A los comuneros y «lacayos» de la hacienda Viseca
con quienes temblé de frío en los regadíos nocturnos
y bailé en carnavales, borracho de alegría, al compás
de la tinya y de la flauta.
A los comuneros de los cuatro ayllus de Puquio:
K’ayau, Pichk’achuri, Chaupi y K’ollana.
A los comuneros de San Juan, Ak’ola, Utek’, Andamarca,
Sondondo, Aucará, Chaviña y Larcay.
Cuando yo y Pantaleoncha llegamos a la plaza, los corredores estaban todavía desiertos, todas las puertas cerradas, las esquinas de don Eustaquio y don Ramón sin gente. El pueblo silencioso, rodeado de cerros inmensos, en esa hora fría de la mañana, parecía triste.
—San Juan se está muriendo —dijo el cornetero—. La plaza es corazón para el pueblo. Mira no más nuestra plaza, es peor que puna.
—Pero tu corneta va a llamar gente.
—¡Mentira! Eso no es gente; en Lucanas sí hay gente, más que hormigas.
Nos dirigimos como todos los domingos al corredor de la cárcel.
El varayok’ había puesto ya la mesa para el repartidor del agua. Esa mesa amarilla era todo lo que existía en la plaza abandonada en medio del corredor, solita, daba la idea de que los saqueadores de San Juan la habían dejado allí por inservible y pesada.
Los pilares que sostenían el techo de las casas estaban unos apuntalados con troncos, otros torcidos y próximos a caerse; solo los pilares de piedra blanca permanecían rectos y enteros. Los poyos de los corredores, desmoronados por todas partes, derrumbados por trechos, con el blanqueo casi completamente borrado, daban pena.
—Agua, niño Ernesto. No hay pues agua. San Juan se va a morir porque don Braulio hace dar agua a unos y a otros los odia.
Pero don Braulio, dice, ha hecho común el agua quitándole a don Sergio, a doña Elisa, a don Pedro.
—Mentira, niño, ahora todo el mes es de don Braulio, los repartidores son asustadizos, le tiemblan a don Braulio. Don Braulio es como zorro y como perro.
Llegamos a la puerta de la cárcel y nos sentamos en un extremo del corredor.
El sol débil de la mañana reverberaba en la calamina del caserío de Ventanilla, mina de plata abandonada hacía muchos años. En medio del cerro, en la cabecera de una larga lengua de pedregal blanco, el caserío de Ventanilla mostraba su puerta negra, hueca, abierta para siempre. Gran mina antes, ahora servía de casa de cita a los cholos enamorados. En los días calurosos, las vacas entraban a las habitaciones y dormían bajo su sombra. Por las noches, roncaban allí los chanchos cerriles.
Pantacha miró un rato el pedregal blanco de Ventanilla.
—Antes, cuando había minas, sanjuanes eran ricos. Ahora chacras no alcanzan para la gente.
—Chacra hay, Pantacha, agua falta. Pero mejor haz llorar a tu corneta para que venga gente.
El cholo se llevó el cuerno a la boca y empezó a tocar una tonada de la hierra.
En el silencio de la mañana la voz de la corneta sonó fuerte y alegre, se esparció por encima del pueblecito y lo animó. A medida que Pantacha tocaba, San Juan me parecía cada vez más un verdadero pueblo: esperaba que de un momento a otro aparecieran mak’tillos, pasñas y comuneros por las cuatro esquinas de la plaza.
Alegremente el sol llegó al tejado de las casitas del pueblo. Las copas altas de los sauces y de los eucaliptos se animaron; el blanqueo de la torre y de la fachada de la iglesia reflejaron hacia la plaza una luz fuerte y hermosa.
El cielo azul hasta enternecer, las pocas nubes blancas que reposaban casi pegadas al filo de los cerros; los bosques grises de k’erus y k’antus que se tendían sobre los falderíos, el silencio de todas partes, la cara triste de Pantaleoncha, produjeron en mi ánimo una de esas penas dulces que frecuentemente se sienten bajo el cielo de la sierra.
—Otra tonada, Pantacha; para su San Juan.
—Pobre llak’ta (pueblo).
Como todos los domingos, al oír la tocata del cholo, la gente empezó a llegar a la plaza. Primero vinieron los escoleros (escolares): Vitucha, José, Bernaco, Froilán, Ramoncha… Entraban por las esquinas, algunos por la puerta del coso. Al vernos en el corredor se lanzaban a carrera.
—¡Pantacha, mak’ta Pantacha!
—¡Niño Ernesto!
Todos nos rodearon; de sus caritas rebosaba la alegría; al oír tocar a Pantacha se regocijaban; en todos ellos se notaba el deseo de bailar la hierra.
La tonada del cornetero nos recordaba las fiestas grandes del año; la cosecha de maíz en las pampas de Utek’ y de Yanas; el escarbe de papas en Tile, Papachacra, K’ollpapampa. La hierra de las vacas en las punas. Me parecía estar viendo el corral repleto de ganado; vacas allk’as, pillkas, moras; toros gritones y peleadores; vaquillas recién adornadas con sus crespones rojos en la frente y cintas en las orejas y en el lomo; parecía oír el griterío del ganado, los ajos roncos de los marcadores.
—¡Hierra! ¡Hierra!
Salté a la plaza, atacado de repente por la alegría.
—¡Mak’tillos, zapateo, mak’tillos!
—¡Yaque! ¡Yaque!
Todos los escoleros empezamos a bailar en tropa.
Estábamos llenos de alegría pura, placentera, como ese sol hermoso que brillaba desde un cielo despejado.
Los pantalones rotos de muchos escoleros se sacudían como espantapájaros. Ramoncha, Froilán, cojeaban.
Pantaleón se entusiasmó al vernos bailar en su delante; poco a poco su corneta fue sonando con más aire, con más regocijo; al mismo tiempo el polvo que levantábamos del suelo aumentaba. A nuestra alegría ya no le bastó el baile, varios empezaron a cantar:
…Kanrara, Kanrara,
cerro grande y cruel,
cerro negro y molesto;
te tenemos miedo,
Kanrara, Kanrara.
—Eso no. Toca “Utek’pampa”, Pantacha.
Pedí ese canto porque le tenía cariño a la pampa de Utek’, donde los k’erk’ales y la caña de maíz son más dulces que en ningún otro sitio.
Utek’pampa,
Utek’pampita:
tus perdices son de ojos amorosos,
tus calandrias engañadoras cantan al robar,
tus torcazas me enamoran,
Utek’pampa,
Utek’pampita.
La corneta de Pantaleoncha y nuestro canto reunieron a la gente de San Juan. Todos los indios del pueblo nos rodearon. Algunos empezaron a repetir el huayno en voz baja. Muchas mujeres levantaron la voz y formaron un coro. Al poco rato, la plaza de San Juan estuvo de fiesta.
En las caras sucias y flacas de los comuneros se encendió la alegría, sus ojos amarillos chispearon de contento.
—¡Si hubiera traguito!
—Verdad. Cañazo no más falta.
Pantacha cambió de tonada; terminó de golpe “Utek’pampa” y empezó a tocar el huayno de la cosecha.
—¡Cosecha! ¡Cosecha!
Taytakuna, mamakuna:
los picaflores reverberan en el aire,
los toros están peleando en la pampa,
las palomas dicen: ¡tinyay tinyay!
porque hay alegría en sus pechitos.
Taytakuna, mamakuna.
—Sanjuankuna: están haciendo rabiar a Taytacha Dios con el baile. Cuando la tierra está seca, no hay baile. Hay que rezar a patrón San Juan para que mande lluvia.
El tayta Vilkas resondró desde el extremo del corredor: acababa de llegar a la plaza y la alegría de los comuneros le dio cólera.
El tayta Vilkas era un indio viejo, amiguero de los mistis principales. Vivía con su mujer en una cueva grande, a dos leguas del pueblo. Don Braulio, el rico de San Juan, dueño de la cueva, le daba terrenitos para que sembrara papas y maíz.
A don Vilkas le respetaban casi todos los comuneros. En los repartos de agua, en la distribución de cargos para las fiestas, siempre hablaba don Vilkas. Su cara era seria, su voz medio ronca, y miraba con cierta autoridad en los ojos.
Los escoleros se asustaron al oír la voz de don Vilkas; como avergonzados se reunieron junto a los pilares blancos y se quedaron callados. Los comuneros subieron al corredor; se sentaron en hilera sobre los poyos, sin decir nada. Casi todas las mujeres se fueron a los otros corredores, para conversar allí, lejos de don Vilkas. Pantaleoncha puso su corneta sobre el empedrado.
—Don Vilkas es enemigo de nosotros. Mírale no más su cara; como de misti es, molestoso.
—Verdad, Pantacha. Don Vilkas no es cariñoso con los mak’tillos; su cara es como de toro peleador; así serio es.
Yo y el cornetero seguimos sentados en el filo del corredor. Ramoncha, Teófanes, Froilán, Jacinto y Bernaco conversaban en voz baja, agachados junto al primer pilar del corredor; de rato en rato nos miraban.
—Seguro de don Vilkas están hablando.
—Seguro.
Los comuneros charlaban en voz baja, como si tuvieran miedo de fastidiar a alguien. El viejo apoyó su hombro en la puerta de la escuela y se puso a mirar el cerro del frente.
El cielo se hizo más claro, las pocas nubes se elevaban al centro del espacio e iban poniéndose cada vez más blancas.
—A ver, rejonero —ordenó don Vilkas.
—Yo estoy de rejón, tayta —contestó Felischa.
—Corre donde don Córdova, pídele el rejón y mata a los chanchitos mostrencos. Hoy es domingo.
—Está bien, tayta.
Felischa tiró las puntas de su poncho sobre el hombro y se fue en busca del rejón.
—Si hay chancho de principal, mata no más —gritó Pantacha cuando el rejonero ya iba por el centro de la plaza.
—¡Yaque!
Volteamos la cara para mirar a don Vilkas: estaba rabioso.
—¡Qué dices, tayta! —le habló Pantacha.
—¡Principal es respeto, mak’ta cornetero!
—Pero chancho de principal también orina en las calles y en la puerta de la iglesia.
Después de esto le dimos la espalda al viejo de Ork’otuna.
Pantacha levantó su corneta y empezó a tocar una tonada de las punas. De vez en cuando no más Pantacha se acordaba de sus tonadas de Wanakupampa. Por las noches en su choza, hacía llorar en su corneta la música de los comuneros que viven en las altas llanuras. En el silencio de la oscuridad esas tonadas llegaban a los oídos, como los vientos fríos que corretean en los pajonales; las mujercitas paraban de conversar y escuchaban calladas la música de las punas.
—Parece que estamos en nuestra estancia de K’oñani —decía también la mujer de don Braulio.
Ahora, en la plaza del pueblo, desde el corredor lleno de gente, la corneta sonaba de otro modo: junto a la alegría del cielo, la música de las punas no entristecía, parecía más bien música de forastero.
—Pantacha toca bien puna estilo —dijo don Vilkas.
—Es pues nacido en Wanaku. Los wanakupampas tocan su corneta en las mañanas y atardeciendo, para animar a las ovejas y a las llamas.
—Los wanakus son buenos comuneros.
Pantacha tocó largo rato.
Después puso el cuerno sobre sus rodillas y recorrió con la mirada las faldas de las montañas que rodean a San Juan. Ya no había pasto en los cerros; solo los arbustos secos, pardos y sin hojas, daban a los falderíos cierto aire de vegetación y de monte.
—Así blanco está la chacrita de los pobres de Tile, de Saño y de todas partes. La rabia de don Braulio es causante, taytacha no hace nada, niño Ernesto.
—Verdad. El maíz de don Braulio, de don Antonio, de doña Juana está gordo, verdecito está, hasta barro hay en su suelo. ¿Y de los comuneros? Seco, agachadito, umpu (endeble); casi no se mueve ya ni con el viento.
—¡Don Braulio es ladrón, niño!
—¿Don Braulio?
—Más todavía que el atok’ (zorro).
Se hizo rabioso el hablar de Pantaleón.
Algunos escoleros que estaban cerca oyeron nuestra conversación. Bernaco se vino junto a nosotros.
—¿Don Braulio es ladrón, Pantacha? —preguntó, medio asustado.
Ramoncha, el chistoso, se paró frente al cornetero mostrándonos su barriga de tambor.
—¿Robando le han encontrado? —preguntó.
Los dos estaban miedosos; disimuladamente le miraban al viejo Vilkas.
—¿Dónde hace plata don Braulio? De los comuneros pues les saca, se roba el agua; se lleva de frente, de hombre, los animales de los “endios”. Don Braulio es hambriento como galgo.
Bernaco se sentó a mi lado y me dijo al oído:
—Este Pantacha ha regresado molestoso de la costa. Dice todos los principales son ladrones.
—Seguro es cierto, Bernaco. Pantacha sabe.
Al ver a Bankucha y Bernaco sentados junto al cornetero, todos los mak’tillos se reunieron poco a poco en nuestro sitio.
Pantacha nos miró uno a uno; en sus ojos alumbraba el cariño.
—¡Mak’tillos! ¡Mak’tillos!
Levantó su corneta y comenzó a tocar el huayno que cantaban los sanjuanes en el escarbe de la acequia grande de K’ocha.
En los ojos de los cholillos se notaba el enternecimiento que sentían por Pantaleón; le miraban como a hermano grande, como al dueño del corazón de todos los escoleros del pueblo.
—Por Pantaleoncha yo me haría destripar con el barroso de doña Juana. ¿Y tú, niño Ernesto?
—Tú eres maula, Ramón; tú llorarías no más como becerro encorralado.
—¡Jajayllas!
Al ver la risa en su cara de sapo panzudo, todos los escoleros, olvidándose del viejo, llenamos el corredor a carcajadas.
Ramoncha daba vueltas, sobre un talón, agarrándose su barriga de hombre viejo.
—¡Ramoncha! ¡Wiksa!
Solo el viejo no se reía; su cara seguía agestada, como si en el corredor apestase un perro muerto.
Los comuneros de Tinki se anunciaron desde la cumbre del tayta Kanrara. Parados sobre una piedra que miraba al pueblo desde el abra, gritaron los tinkis imitando el relincho del potro.
—¡Tinkikuna! ¡Tinkikuna!
Corearon los escoleros. Todos los indios se levantaron del poyo y se acercaron al filo del corredor para hacerse ver con los tinkis.
—Tinki es bien común —dijo Pantaleón.
Sopló el cuerno con todas sus fuerzas para que oyeran los comuneros, desde el Kanrara.
—Hasta Puquio habrá llegado eso —dijo Ramoncha, haciéndose el asustadizo.
—Seguro hasta Nazca se habrá oído. —Y me reí.
Los tinkis saltaron de la piedra al camino y empezaron a bajar el cerro al galope. Por ratos, se paraban sobre las piedras más grandes y le gritaban al pueblo. Las quebradas de Viseca y Ak’ola contestaban desde lejos el relincho de los comuneros.
—Viseca grita más fuerte.
—¡Claro pues! Viseca es quebrada padre; el tayta Chitulla es su patrón; de Ak’ola es Kanrara no más.
—¿Kanrara? Tayta Kanrara le gana a Chitulla, más rabioso es.
—Verdad. Punta es su cabeza, como rejón de don Córdova.
—¿Y Chitulla? A su barriga seguro entran cuatro Kanraras.
Los indios miraban a uno y otro cerro, los comparaban, serios, como si estuvieran viendo a dos hombres.
Las dos montañas están una frente a otra, separadas por el río Viseca. El riachuelo Ak’ola quiebra al Kanrara por un costado, por el otro se levanta casi de repente después de una lomada larga y baja. Mirado de lejos, el tayta Kanrara tiene una expresión molesta.
—Al río Viseca le resondra para que no cante fuerte —dicen los comuneros de San Juan.
Chitulla es un cerro ancho y elevado, sus faldas suaves están cubiertas de tayales y espinos; a distancia se le ve negro, como una hinchazón de la cordillera. Su aspecto no es imponente, parece más bien tranquilo.
Los indios sanjuanes dicen que los dos cerros son rivales y que, en las noches oscuras, bajan hasta la ribera del Viseca y se hondean ahí, de orilla a orilla.
Los tinkis entraron por la esquina de la iglesia. Venían solos, sin sus mujeres. Avanzaron por el medio de la plaza, hacia el corredor de la escuela. Eran como cien; todos vestidos de cordellate azul, sus sombreros blancos y grandes y sus ojotas lanudas, se movían acompasadamente.
—¡Tinkis, de verdad comuneros! —dijo el cornetero.
Don Vilkas despreciaba a los tinkis; al verlos en la plaza, levantó su cabeza, jactancioso, pero los siguió con la mirada hasta que llegaron al corredor; les tenía miedo, porque eran unidos y porque su varayok’, cabo licenciado, no respetaba mucho a los mistis.
Don Wallpa, varayok’ de los tinkis, subió primero las gradas.
—Buenos días, taytakuna, mamakuna —saludó.
Se acercó a don Vilkas y le dio la mano; después vino donde el cornetero, los dos se abrazaron.
—¡Don Wallpa, taytay!
—¡Mak’ta Pantacha!
—De tiempo has regresado de la costa.
—Seis meses, tayta.
Los otros tinkis hicieron lo mismo que don Wallpa, saludaron a todos, le dieron la mano a don Vilkas y abrazaron a Pantaleón.
Al poco rato los escoleros y el músico nos vimos rodeados de los tinkis. Yo miré una a una las caras de los comuneros: todos eran feos, sus ojos eran amarillosos, su piel sucia y quemada por el frío, el cabello largo y sudoso; casi todos estaban rotosos, sus lok’os (sombreros) dejaban ver los pelos de la coronilla y las ojotas de la mayoría estaban huecas por la planta, solo el correaje y los ribetes eran lanudos. Pero tenían mejor expresión que los sanjuanes, no parecían muy abatidos, conversaban en voz alta con Pantaleón y se reían.
Los escolares se fueron, uno por uno, de nuestro grupo; varios se subieron a los pilares blancos; otros empezaron a jugar en la plaza. En medio de los tinkis más que nunca me gustó la plaza, la torrecita blanca, el eucalipto grande del pueblo. Sentí que mi cariño por los comuneros se adentraba más en mi vida, me parecía que yo también era tinki, que tenía corazón de comunero, que había vivido siempre en la puna, sobre las pampas de ischu.
—Bernaco, ¿te gustaría ser tinki?
—¡Claro! Tinki es hombre.
Pantaleón también parecía satisfecho conversando con los tinkis, sus ojos estaban alegres. Primero habló de Nazca; de los carros, de las tiendas, y después de los patrones, abusivos como en todas partes.
—¿No ves? De otro modo ha regresado el Pantacha, está rabioso para los platudos —me dijo a la oreja el dansak’ (bailarín) Bernaco.
—¿Acaso? En la costa también, el agua se agarran los principales no más, al último ya riegan, junto con los que tienen dos, tres chacritas; como de caridad le dan un poquito, y sus terrenos están con sed de año en año. Pero principales de Nazca son más platudos; uno solo puede comprar a San Juan con todos sus maizales, sus alfalfares y su ganado. Casi gringos no más son todos, carajeros, como a taytacha de iglesia se hacen respetar con sus peones.
—Verdad. Así son nazcas —dijo el varayok’ Wallpa.
—Como en todas partes en Nazca también los principales abusan de los jornaleros —siguió Pantaleoncha—. Se roban de hombre el trabajo de los comuneros que van de los pueblos: San Juan, Chipau, Santiago, Wallawa. Seis, ocho meses, le amarran en las haciendas, le retienen sus jornales; temblando con terciana le meten en los cañaverales, a los algodonales. Después le tiran dos, tres soles a la cara, como gran cosa. ¿Acaso? Ni para remedio alcanza la plata que dan los principales. De regreso, en Galeras-pampa, en Tullutaka, en todo el camino se derrama la gente; como criaturitas, tiritando, se mueren los andamarkas, los chillek’es, los sondondinos. Ahí no más se quedan, con un montón de piedra sobre la barriga. ¿Qué dicen sanjuankunas?
—¡Carago! ¡Mistis son como tigre!
—¡Comuneros son para morir como perro!
Sanjuanes y tinkis se malograron. Rabiosos, se miraban uno a otros, como preguntándose. Los ojos de Pantacha tenían el mirar con que en el wak’tay hacían asustar a todos los indios badulaques de San Juan; brillaban de otra manera.
Todos los comuneros se reunieron junto a la puerta de la cárcel para oír a Pantaleoncha; eran como doscientos. Don Vilkas y don Inocencio conversaban en otro lado; el viejo se hacía el disimulado; pero estaba allí para oír; y contárselo después todo al principal.
El cornetero subió al poyo del corredor; les miró en los ojos a todos los comuneros, estaban como asustados.
—Pero comunkuna somos tanto, tanto; principales dos, tres no más hay. En otra parte, dicen, comuneros se han alzado; de afuera a dentro, como a gatos no más, los han apretado a los platudos. ¿Qué dicen, comunkuna?
Los sanjuanes se pusieron asustadizos, los tinkis también. Pantacha hablaba de alzamiento, ellos tenían miedo a eso, acordándose de los chaviñas. Los chaviñas botaron ocho leguas de cercos que don Pedro mandó hacer en tierras de la comunidad; lo corretearon a don Pedro para matarlo. Poco después vinieron soldados a Chaviña y abalearon a los comuneros con sus viejos y sus criaturas; algunos que se fueron a las alturas no más se escaparon. Eran como mujer los sanjuanes, le temían al alzamiento.
Nunca en la plaza de San Juan, un comunero había hablado contra los principales. Los domingos se reunían en el corredor de la cárcel, pedían agua lloriqueando y después se regresaban; si no conseguían turno, se iban con todo el amargo en el corazón, pensando que sus maizalitos se secarían de una vez en esa semana. Pero este domingo Pantacha gimoteaba fuerte contra los mistis, delante de don Vilkas resondraba a los principales.
—¡Principales para robar no más son, para reunir plata, haciendo llorar a gente grande como a criaturitas! ¡Vamos matar a principales, como a puma ladrón!
Al principio don Vilkas disimuló, junto con don Inocencio; pero al último, oyendo a Pantacha hablar de los mistis sanjuanes, se vino apurando donde los comuneros, miró rabioso al cornetero y grito con voz de perro grande:
—¡Pantacha! ¡Silencio! ¡Principal es respeto!
Su hablar rabioso asustó a los sanjuanes. Pero el mak’ta levantó más la cabeza.
—¡Taytay, como novillo viejo eres, ya no sirves!
Don Vilkas empezó a empujar a los indios para llegar hasta donde estaba el Pantacha.
—¡Carago, allk’o! (perro) —gritó.
Don Inocencio le rogó, jalándole el poncho:
—Dejay, don Vilkas; Pantacha es hablador no más.
—Te voy a faltar, tayta —le gritó el cornetero.
Al oír la amenaza de Pantaleón, don Inocencio sujetó al viejo.
—No enrabies don Vilkas, ¡por gusto!
Oyendo la bulla, algunos comuneros y las mujeres que estaban en los otros corredores, se vinieron junto a la puerta de la cárcel, para ver la pelea.
Hombres y mujeres hablaban fuerte.
—¡Viejo es respeto! —decía la mayor parte de las mujercitas.
—¿Manchu? Don Vilkas es abusivo. ¿Acaso? “Endio” no más es, igual a sanjuanes —gritó, desafiando, don Wallpa, varayok’ de Tinki, viejo como don Vilkas.
—¡Wallpa! ¡Maula Wallpa!
Don Vilkas se paró, desafiante, mirando de frente al varayok’ de Tinki.
—Si quieres, solo a solo, como toros en la plaza —habló don Wallpa.
—Anda, tayta, cajéalo en la barriga —le dijeron los tinkis a su autoridad.
Don Wallpa se quitó el poncho, lo tiró sobre sus comuneros y saltó a la plaza. Se cuadró allí como toro padrillo.
—¡Yaque, don Vilkas!
Le llamó con la mano.
Pero las mujercitas sujetaron al viejo. Si no, el varayok’ le hubiera hecho gritar como a gallo cabestro.
Pantacha se rió fuerte, mirando a don Vilkas.
—¡Jajayllas!
Se puso el cuerno a la boca y tocó el huayno chistoso de los wanakupampas:
Akakllo de los pedregales,
bullero pajarito de las peñas;
no me engañes, akakllo.
Akakllo pretencioso,
misti ingeniero, te dicen.
¡Jajayllas akakllo!,
muéstrame tu barreno
¡jajayllas Akakllo!,
muéstrame tus papeles.
El viejo Vilkas se enrabió de veras, botó a las mujeres que le atajaban y salió a la plaza; pero no fue a pelear con don Wallpa, ni resondró a Pantacha, siguió de frente, hacia la esquina de don Eustaquio. Casi del centro de la plaza volteó la cabeza para mirar a los comuneros, y gritó:
—¡Verás con don Braulio!
—¡Jajayllas novillo! —le contestó el varayok’.
El viejo llegó casi corriendo a la esquina de don Eustaquio, y torció después a la calle de don Braulio, principal de San Juan.
Don Wallpa subió otra vez al corredor.
—¡Maula! Para lamer a don Braulio no más sirve —habló el varayok’.
Pero los sanjuanes ya estaban miedosos; se separaron de los tinkis y se fueron con don Inocencio a otro corredor.
—¡Sanjuanes son como don Vilkas!, ¡maulas! —le dije al dansak’ Bernaco.
—Con las balitas que don Braulio echa por las noches en las esquinas, están amujerados.
—Vamos a ver qué dice el sacristán.
Disimulando, nos acercamos al corredor de los sanjuanes. El sacristán estaba asustado, a cada rato miraba la esquina de don Eustaquio.
Los sanjuanes conversaban, miedosos; como queriendo ocultarse unos tras de otros, se juntaban alrededor del sacristán Inocencio, pidiendo consejo.
—¡Sanjuankuna! —habló don Inocencio—. Don Braulio tiene harta plata, todos los cerros, las pampas, son de él. Si entra nuestra vaquita en su potrero, la seca de hambre en su corral; a nosotros también nos latiguea, si quiere. Vamos defender más bien a don Braulio. Pantacha es cornetero no más, no vale.
—¡Sigoro!
—No sirve contra don Braulio.
Los sanjuanes eran como gallo forastero, como vizcacha de la puna; cuando el principal gritaba, cuando ajeaba fuerte y reventaba su balita en la plaza, los sanjuanes no habían, por todas partes escapaban como chanchos cerriles.
Los comuneros estaban separados ahora en dos bandos: los sanjuanes con don Inocencio y los tinkis con Pantaleón y don Wallpa. Los sanjuanes eran más.
Los tinkis hablaban en la puerta de la cárcel, formando grupo.
—Vamos a contarle a Pantacha lo que ha dicho don Inocencio —dije.
—Vamos.
Nos encaminamos con Bernaco hacia el corredor de la cárcel.
Cuando estuvimos atravesando la esquina, salió a la plaza, por la puerta del coso, don Pascual, repartidor de semana.
—¡Don Pascual! —gritó Bernaco.
—¡Don Pascual!
Todos los indios hablaron alto el nombre del repartidor.
Pantacha le hizo seña con la corneta a don Pascual. El semanero se fue derecho al corredor de los tinkis.
Los sanjuanes corrieron otra vez hacia el corredor de la cárcel, para hablar con el semanero; dejaron solo al sacristán.
Los comuneros de todo el distrito se apretaron rodeando a don Pascual.
—¡Sanjuankuna, ayalaykuna, tinkikuna! —Oí la voz de Panteleoncha—; don Pascual va a dar k’ocha agua a necesitados. Seguro don Braulio rabia; pero don Pascual es primero. ¿Qué dicen?
De un rato, Pascual subió al poyo.
—Con músico Pantacha hemos entendido. Esta semana k’ocha agua va a llevar don Anto, la viuda Juana, don Jesús, don Patricio… don Braulio seguro carajea. Pero una vez siquiera, pobre va agarrar agua una semana. Principales tienen plata, pobre necesita más sus palitos, sus maizalitos… Tayta Inti (sol) le hace correr a la lluvia; k’ocha agua no más y hay para regar: k’ocha va a llenar esta vez para comuneros.
El hablar de don Pascual no era rabioso como el de Pantacha; parecía más bien humilde, rogaba para que los comuneros se levantasen contra don Braulio.
—¡Está bien, don Pascual!
—¡Está bien!
Contestaron primero los tinkis.
—Don Pascual, reparte según tu conciencia.
Don Sak’sa, de Ayalay, habló primero por los sanjuanes.
—¡Según tu conciencia, tayta!
—¡Según tu conciencia!
—Don Braulio abusa de comuneros. Comunidad vamos hacernos respetar. ¡Para “endios” va a ser k’ocha agua!
Los sanjuanes no se asustaban con el hablar de don Pascual; le miraban tranquilos, parecían carneros mirando a su dueño.
—¡No hay miedo, sanjuankuna! —gritó el mak’ta Pantacha—. A mujer no más le asusta el revólver de don Braulio.
—Seguro don Braulio carajea. ¿Acaso? Vamos esperar; aquí en su delante voy a dar agua a comuneros.
Los mak’tas se miraron, consultándose. Recién entendían por qué Pantacha, don Wallpa, don Pascual, se levantaban contra el principal, contra don Vilkas y don Inocencio.
—Verdad, compadre; en nuestro pueblo, dos, tres mistis no más hay; nosotros, tantos, tantos… Ellos igual a comuneros gentes son, con ojos, bocas, barriga, ¡k’ocha agua para comuneros!
—¿Acaso? Mama-allpa (madre tierra) bota agua, igual para todos.
Los sanjuanes también se hicieron los decididos. De tres en tres, de cuatro en cuatro, se juntaron los comuneros. Pantacha y don Pascual, uno a uno les hablaban, para hacer respetar al repartidor.
La comunidad de San Juan estaba para pelear con el principal del pueblo, Braulio Félix.
Los domingos en la mañana los mistis iban a buscar a don Braulio en su casa. Le esperaban en el patio, dos, tres horas, hasta que el principal se levantaba. Junto a una pared había varios troncos viejos de eucalipto; sentados sobre esos palos se soleaban los mistis mientras don Braulio acababa de dormir. El principal no tenía hora para levantarse; a veces salía de su cuarto a las siete, otras veces a las nueve y a las diez también; por eso los mistis se iban a visitarle según su alma; unos eran más pegajosos, más sucios, y tempranito estaban ya en el patio para hacerse ver por los sirvientes de don Braulio; otros, de miedo no más iban, para que el principal no les tomase a mal; llegaban más tarde, cuando el sol ya estaba alto; otros calculaban la hora en que don Braulio iba a salir para convidar el trago a los sanjuanes, por borrachos no más cortejaban al principal.
Los domingos, don Braulio se desayunaba con aguardiente en la tienda de don Heraclio: la tiendecita de don Heraclio está en la misma calle del principal. Como loco don Braulio hacía tomar cañazo a uno y a otro, se reía de los mistis sanjuanes, les hacía emborrachar y les mandaba cantar huaynos sucios. Hasta media calle salía don Braulio, riéndose a gritos:
—¡Buena, don Cayetano! ¡Don Federico, buena!
Los mistis borrachos se sacaban el pantalón; se peleaban; golpeaban por gusto sus cabezas sobre el mostrador.
Al mediodía, don Braulio iba al corredor de la cárcel para la repartición del agua: los mistis le seguían. De vez en vez, el principal se mareaba mucho y no se acordaba del reparto. Entonces don Inocencio, sacristán de la iglesia, hacía tocar la campana a las dos o tres de la tarde; al oír la campana, don Braulio, según su humor, se quedaba callado, o si no, saltaba a la calle y echando ajos iba al corredor de la cárcel. Fusteaba a cualquiera, encerraba en la cárcel a dos o tres comuneros y reventaba a tiros en el corredor. Todos los mistis y los indios escapaban de la plaza; los borrachos se arrastraban a los rincones. El corredor quedaba en silencio; don Braulio hacía retumbar la plaza con su risa y después se iba a dormir. Don Braulio era como dueño de San Juan.
Seguro este domingo el principal estaba mareado, y por eso no venía. Don Vilkas, don Inocencio, de miedo se habrían quedado en la puerta de la tienda, esperando la voluntad del principal.
Ya era tarde. El tayta Inti quemaba al mundo. Las piedras de la mina Ventanilla brillaban como espejitos; las lomas, los falderíos, las quebradas se achicharraban con el calor. Parecía que el sol estaba quemando el corazón de los cerros; que estaba secando para siempre los ojos de la tierra. A ratos se morían los k’erk’ales y las retamas de los montes, se agachaban humildes los grandes molles y los sauces cabezones de las acequias. Los pajaritos del cementerio se callaron, los comuneros también, de tanto hablar, se quedaron dormidos. Pantacha, Pascual, don Wallpa, veían, serios, el camino a Puquio, que culebreaba sobre el lomo del cerro de Ventanilla.
El tayta Inti quería, seguro, la muerte de la tierra, miraba de frente, con todas sus fuerzas. Su rabia hacía arder al mundo y hacía llorar a los hombres.
El blanqueo de la torre y de la iglesia reventaba en luz blanca. La plaza era como horno, y en su centro, el eucalipto grande del pueblo aguantaba el calor sin moverse, sin hacer bulla. No había ya ni aire; parado estaba todo, aplastado, amarillo.
El cielo se reía desde lo alto, azul como el ojo de las niñas, parecía gozoso mirando los falderíos terrosos, la cabeza pelada de las montañas, la arena de los riachuelos resecos. Su alegría chocaba con nuestros ojos, llegaba a nuestro adentro como risa de enemigo.
—¡Tayta Inti, ya no sirves! —habló don Sak’sa, de Ayalay. En todo el corredor se oyó su voz de viejo, triste, cansada por el Inti rabioso.
—¡Ayarachicha! ¡Ayarachi!
Pantacha se paró en el canto del corredor, mirando ojo a ojo al Inti tayta; y sopló bien fuerte la corneta de los wanakupampas. Ahora sí, la tonada entraba en el ánimo de los comuneros, como si fuera el hablar de sus sufrimientos. Desde la plaza caldeada, en esa quebrada ardiendo, el ayarachi subía al cielo, se iba lejos, lamiendo los k’erk’ales y los montes resecos, llevándose a todas partes el amargo de los comuneros malogrados por el Inti rabioso y por el principal maldecido.
—Pantaleón ruega a Taytacha Dios para que le resondre al Inti.
De repente, don Braulio entró a la plaza. Los mistis sanjuanes venían en tropa, junto al principal.
Vicenticha, hijo del sacristán, corrió a la torre, para tocar la campana grande. Comuneros y mujeres se pararon en todos los corredores. Como si hubiera entrado un toro bravo a la plaza, de todas partes, la gente corrió a la puerta de la cárcel; parecían hambrientos.
—¡Sanjuankuna, pobrecitos! —habló don Sak’sa.
Don Wallpa, Pascual, Pantacha, se reunieron.
—Rato se ha esperado don Vilkas, sentado como perro en la puerta de don Heraclio.
—Don Inocencio también.
—Principal cuando toma, no hace caso.
Los tinkis se juntaron alrededor de don Wallpa; los sanjuanes, callados, sin llamarse, se entroparon en otro lado.
—No hay confianza; comuneros no van parar bien —dijo Pantacha, mirando a la gente separarse en dos bandos.
—¡Comunkuna! —gritó—, ¡k’ocha agua para “endios”!
Voltearon la cabeza los sanjuanes para mirar al mak’ta; no había hombría en sus ojos; como carnero triste eran todos; los tinkis tampoco parecían muy seguros.
—Don Pascual, firme vas a parar contra el principal; seguro carajea.
—¿Acaso?, como tayta Kanrara voy a parar: don Anto, don Jesús, don Patricio, don Roso…
La campana del pueblo sonó fuerte. Ahora la plaza parecía de fiesta. Bulla en todas partes, sol blanco, cielo limpio, campana; solo el ánimo no era para alegría, los comuneros miraban la tropa de los mistis, recelando.
Don Pascual, Wallpa y Pantaleón se pararon a un costado de la mesa, mirando la esquina de don Eustaquio; los sanjuanes en el lado de la cárcel, sus mujeres tras de ellos y los tinkis junto a la puerta de la escuela; los escoleros trepados en los pilares de piedra blanca.
Don Braulio ya estaba chispo; venía pateando las piedrecitas del suelo; su pañuelo del cuello con el nudo junto al cogote; y el sombrero puesto a la pedrada. Tenía las manos en los bolsillos del pantalón y la hebilla de su cinturón brillaba; a un lado se veía la funda del revólver. Rojo, como pavo nazqueño, venía apurado, para despachar pronto. Los otros principales, seguro estaban borrachos; don Cayetano Rosas andaba tambaleándose.
En medio de la plaza, junto al eucalipto, don Cayetano gritó:
—¡Que viva don Braulio!
—¡Que viva! —le contestaron todos; don Braulio también.
Al último, ocultándose, venían don Inocencio, sacristán del pueblo, y don Vilkas.
Junto a mi pilar estaba el dansak’ Bernaco.
—Estoy asustadizo, capaz hay pelea, niño Ernesto —dijo.
—Seguro hay pelea, Bernaco; Pascual y Pantacha están molestosos.
—Pero Pantacha está valiente.
—Mírale a don Braulio. Seguro hay pelea. Capaz don Braulio ha traído su revolvercito.
—¡No digas, niño Ernesto! Don Braulio revolvea no más, es como loco.
Don Braulio subió las gradas del corredor.
—¡Buenos días, tayta! —saludaron todos los comuneros al principal del pueblo.
—Buenos días —contestó don Braulio. Derecho se fue junto a la mesa; se paró con la espalda a la pared; los mistis y don Vilkas y don Inocencio, se arrimaron a su lado.
Los indios miraban a don Braulio; unos asustadizos, con ojos brillantes, otros tranquilos, algunos rabiando. Pantacha se acomodó bien la correa que sujetaba el cuerno sobre su espalda; en su cara había como fiebre.
Don Braulio parecía chancho pensativo; miraba el suelo con las manos atrás; curvo, me mostraba su cogote rojo, lleno de pelos rubios.
¡Don Braulio me hacía saltar el corazón de pura rabia!
Silencio se hizo en toda la plaza. El eucalipto del centro de la plaza parecía sudar y miraba humilde al cielo.
—¡Semanero Pascual, k’allary! (comienza) —ordenó el principal.
Don Pascual saltó sobre la mesa; desde lo alto miró al cornetero, a don Wallpa, a don Sak’sa, y después a los comuneros.
—¡K’allary!
—Lunes para don Enrique, don Heracleo; martes para don Anto, viuda Juana, don Patricio; miércoles para don Pedro, don Roso, don José, don Pablo; jueves para…
Como si le hubieran latigueado en la espalda se enderezó el principal; sus cejas se levantaron parecido a la cresta de los gallos peleadores; y desde adentro de sus ojos apuntaba la rabia.
—Viernes para don Sak’sa, don Waman…
—¡Pascualcha, silencio! —gritó don Braulio.
Los comuneros de don Sak’sa se asustaron, movieron sus cabezas, se acomodaron para correr ahí mismo; los tinkis más bien pararon firmes.
—¡Don Braulio, k’ocha agua es para necesitados!
—¡No hay dueño para agua! —gritó Pantacha.
—¡Comunkuna es primero! —habló don Wallpa.
El principal sacó su arma.
—¡Fuera, carajo, fuera!
Los sanjuanes se empujaban atrás, se caían del corredor a la plaza. Las mujeres corrieron primero arrastrando sus rebozos.
Dos, tres balas sonaron en el corredor. Los principales, don Inocencio, don Vilkas, se entroparon con don Braulio. Los sanjuanes se escaparon por todas partes; no volteaban siquiera, corrían como perseguidos por los toros bravos de K’oñani; las mujeres chillaban en la plaza; los escoleros saltaron de los pilares; los de Ayalay se atracaban en la puerta del coso, querían entrar de cuatro en cuatro, de ocho en ocho. Pantacha gritaba como el diablo.
—¡Kutirimuychic mak’takuna! (¡Volved, hombres, volved!).
En vano: los comuneros se perdían en las esquinas, en las puertas. Algunos tinkis no más quedaron en el corredor, serios, tiesos, como los pilares de piedra blanca.
Don Antonio también había traído su revólver, seguro le prestó don Braulio; estiró su brazo el alcalde y le echó dos tiros más al aire. Los últimos sanjuanes que sacaban su cabeza por las esquinas se ocultaron.
Don Pascual se bajó callado de la mesa al suelo.
Principales y comuneros se miraron ojo a ojo, separados por la mesa. Don Braulio parecía de verdad loco; sus ojos miraban de otra manera, derechos a Pantacha; venenosos eran, entraban hasta el corazón y lo ensuciaban. Tras el principal los mistis y don Vilkas esperaban temblando.
—¡Carajo! ¡Sua! (ladrón) —gritó el mak’ta—. Mata no más, en mi pecho, en mi cabeza.
Levantó alto su corneta. Como el sol de mediodía su mirar quemaba, rajaba los ojos. Brincó sobre el misti maldecido… don Braulio soltó una bala y el mak’ta cornetero cayó de barriga sobre la piedra.
—¡A la cárcel!
Como baldeados con sangre, don Pascual, don Wallpa y los tinkis, cerraron los ojos. Se acobardaron; ya no valían, ya no servían, se malograron de repente; se ahumildaron, como gallo forastero, como novillo chusco; ahí no más se quedaron, mirando el suelo.
—¡A la cárcel, wanakus! —mandó don Braulio con hablar de asesino.
Don Vilkas abrió la puerta de la cárcel —era carcelero—; como chascha (perro pequeño), temblando. Don Wallpa entró primero; Pascual parecía viuda en desgracia, mirando el suelo, humilde, derecho se fue tras el varayok’.
—Los demás carneros, a sus punas. ¡Fuera!
Se escaparon los tinkis; ganándose unos a otros, recelosos todavía, volteaban la cabeza de rato en rato.
En la plaza se hizo silencio; nadie había. En un rato se acabaron la bulla, las rabias, los comuneros; se acabó Pantacha, el mak’ta de corazón, el mak’ta valiente. Los mistis también se callaron mirando a Pantaleón, tumbado en el suelo, como padrillo rejoneado. Don Vilkas y don Inocencio, parados en la puerta de la cárcel tenían miedo, no podían ir a ver la sangre del músico.
—Ciérrenlo en la cárcel hasta la noche —mandó don Braulio.
No podían, don Inocencio, don Vilkas.
—Indios ¡arrástrenlo!
Por gusto mandaba, como a fantasma le temían.
—¡Nu taytay, nu taytay!
Le rogaban con hablar de criaturitas.
—Usted, don Cayetano.
—¡Claro! Yo sí.
El viejo borracho se acercó al cornetero; de una pierna empezó a jalarle.
—¡Caray! En la cabeza había sido.
Viendo arrastrar al Pantacha, me enrabié hasta el alma.
—¡Wikuñero allk’o! (perro cazador de vicuñas) —le grité a don Braulio.
Salté al corredor. Hombre me creía, verdadero hombre, igual a Pantacha. El alma del auki Kanrara me entró seguro al cuerpo; no aguantaba lo grande de mi rabia. Querían reventarse mi pecho, mis venas, mis ojos.
Don Braulio, don Cayetano, don Antonio… me miraron no más; sus ojos como vidrio redonditos, no se movían.
—¡Suakuna! (ladrones) —les grité.
Levanté del suelo la corneta de Pantacha, y como wikullo la tiré sobre la cabeza del principal. Ahí mismo le chorreó la sangre de la frente, hasta llegar al suelo. ¡Buena mano de mak’tillo!
Los principales acorralaron a su papacito, para atenderlo.
—Tayta, muérete; ¡perro eres, para morder a comuneros no más sirves! —le dije.
—¡Balas, carajo, más balas!
En vano gritaba; el fierro de la corneta le mordió en la frente, y su sangre corría, negra, como de culebra.
—¡Don Antonio; mátelo!
Rogaba por gusto, su hablar ya no era de hombre; su sangre le acobardaba, como a las mujeres.
—¡Taytacha, acábale de una vez, para morder no más sirve!
Miré la fachada blanca de la iglesia.
¡Jajayllas! Taytacha Dios no había. Mentira es: Taytacha Dios no hay.
Don Antonio me hizo seña con el pie para que escapara. Me quería el alcalde, porque era amiguero de sus hijos.
—Mátelo, don Antonio —rogó don Braulio otra vez.
La voz del principal me gustaba ahora; me hubiera quedado; su gritar me quitaba la rabia, me alegraba, la risa quería reventar en mi boca.
—¡Muérete, taytay, allk’o!
Pero don Antonio pateó en el empedrado y después me apuntó con su revólver. Se enfrió mi corazón en el miedo; salté del corredor a la plaza; tras de mí sonó la bala de don Antonio.
—¡Taytay, Antonio!
El aire abaleó seguro el alcalde, para disimular.
Los comuneros de Utek’pampa son mejores que los sanjuanes y los tinkis de la puna. Indios lisos y propietarios, les hacían correr a don Braulio. Cuando traía soldados de Puquio no más, el principal se hacía el hombre en Utek’, atropellaba a los comuneros y hacía matar los animales de la pampa, para escarmiento.
Solo en la plaza de San Juan era valiente don Braulio, pero llegando a Utek’ se acababa su rabia y parecía buen principal.
Por eso, cuando escapé de la plaza, me acordé de los mak’tas utek’.
Los sanjuanes se habían asegurado en sus casas, chanchos no más encontré en las calles. Las puertas, como en media noche, estaban cerradas.
No paré hasta llegar al morro de Santa Bárbara: de donde se ven la pampa y el pueblito de Utek’.
Bien abajo, junto al río Viseca, Utek’pampa se tendía, como si fuera una grada en medio del cerro Santa Bárbara.
Nunca la pampa de Utek’ es triste; lejos del cielo vive: aunque haya neblina negra, aunque el aguacero haga bulla sobre la tierra, Utek’pampa es alegre.
Cuando los maizales están verdes todavía, el viento juega con los sembríos; mirada desde lejos, la pampa despierta cariño en el corazón de los forasteros. Cuando el maíz está para cosecharse, todos los comuneros hacen chozas en la cabecera de sus chacras. Las tuyas, los loros y las torcazas ladronas vuelan por bandadas en todo el campo; pasan silbando por encima de los maizales, mostrando sus pechitos amarillos, blancos, verdes; a veces cantan desde los mollales que crecen junto a los cercos. Desde los caminos lejanos, Utek’pampa se ve llena de humo, como si todo fuera pueblo. Después de la cosecha, la pampa se llena de animales grandes: toros, caballos, burros. Los padrillos gritan todo el día, desafiándose de lejos; los potros enamorados relinchan y se hacen oír en toda la pampa. ¡Utek’pampa: indios, mistis, forasteros o no, todos se consuelan, cuando la divisan desde lo alto de las obras, desde los caminos!
—¡Utek’pampa mama!
Igual que los comuneros de Tinki llamé a la pampa; como potrillo, relinché desde el morro de Santa Bárbara; fuerte grité, para hacerme oír con los mak’tas utek’. ¡Pero mentira! Viendo lo alegre de la pampa, de los caminos que bajan y suben del pueblito, más todavía creció el amargo en mi corazón. Ya no había Pantacha, ya no había don Pascual, ni Wallpa; don Braulio no más ya era; con su cabeza rota se pararía otra vez, para ajear, patear y escupir en la cara de los comuneros, emborrachándose con lo que robaba de todos los pueblos.
Solito, en ese morro seco, esa tarde, lloré por los comuneros, por sus chacritas quemadas con el sol, por sus animalitos hambrientos. Las lágrimas taparon mis ojos; el cielo limpio, la pampa, los cerros azulejos, temblaban; el Inti, más grande, más grande… quemaba al mundo. Me caí, y como en la iglesia, arrodillado sobre las yerbas secas, mirando al tayta Chitulla, le rogué:
—Tayta: ¡que se mueran los principales de todas partes!
Y corrí después, cuesta abajo, a entroparme con los comuneros propietarios de Utek’pampa.
FIN