La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Ticabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.
Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
– ¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas… Ni no nos comemos aquí a la gente. Habla, no más…
El Borradito, llamado así en el valle por su rostro picado de viruelas, asió con desesperada mano el sombrero de jipi-japa y quiso explicar tantas cosas a la vez – la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia en el camino -, que enmudeció por minuto.
De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahila:
– Pues le diré a mi amito, que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue, sin duda, por mandato especial de la Providencia, pero estrujó el brazo del criado, queriendo extirparle mil detalles.
– ¿Anoche?… ¿Está muerta?… ¿Grimanesa?…
Algo advirtió quizá en las oscuras explicaciones del Borradito, pues, sin decir palabras, rogando que no despertaran a su hija, “la niña Ana María”, bajó él mismo a ensillar su mejor “caballo de paso”. Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con sus fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias que todavía lloran la muerte de los Incas, ocurrida en siglos remotos, pero reviviscente en la endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos que ostentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así…
¡Badajo!…
Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadres.
En la tarde ya vencida se escuchó otro galope resonante y premioso sobre los cantos rodados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
– ¿Quién vive?
Refrenó su carrera el jinete próximo, y con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
– ¡Amigo! Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa al cura si Grimanesa estaba muerta y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su calbadura, que arrancó a galopar con el flanco lleno de sangre.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa al cura si Grimanesa estaba muerta y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su calbadura, que arrancó a galopar con el flanco lleno de sangre.
Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio acongojaba. Hasta los perros enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa colonial, las grandes puertas claveteadas de plata ostentaban ya crespones en forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba Conrado Basadre. Con voz empañada por el llanto, rogó el viejo a su yerno que le dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada que volvía a caer sobre las sábanas entre jazmines del Cabo y alelíes. Seria y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa del valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata que había servido a un abuelo suyo para trucidar rebeldes en una antigua sublevación de indios.
Al besar don Timoteo la pía imagen quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con respulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticambamba en la noche cerrada.
Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera habían asistido al entierro! Don Timoteo vivía clausurado en su alcoba olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo al padre terco. Nada pudo saber de la causa del extraño desvío por que no venía Conrado Basadre.
Pero un domingo claro de junio, se levantó don Timoteo de buen humor y propuso a Ana Maria que fueran juntos a Sincavilca, después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sombrero de jipi-japa que fue preciso fijar en las oleosas crenchas con un largo estilete de oro. El padre la vio así; y dijo, turbado, mirando el alfiler:
– ¡Vas a quitarte ese adefesio!…
Ana María obedeció suspirando, resuelta como siempre a no adivinar el misterio de aquel padre violento.
Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto y, al ver a Ana María tan parecida a su hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato embebecido.
Nadie habló de la desgracia ocurrida ni mentó a Grimanesa; pero Conrado cortó sus espléndidos y carnales jazmines del Cabo para obserquiar a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerta, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a la “la niña” llorando:
– ¡Jesús, María y José, tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Sincavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose en los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta después del domingo encendido en que se besaron por la primera vez, llegó Conrado a Ticambamba ostentando la elegancia vistosa de los días de feria, terciado el poncho violeta sobre el pellón de “bracaba” con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los libertadores.
Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no lo llamó, con el respeto de siempre, “don Timoteo”, sino murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:
– Quiero hablarle, mi padre.
Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz un deseo de casarse con Ana María. Midió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos cerrados, parecía dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no pesaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mil ardides y un “santo y seña” escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió un alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las indias y terminan en hoja de coca; pero, más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
Al verlo, Conrado cayó de rodillas gimoteando, como un reo confeso.
– ¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
Mas el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación creciente, murmuró, en voz tan sorda, que apenas se le comprendía:
– Sí, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta… Tú le habías clavado este alfiler en el corazón… ¿No es cierto? Ella te faltó, quizá…
– Sí, mi padre.
– ¿Se arrepintió al morir?
– Sí, mi padre
– ¿Nadie lo sabe?
– No, mi padre.
– ¿Fue con el administrador?
– Sí, mi padre.
¿Por qué no lo mataste también?
– Huyó como un cobarde.
– ¿Juras matarlo si regresa?
– Sí, mi padre.
El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado y dijo, ya sin aliento:
– Si ésta también te engaña, haz lo mismo… ¡Toma!…
Entregó el alfiler de oro solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al nuevo caballero; y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchara en seguida, porque no era bueno que alguien viera sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.
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