluir lo que emprendo? Llegado el primer tumbo se encaramaba en su tabla, con las rodillas flexionadas y los brazos abiertos, y se dejaba llevar por él, pero rara vez lograba avanzar más de una decena de metros. Infaliblemente perdía el equilibrio y se hundía en las aguas frías.
Tanto se repitió este escenario que abandonó sus tentativas para recluirse en su casa prestada y rumiar solitariamente su fracaso. Estuvo tentado de renunciar a su empeño, pero la sola idea de retornar a su departamento barranquino y enfrentarse a su manuscrito incipiente lo aterraba más que el mar turbulento. Pasó varios días de estival ocioso y anónimo, soleándose durante horas en una playa que, como terminaba el verano, se iba desplomando.
Pronto no quedarían allí sino los reductibles tablistas o los viejos puntarroquinos que habían establecido allí su domicilio.
Luego de unos días de mar calma surgió la luna llena y las olas recobraron su brío. Bernardo las veía formarse muy adentro, crecer conforme avanzaban, encorvarse y proseguir su arrolladora carrera hasta reventar ruidosamente en un jubileo de espuma. Esas eran olas que él esperaba. En ellas encontraría la inspiración y la energía que podían llevarlo a su meta. Y un atardecer cogió su tabla y se internó en el mar, acompañado por un crepúsculo doloroso, pues malvas y morados se desvanecían en el poniente. Intrépidamente afrontó los primeros tumbos y los fue salvando uno tras otro hasta aleiarse a unos trescientos metros de la orilla. Ello le pareció poco y continuó internándose, hasta divisar toda la ensenada de Punta
Rocas y detrás las lomas arenosas y las lucecitas de los autos que recorrían la Panamericana. Allí esperó largo rato, hasta que al fin la vio venir. Era como una muralla más oscura que la mar oscura, que avanzaba hacia él poderosamente y que parecía decirle «Cógeme, yo soy la que esperabas, conmigo podrás realizar tu sueño». Bernardo se irguió en su tabla, con la cabeza vuelta hacia atrás, sintió que la ola lo depositaba en su cresta y pronto se dio cuenta, en medio de una indecible felicidad, de que esa ola lo conducía sin perder el equilibrio, cada vez más aceleradamente, bajo la luz lunar que iluminaba los arrecifes, hacia la eternidad.
FIN