El primer día que llegué a Fráncfort tomé un hotel cerca de la estación del ferrocarril, dejé mi equipaje y salí a dar una vuelta, sin plano ni plan preciso. Nada es más agradable que recorrer un poco a la aventura una ciudad que no conocemos, sin saber cuáles son sus calles céntricas, sus monumentos, sus costumbres. Todo para nosotros es una sorpresa. Fue así como descubrí que Fráncfort tenía un río y un barrio viejo, atestado de soldados, prostitutas y bares donde servían vino de manzana. En uno de esos bares me encontré con un hombre maduro, que bebía una cerveza en un jarro descomunal. Apenas me vio acodarme en el mostrador me hizo una seña para que me acercara.
—Usted es extranjero —me dijo— y las leyes de la hospitalidad son sagradas. ¿Me permite que le invite una cerveza?
Solo en ese momento me di cuenta que el hombre tenía un guante de cuero en la mano izquierda, la que parecía utilizar con cierta torpeza.
Acepté su invitación, pero elegí no una cerveza sino un vino de manzana y al poco rato charlábamos en francés, idioma que hablaba con fluidez pues, según me dijo, había estado prisionero en Francia durante la última guerra.
Como yo mirara con cierta aprensión su mano enguantada, el señor me dijo:
—Debajo de este guante llevo una mano mecánica muy fea a la vista, por eso la cubro cuando salgo. No fue durante la guerra cuando la perdí. Fue en circunstancias aún más dramáticas. En esa época yo era joven, más o menos de su edad, inquieto, indisciplinado, curioso y me aburría en mi ciudad natal. Un día le pedí a mi padre una suma de dinero con el pretexto de montar una pequeña librería, pero lo que hice en realidad fue irme de Fráncfort. Empecé por cruzar los Alpes, rumbo a Italia. Los alemanes, usted sabe, sentimos una atracción indomable por Italia y los países mediterráneos, desde la época de Goethe. Mi primera escala la hice en Génova. Allí busqué una pensión cerca del puerto y resolví instalarme en ella unos días. Me gustaba el puerto, las callecitas estrechas y sinuosas con tabernas, donde se bebe ese exquisito vino Barolo. Fue en uno de esos paseos que conocí una muchacha. Se llamaba Carla y era hija de un tendero. Carla me atrajo desde el comienzo, porque era muy frágil y parecía sufrir una enfermedad incurable. Yo iba a su tienda varias veces al día, pero como cada vez que lo hacía tenía que comprar algo, comencé a llenarme de provisiones que en realidad no necesitaba. De este modo, a la semana, no había cruzado una palabra con ella, pero mi cuarto de la pensión estaba lleno de quesos, salchichones, pizzas, cajas de spaghetti. Los quesos, especialmente, comenzaron a descomponerse, al punto que la dueña de la pensión penetró un día a mi cuarto y me dijo:
—Comprendo, señor, que forme usted un stock de alimentos, en previsión de épocas sombrías, pues nadie sabe en este mundo lo que puede pasar mañana. Pero ¿por qué no compra más bien conservas que son, por definición, bienes que se conservan? Usted me hace recordar a mi tío Nicolás, que fue marino y naufragó en unas islas situadas en el Pacífico sur. Solo él y un amigo lograron salvarse. Como eran buenos nadadores llegaron a una costa rocosa y descubrieron una isla desierta. El primer día vagaron por la playa buscando qué comer, pero como no encontraron nada decidieron regresar nadando hasta el barco, que había encallado en un arrecife a unas millas de la costa. Todos los días hacían este viaje, en perfecto estilo mariposa y sacaban de las bodegas latas con galletas, jamones, frutas, lo que encontraban y regresaban a comer en la playa. Un día que estaban satisfaciendo su hambre vieron aparecer un hombre en lo alto de las cimas rocosas. Llevaba barba y estaba vestido como un vagabundo. Al verlos se acercó a ellos y después de cambiar las primeras palabras se enteraron que era un francés que vivía allí desde hacía cuatro años, en la más completa soledad.
—No soy un náufrago —les dijo—, como a mi juicio parecen ustedes serlo, sino una persona que ha escogido la vida de los náufragos. Yo era un hombre que me encontraba en una buena situación en París, vivía en una casa burguesa de cinco piezas con vista imbatible y estaba casado con una mujer excelente. Los fines de semana íbamos con nuestros tres hijos fuera de París y hacíamos camping. En verano íbamos a la Costa Azul o a España. Mi negocio de venta de bienes inmuebles me daba una renta interesante. En realidad, no tenía por qué quejarme de nada. Una noche, sin embargo, salí a la calle después de cenar para comprar cigarrillos y como el tiempo era espléndido decidí dar una vuelta por el Sena. Caminé un rato por los malecones hasta que llegué sin darme cuenta al Pont Neuf. Recordé entonces que por allí, en el Quai des Grands Agustins, había tenido un pequeño departamento en mis tiempos de estudiante. Al mirar hacia el edificio donde antaño viví distinguí la luz prendida justo en mi vieja ventana y me entró un deseo irreprimible de ver el cuarto en el que pasé tantos años difíciles. Subí los siete pisos y toqué la puerta. Me recibió un muchacho muy pálido, en mangas de camisa, que se había levantado de una mesita donde había una máquina de escribir con un papel en el rodillo. Yo le expliqué para qué había venido y él, con una rara amabilidad, me dijo que podía pasar y sentarme un momento. Acababa yo de arrellanarme en el único y desvencijado sillón, respirando ese ambiente de estudiante pobre o de artista en agraz, cuando la puerta se abrió de par en par y penetró un hombre de color, a quien mis convicciones políticas impiden llamarlo negro y que tenía una herida en la mejilla, como si hubiera sido víctima de un navajazo.
—Bernard, tienes que ayudarme —le dijo al joven, sin tomar en consideración mi presencia—, acabo de hacer algo terrible. Es por esta maldita Monique, ¿te acuerdas?, la del restorán del self-service. Ayer fui a esperarla a la salida de su trabajo, a eso de las once de la noche, hora ideal para el deleite amoroso, como dice el más grande poeta vivo, Leopoldo Sedar Senghor, presidente de Senegal, país en el que me honro de haber nacido. Como de costumbre empezamos a caminar hacia su casa, pero a mitad del trayecto, cuando la iba a besar, me rechazó y me pidió que entráramos a un café, pues quería hacerme una confidencia. Como estábamos al lado del bar llamado La Romance entramos a beber un trago. En La Romance había unos músicos sudamericanos que tocaban un cha-cha-chá, un bla-bla-blá, un la-la-lá, qué sé yo. Yo le pregunté si quería bailar y ella me dijo que prefería estar sentada. Yo sospechaba que alguna grave tribulación la atormentaba, pues permanecía silenciosa. Al fin se puso a llorar. Menos mal que la música era atronadora y nadie se percató de lo pasaba. Como yo le pregunté qué sucedía, Monique me dijo:
—Es por mi hermano, tú sabes que él es medio loco o más bien medio vago. Hace un tiempo conoció a una muchacha española que se llama Socorro y es de buena familia. Ella estudia en la Alianza Francesa y vive en un lindo departamento de la rue de Seine. No sé qué cuentos le ha metido, pero la chica cree que es hijo de un riquísimo industrial. A veces él le dice que se va a Londres por un negocio y lo único que hace es irse al bar de la esquina y la llama de allí por teléfono diciéndole que está en Londres. La chica está enamorada de él. Cuando le pregunta por su carro, dice que está en el taller de reparaciones. Un día fue a la casa de Socorro muy temprano y la encontró todavía en pijama. Pierre, que es muy emprendedor, se sentó en su cama y comenzó a hacerle ese tipo de proposiciones que se llaman obscenas, que ella rechazaba con gestos mudos y elocuentes, señalándole la sala del baño. Pierre entendió al fin que alguien se hallaba en ese lugar y se precipitó furioso hacia su puerta, mientras Socorro trataba de contenerlo. Un hombre surgió en ese momento del baño con una llave inglesa en la mano.
—Perdóneme —dijo—, pero nunca he visto un desperfecto semejante. El caño no está obstruido, las empaquetaduras están en buen estado y las tuercas no se han robado, pero el agua no pasa. Yo me pregunto qué podrá ser y diría que han cortado el agua en todo el barrio si es que el caño del lavatorio no funcionara normalmente. Aunque tal vez, y esto habría que confirmarlo, se trata de un corte localizado en algún punto de las tuberías del inmueble que priva solo de agua al caño de la bañera. Esos casos son raros, pero no imposibles, pues el mes pasado que estuve arreglando una instalación en una residencia de la avenue Foch, donde una familia vietnamita, descubrí que la tubería que lleva el agua a la ducha había sido criminalmente bloqueada mediante un torniquete. Se trataba de un trabajo bien hecho, obra seguramente de un profesional y yo me perdía en suposiciones cuando la propietaria de la casa, Madame Nguyen, al ver mi perplejidad, se acercó a mí con un aire misterioso.
—Si tiene usted una sospecha, no vacile en decírmela, pues desde hace meses en esta casa suceden cosas extrañas. Usted sabrá que nosotros somos originarios de Saigón, de donde vinimos a París, hace tres años, a causa de la guerra. Allá tenemos unas plantaciones y una fábrica de caramelos. El día que decidimos partir, después de la caída de Diem, mi marido fue a la oficina a arreglar todos sus asuntos y dejarlos en manos de un administrador. Pero cuando salió del inmueble y regresaba a casa se produjo una explosión en un bar cercano. Mi marido se precipitó hacia el lugar del accidente, pues había muchos heridos que esperaban auxilio y él había sido enfermero en su juventud. En la vereda había un sargento norteamericano que tenía una herida en el pecho y plañía reclamando auxilio. Mi marido lo tomó de ambas manos y trató de levantarlo, pero el sargento parecía encontrarse en muy mal estado, ya que no atinaba a pararse.
—Todo sucedió tan rápido —dijo—, yo había entrado al bar con Jerry y Donald, solo para tomar un aperitivo, antes de ir a comer a la guarnición. Estábamos sentados en la mesa que da a la puerta de la terraza. Jerry quería un whisky, Donald un dry martini y yo una cerveza de lata. El mozo vietnamita no puso muy buena cara ante este pedido tan disímil, entonces Jerry pidió un oporto, Donald un jerez y yo un gin con gin. Como el mozo manifestó su descontento con un gesto oriental, Jerry y yo nos pusimos de acuerdo acerca del oporto, pero Donald insistió en pedir un jerez. El mozo, más satisfecho esta vez, se alejó, pero Jerry cambió de parecer y cuando el mozo ya hacía el pedido gritó que quería un bourbon con hielo. El mozo repitió otra vez su descontento, esta vez con un gesto occidental, entonces Donald le preguntó si nosotros no pagábamos nuestro consumo y si ése no era un lugar público y si nosotros no peleábamos para librar a su país de los comunistas y si no teníamos derecho a ser tratados con consideración. Como el mozo no respondía y Donald elevaba cada vez más la voz, vino el patrón del establecimiento para ver qué pasaba y escuchó atentamente las quejas que le expusimos.
—Vuestras quejas están perfectamente justificadas —nos dijo—, pero tal vez ha habido un error en la forma de plantearlas. Hay un principio elemental en las relaciones sociales, que consiste en formular cualquier reclamo no ante los subalternos, mediante propósitos destemplados, sino ante la autoridad máxima y ciñéndose a las leyes de la cortesía. Si ante el primer signo de que el mozo estaba descontento por el pedido disímil ustedes hubieran recurrido a mí, yo le habría ordenado servirlos en el momento, en consideración a todos los argumentos por ustedes expuestos. Pero también reconozco que ustedes son extranjeros y deben tener otras costumbres y que el mozo está aquí para servir y debe acordarse de ese otro principio según el cual los clientes tienen siempre la razón. En consecuencias estoy en un dilema y no puedo tomar una determinación precipitada. Ustedes serán servidos, sin duda, y por el mismo mozo que ha originado este incidente, pero hay que resolver antes qué cosa es lo que les servirá, si lo que ustedes pidieron en primer término, en segundo término, en tercer término o en cuarto término o en un eventual quinto término que pueda surgir. Ya en época de la ocupación francesa se me planteó un caso semejante y yo estaba a punto de darle una solución salomónica —y noten que invoco una expresión que no tiene nada que ver con nuestra cultura— si es que el capitán Dupuis no socavara mis cavilaciones con una intervención exabrupta.
—Razonador oriental —me dijo—, no va usted a dar lecciones de lógica a un descendiente de Descartes. Mis compañeros de armas y yo sabemos lo que queremos y recusamos de antemano toda solución que no se acoja a las normas de la claridad y de la distinción. En el liceo Luis el Grande aprendimos de memoria Fedra de Racine desde que usábamos pantalones cortos y antes del bachillerato pensábamos como Pascal, pero más con la cabeza que con el corazón. Nuestro profesor de filosofía, René du Moulin, a pesar de que usaba levita era un hombre moderno y liberal, que nos hacía leer a los enciclopedistas y una tarde nos explicó las razones por las cuales los franceses tienen siempre la razón. Fue, me acuerdo, al reanudarse las clases en septiembre, cuando todos veníamos aún con el espíritu vacante y vacacional. El profesor René du Moulin empezó a explicarnos el mecanismo de asociaciones mentales, preparando nuestra atención con atinados ejemplos e inolvidables juegos de palabras cuando alguien, desde el fondo de la sala, le arrojó un preservativo enfundado en un trozo de chorizo español. El culpable de este incidente fue, según algunos testigos de dudosa buena fe, un estudiante marroquí, que fue conducido de inmediato hasta la oficina del director.
—Se ha comportado usted como un salvaje —le dijo el director— y merecería como sanción el ser borrado de nuestra lista de alumnos. Pero no lo haré, pues nuestro país es la patria de todos los ciudadanos del mundo, en especial de los que proceden de las naciones en vías de desarrollo y no es justo que aquí, donde nació Voltaire y vivió Carlos Marx, seamos rigurosos con un ejemplar oscuro que nos viene de las regiones de Mahoma y el fez. Pero de todos modos le vamos a aplicar una sanción que le será provechosa y de la cual se acordará toda su vida. El general Ney, durante la campaña de Italia, descubrió una vez a uno de sus subalternos robándose un pedazo de jamón en la cantina del batallón. Lejos de hacerlo pasar por la corte marcial, lo llamó a su tienda y pronunció ante él una de las más memorables requisitorias contra la indisciplina que se conocen en el mundo occidental. Yo debería leérsela a usted, pero resulta que la única copia que tenía de ella desapareció de mi escritorio en circunstancias por demás oscuras. Convoqué entonces a mi familia y la sometí a un severo interrogatorio y para sorpresa mía tomó la palabra mi hija menor para decirme:
—Tengo una pista acerca de quién puede ser el probable autor de este hurto insensato, doblemente grave, pues se ha sustraído un documento que condena la sustracción. Pero debo reconocer que se trata solo de indicios y que ellos deben ser verificados a la luz de la teoría de la prueba estipulada por el derecho penal. Nuestro hermano Jean-Louis viene a casa a estudiar con dos amigos, François y Gustave, a los que se suma a veces un sujeto procedente de un país exótico llamado Argentina y que es conocido con el nombre del pibe Lanusse. Los he espiado varias veces cuando se reúnen en el escritorio para preparar sus cursos de bachillerato. Jean-Louis es generalmente el que lee los textos por aprender, con una voz en la que adivino ya a un futuro profesor intratable y sus compañeros lo escuchan haciéndole de vez en cuando objeciones de forma y de fondo. Debo reconocer que el pibe Lanusse es sumamente perspicaz y es casi imposible que no advierta los sofismas que plagan nuestros textos de estudio. Es así que la última vez observó que el profesor Lévi-Strauss incurría en un error cuando decía que solo había tres formas de cocinar: lo crudo, lo cocido y lo frito. El pibe, invocando su experiencia en culturas lejanas, declaró que en un país andino se conocía una forma inédita de cocer los alimentos, que era mediante piedras calentadas previamente al fuego. Gustave dijo entonces que se trataba de un horno rudimentario, pero el pibe Lanusse rechazó esta observación.
—Una cosa es un horno rudimentario y otra cosa es un horno industrial —dijo—. Así como una cosa es un palanquín y otra un automóvil con motor de explosión. No creo que la identidad del resultado signifique que los medios para conseguirlo sean los mismos. Así, una persona puede morir de una puñalada o de una infección a la sangre originada por la bacteria colocada en su café por un cocinero japonés. De eso no se puede colegir que el puñal y la bacteria sean la misma cosa. Aunque también cabe suponer que en el puñal puede haber alguna bacteria y que ésta sea la que origina la muerte y no la puñalada. Pero esto no pasa de ser una hipótesis inverificable. En la estancia de mi abuelo Salvatore, que queda en la provincia de Córdoba, había un mayordomo yugoslavo llamado Pilic. Este hombre perdió un pie durante la ocupación alemana, pero jamás pudo saber si la explosión que le cercenó su extremidad andante fue una granada lanzada por los resistentes contra los invasores o un obús tirado por invasores contra resistentes. Pilic no era ni resistente ni invasor y según nos contó, la escaramuza lo sorprendió cuando ordeñaba una vaca suiza. Cuando empezó el tiroteo se metió debajo de la vaca, pero ésta, a diferencia de los carneros polifémicos, no lo libró de la explosión. La vaca perdió sus cuatro extremidades y Pilic solo una. Pilic decía que un artefacto explosivo era un artefacto explosivo y que a él le daba lo mismo que fuera un obús o granada. Pero la solución de este enigma se la dio el médico que lo atendió.
—Pilic —le dijo—, usted razona como un hombre afectado por un grave trauma, que ha ensombrecido su espíritu. Yo he atendido desde el comienzo de las hostilidades a centenares de víctimas y conozco perfectamente mi oficio. Usted no ha sido herido ni por una granada ni por un obús de cañón, sino por una ráfaga de ametralladora pesada. Lo que habría que determinar es de qué campo provino el disparo. Eso es ya un problema arduo, pues no hemos encontrado fragmentos del proyectil. De todos modos le garantizo que usted podrá caminar y vacar a sus ocupaciones cotidianas, aunque apoyándose no sobre la planta del pie, que ya no existe, sino sobre el tobillo. Es una cuestión de costumbre. He visto casos más graves. Por ejemplo, un inglés que fue atravesado de parte a parte en Normandía por una bala de bazooka y perdió el bazo íntegramente, pero ningún otro órgano vital. Le quedó naturalmente un extraño orificio que fue necesario obturar con gasa durante largo tiempo hasta que los tejidos, hábiles hilanderas, segregaron su propia obstrucción. Pero conozco casos peores. Ese muchacho, por ejemplo, al que encontré tendido en el viejo barrio de Fráncfort, con las orejas y la nariz amputadas al parecer con una tenaza o mano mecánica y que al ser interrogado me dijo:
—El primer día que llegué a Fráncfort tomé un hotel cerca de la estación del ferrocarril, dejé mi equipaje y salí a dar una vuelta, sin plano ni plan preciso. Nada es más agradable que recorrer un poco a la aventura una ciudad que no conocemos, sin saber cuáles son sus calles céntricas, sus monumentos, sus costumbres. Todo para nosotros es una sorpresa…
FIN
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