Marabamba, Rondos y Paucarbamba.

Tres moles, tres cumbres, tres centinelas que se yerguen en torno a la ciudad de los Caballeros León y Huánuco. Los tres jirca-yayag, que llaman los indios.

Marabamba es una aparente regularidad geométrica, coronada de tres puntas, el cono clásico de las explosiones geológicas, la figura menos complicada, más simple que afecta a estas moles que viven en perpetua ansiedad de altura; algo así como la vela triangular de un barco perdido entre el oleaje de este mar pétreo llamados Los Andes.

Marabamba es a la vez triste y bello, con la belleza de los gigantes y la tristeza de las almas solitarias. En sus flancos graníticos no se ve ni el verde de las plantas, ni el blanco de los vellones, ni el rojo de los tejados, ni el humo de las chozas.

Es perpetuamente gris, con el gris melancólico de las montañas muertas y abandonadas. Durante el día, en las horas de sol, desata todo el orgullo de su fiereza, vibra, reverbera, abrasa, crepita. El fantasma de la insolación pasea entonces por sus flancos. En las noches lunares su tristeza aumenta hasta reflejarse en el alma del observador y hacerle pensar en el silencio trágico de las cosas. Parece un predestinado a no sentir la garra inteligente del arado, ni la linfa fecundante del riego, ni la germinación de la semilla bienhechora. Es una de estas tantas inutilidades que la naturaleza ha puesto delante del hombre como para abatir su orgullo o probar su inteligencia. Mas quién sabe si Marabamba no sea realmente una inutilidad, quién sabe si en sus entrañas duerme algún metal de esos que la codicia insaciable del hombre transformará mañana en moneda, riel, máquina o instrumento de vida o muerte.

Rondos es el desorden, la confusión, el tumulto, el atropellamiento de una fuerza ciega y brutal que odia la forma, la rectitud, la simetría. Es la crispatura de una ola hidrópica de furia, condenada perpetuamente a no saber del espasmo de la ola que desfallece en la playa. En cambio, es movimiento, vida, esperanza, amor, riqueza. Por sus arrugas, por sus pliegues sinuosos y profundos el agua corre y se bifurca, desgranando entre los precipicios y las piedras, sus canciones cristalinas y monótonas; rompiendo con la fuerza demoledora de su empuje los obstáculos y lanzando sobre el valle, en los días tempestuosos, olas de fango y remolinos de piedra enormes, que semejan el galope aterrador de una manada de paquidermos enfurecidos….

Rondos, por su aspecto, parece uno de esos cerros artificiales y caprichosos que la imaginación de los creyentes levanta en los hogares cristianos en la noche de Navidad. Vense allí cascadas cristalinas y parleras; manchas de trigales verdes y dorados; ovejas que pacen entre los riscos, lentamente; pastoras que van hilando su copo de lana enrollado, como ajorca, al brazo; grutas tapizadas de helechos, que lloran eternamentem lágrimas puras y transparentes como diamantes; toros que restregan sus cuernos contra las rocas y desfogan su impaciencia con alaridos entrecortados; bueyes que aran resignados, lacrimosos, lentos, y pensativos, cual si marcharan abrumados por la nostalgia de una potencia perdida; cabras que triscan indiferentes sobre la cornisa de una escarpadura escalofriante; árboles cimbrados por el peso de dorados y sabrosos frutos; maizales que semejan cuadros de indios empenechados; cactus que parecen hodras, que parecen pulpos, que parecen boas. Y en medio de todo esto, la nota humana, enteramente humana, representada por casitas blancas y rojas, que de día humean y de noche brillan como faros escalonados en un mar de tinta. Y hasta tiene una iglesia, decrépita, desvencijada, a la cual las inclemencia de las tempestades y la incuria del indio, contagiado ya de incredulidad, van empujando inexorablemente a la disolución. Una vejez que se disuelve en las aguas del tiempo.

Paucarbamba no es como Marabamba ni como Rondos, tal vez porque no pudo ser como éste o porque no quiso ser como aquél. Paucarbamba es un cerro áspero, agresivo, turbulento como forjado en una hora de soberbia. Tiene erguimientos satánicos, actitudes amenazadoras, gestos de piedra que anhelara triturar carnes, tembloress de Leviatán furiosos, repliegues que esconden abismos traidores, crestas que retan al cielo. De cuando en cuando verdea y florece y  algunas de sus arterias precipita su sangre blanca en el llano. Es de los tres el más escarpado, el más erguido, el más soberbio. Mientras Marabamba parece un gigante sentado y Rondos un gigante tendido y con los brazos en cruz, Paucarbamba parece un gigante e pie, ceñudo y amenazador. Se diría que Marabamba piensa, Rondos duerme y Paucarbamba vigila.

Los tres colosos se han situado en torno a la ciudad, equidistantemente, como defensa y amenaza a la vez. Cuando la niebla intenta bajar al valle en los días grises y fríos, ellos, con sugestiones misteriosas, la atraen, la acarician, la entretienen y la adormecen, para después, con manos invisibles –manos de artífice de ensueños-, hacerse turbantes y albornoces, collares y coronas. Y ellos también los que refrenan y encauzan la furia de los vientos montañeses los que entibian las caricias cortantes y traidoras de los vientos puneños y los que en las horas en que la tempestad suelta su jauría de truenos, desvían hacia las cumbres las cóleras flagelantes del rayo. Y son también amenaza; amenaza de hoy, de mañana, de quién sabe cuándo. Una amenaza llamada a resolverse en convulsión, en desmoronamiento, en catástrofe. ¿Porque quién puede decir que mañana no proseguirán su marcha? Las montañas son caravanas en descanso, evoluciones en tregua, cóleras refrenadas, partos indefinidos. La llanura de ayer es la montaña de hoy, y la montaña de hoy será el abismo o el valle de mañana.

Lo que no sería extraño. Marabamba, Rondos y Paucarbamba tienen geológicamente vida. Hay días en que murmuran, en que un tumulto de voces interiores pugna por salir para decirle algo a los hombres. Y esas voces no son las voces argentinas de sus metales yacentes, sino voces de abismos, de oquedades, de gestaciones terráqueas, de fuerzas que están buscando en un dislocamiento, el reposo definitivo.

Por eso una tarde en que yo, sentado sobre un peñón del Paucarbamba, contemplaba con nostalgia de llanura, cómo se hundía el sol tras la cumbre del Rondos, al levantarme, excitado por el sacudimiento de un temblor, Pillco, el indio más viejo, más taimado, más supersticioso, más rebelde, en una palabra, más incaico de Llicua, me decía, poseído de cierto temor solemne:

–Jirca-yayag, bravo. Jirca-yayag, con hambre, taita.

–¿Quién es Jirca-yayag?

–Paucarbamba, taita. Padre Paucarbamba pide ouejas, cuca, bescochos,confuetes.

–¡Ah, Paucarbamba come como los hombres y es goloso como los niños!. Quiere confites y biscochos.

–Au, taita. Cuando pasa mucho tiempo sin comer, Paucarbamba piñashcaican. Cuando come, cushiscaican.

–No voy entendiéndote, Pillco.

–Piñashcaican, malhumor; cushicaican, alegría, taita.

–¿Pero tu crees de buena fe, Pillco, que los cerros son como los hombres?

–Au, taita. Jircas comen; jircas hablan; jircas son dioses. De día callan, piensan, murmuran o duermen. De noche andan. Pillco no mirar noche jircas; hacen daño. Noches nubladas jircas andar más, comer más, hablar más. Se juntan y conversan. Si yo te contara, taita, por qué jircas Rondos, Paucarbamba y Marabamba están aquí……

FIN