Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que,
después de destruir la sagrada ciudad de Troya, estuvo peregrinando un
larguísimo tiempo, vio los pueblos y conoció las costumbres de muchas gentes y
padeció en su ánimo gran número de penalidades en su navegación por el mar,
mientras procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria.
Mas ni aun así pudo salvarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias
insensateces. ¡Necios! Se comieron las vacas del Sol, hijo de Hiperión, y este
no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh, diosa, hija de Zeus! Cuéntanoslo,
aunque no sea más que una parte.
Ya en aquel tiempo los que habían podido escapar de una
muerte horrorosa estaban en sus hogares, a salvo de los peligros de la guerra y
del mar; y solamente Odiseo, que tan gran necesidad sentía de volver a su
patria y ver a su mujer, se encontraba detenido en la hueca gruta de Calipso,
la veneranda ninfa, divina entre las deidades, que anhelaba tomarlo por esposo.
Con el transcurrir de los años llegó por fin el momento en que los dioses
decretaron que volviera a su patria, a Ítaca, aunque no por eso había de poner
fin a sus penalidades, ni siquiera después de juntarse con los suyos. Y todos
los dioses le compadecían, a excepción de Poseidón, que permaneció en todo
momento enemistado con el divino Odiseo hasta que el héroe llegó a su tierra.
Mas entonces se había ido Poseidón al lejano pueblo de los
etíopes —que son los postreros de los hombres y forman dos grupos, que habitan
respectivamente hacia el ocaso y hacia el orto del Sol— para asistir a una
hecatombe de toros y de corderos. Mientras aquel se deleitaba presenciando el
festín, se congregaron las demás deidades en el palacio de Zeus Olímpico. Y fue
el primero en hablar el padre de los hombres y de los dioses, porque en su
ánimo tenía presente al ilustre Egisto, a quien había matado el preclaro
Orestes, hijo de Agamenón. Se acordaron de él. Habló Zeus a los inmortales de
esta manera:
«¡Oh, dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a las
divinidades! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos
quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino. Así
ocurrió con Egisto, que, oponiéndose a la voluntad del hado, se casó con la
mujer legítima del Atrida Agamenón y lo mató cuando volvió a su patria, aunque
conocía la terrible muerte que padecería luego. Nosotros mismos le habíamos
enviado a Hermes, el vigilante Argicida, con el fin de advertirle de que no lo
matara ni pretendiera a su esposa, pues el Atrida Orestes había de tomar
venganza no bien llegara a la juventud y sintiese el deseo de volver a su
tierra. Así se lo advirtió Hermes; mas no logró convencerlo, aun siendo tan
excelente el consejo, y ahora Egisto lo ha pagado todo junto».
Le respondió Atenea, la diosa de los brillantes ojos: «¡Padre
nuestro, Cronión, el más excelso de los que imperan! Aquel yace en la tumba
tras haber padecido una muerte bien justificada. ¡Así muera quien obre de
semejante modo! Pero se me rompe el corazón por el prudente y desgraciado
Odiseo, que largo tiempo lleva padeciendo penas lejos de los suyos, en una isla
azotada por las olas, en el centro del mar; isla poblada de árboles, donde
tiene su mansión una diosa, la hija del terrible Atlas, aquel que conoce las
profundidades del mar y sostiene las grandes columnas que separan la tierra y
el cielo. La hija de este dios retiene al infortunado y afligido Odiseo, no
cejando en su propósito de embelesarle con tiernas y seductoras palabras para
que olvide Ítaca; mas el héroe, que está deseoso de ver el humo de su país
natal, ya incluso anhela morir. ¿Y a ti, Zeus Olímpico, no se te conmueve el
corazón? ¿No te era propicio Odiseo, cuando hacía sacrificios junto a los
bajeles de los argivos? ¿Por qué te has enojado así con él, oh, Zeus?».
Le contestó Zeus, que amontona las nubes: «¡Hija mía! ¡Qué
palabras se te han escapado por la boca! ¿Cómo pretendes que olvide al divino
Odiseo, que por su inteligencia supera a los demás mortales y siempre ofreció
muchos sacrificios a los inmortales dioses, que poseen el anchuroso cielo? Sin
embargo, Poseidón, que ciñe la tierra, le guarda vivo y constante rencor porque
cegó al cíclope Polifemo, que es el más fuerte de todos los cíclopes y nació de
la ninfa Toosa, hija de Forcis, que impera en el mar estéril, después que esta
se juntara con Poseidón en honda cueva. Desde entonces Poseidón, que sacude la
tierra, si bien no se ha propuesto matar a Odiseo, hace que vaya errante lejos
de su patria. Pero, venga, tratemos de su retorno y del modo en que haya de
llegar a su patria; y Poseidón depondrá su cólera, pues no podrá porfiar, solo
y contra la voluntad de los dioses, con todos».
Le respondió Atenea, la diosa de los brillantes ojos: «¡Padre
nuestro, Cronión, el más excelso de los que imperan! Si les place a los
bienaventurados dioses que el prudente Odiseo vuelva a su casa, mandemos a
Hermes, el mensajero Argicida, a la isla Ogigia, que manifieste cuanto antes a
la ninfa de hermosas trenzas la resolución que hemos tomado, para que el héroe
se ponga en camino. Yo, mientras tanto, iré a Ítaca e instigaré vivamente a su
hijo, y le infundiré valor en el pecho para que llame al ágora a los aqueos de
larga cabellera y prohíba la entrada en el palacio a todos los pretendientes,
que de continuo le degüellan muchísimas ovejas y bueyes de retorcidos cuernos.
Y lo llevaré después a Esparta y a la arenosa Pilos para que, preguntando y
viendo si puede tener noticias de su padre, consiga ganar honrosa fama entre
los hombres».
Dicho esto, se calzó los divinos talares de oro que la
llevaban sobre el mar y sobre la tierra inmensa con la rapidez del viento; y
tomó la lanza fornida, de punta de bronce, pesada, luenga, robusta, con que la
hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes siempre que contra
ellos monta en cólera. Descendió presurosa de las cumbres del Olimpo y,
encaminándose al pueblo de Ítaca, se detuvo en el vestíbulo de la morada de
Odiseo, en el umbral que precedía al patio: Atenea empuñaba la broncínea lanza
y había tomado la figura de un extranjero, Mentes, rey de los tafios. Halló a
los soberbios pretendientes, que para entretenerse jugaban a los dados ante la
puerta de la casa, sentados sobre cueros de bueyes que ellos mismos habían
matado. Varios heraldos y diligentes servidores les mezclaban vino y agua en
las crateras; y otros limpiaban las mesas con esponjas de muchos ojos, las
colocaban en su sitio y trinchaban carne en abundancia.
El primero en advertir la presencia de la diosa fue el
deiforme Telémaco, pues se hallaba en medio de los pretendientes, con el
corazón apesadumbrado, y tenía el pensamiento fijo en su valeroso padre por si
volvía y los dispersaba y recuperaba la dignidad real y el dominio de sus
riquezas. Tales cosas meditaba, sentado con los pretendientes, cuando vio a
Atenea. A la hora se fue derecho al vestíbulo, muy indignado en su corazón, de
que un huésped tuviese que esperar tanto tiempo en la puerta; tomó de la mano a
la diosa, le cogió la broncínea lanza y le dijo estas aladas palabras:
«¡Salve, huésped! Entre nosotros has de recibir amistoso
acogimiento. Y después de que hayas comido, nos dirás si necesitas algo».
Hablando así, empezó a caminar y Palas Atenea le fue
siguiendo. Ya en el interior del excelso palacio, Telémaco arrimó la lanza a
una alta columna, metiéndola en la pulimentada lancera donde había muchas
lanzas del paciente Odiseo; hizo sentar a la diosa en un sillón, después de
tender en el suelo una preciosa alfombra bordada y de colocar el escabel para
los pies, y acercó para sí una silla labrada; poniéndolo todo aparte de los
pretendientes para que al huésped no le disgustara la comida, molestado por el
tumulto de aquellos hombres soberbios, y él, a su vez, pudiera interrogarle
sobre su padre ausente. Una esclava les dio aguamanos, que traía en un
magnífico jarro de oro y vertió en una fuente de plata, y les puso delante una
pulimentada mesa. La respetable despensera les trajo pan y dejó en la mesa un
buen número de manjares, obsequiándoles con los que tenía reservados. El
trinchante les sirvió platos de carne de todas clases y colocó a su lado áureas
copas. Y un heraldo se acercaba a menudo para escanciarles vino.
Ya en esto entraron los orgullosos pretendientes. Apenas se
hubieron sentado por orden en sillas y sillones, los heraldos les dieron
aguamanos, las esclavas amontonaron el pan en los canastillos, los mancebos
llenaron las crateras, y todos los comensales echaron mano a las viandas que
les habían servido. Satisfechas las ganas de comer y de beber, ocuparon el
pensamiento con otras cosas: el canto y el baile, que son los ornamentos del
convite. Un heraldo puso la bellísima cítara en las manos de Femio, a quien
obligaban a cantar ante los pretendientes. Y mientras Femio comenzaba al son de
la cítara un hermoso canto, Telémaco dijo estas razones a Atenea, la de los
brillantes ojos, después de aproximar su cabeza a la deidad para que los demás
no se enteraran:
«¡Querido huésped! ¿Te enfadarás conmigo por lo que voy a
decir? Estos solo se ocupan en cosas tales como la cítara y el canto; y nada
les cuesta, pues devoran impunemente la hacienda de otro, la de un hombre cuyos
blancos huesos se pudren en la tierra por la acción de la lluvia o los
revuelven las olas en el seno del mar. Si le vieran llegar a Ítaca, preferirían
tener los pies ligeros a ser ricos de oro y de vestidos. Mas aquel ya murió,
víctima de su aciago destino, y no hay que esperar su regreso, aunque alguno de
los hombres terrestres afirme que aún ha de volver: el día de su retorno no
amanecerá jamás. Pero, venga, habla y responde sinceramente: ¿Quién eres y de
qué país procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y tus padres? ¿En qué embarcación
llegaste? ¿Cómo te trajeron los marineros a Ítaca? ¿Quiénes se precian de ser?
Pues no me figuro que hayas venido andando. Dime también la verdad de esto para
que me entere. ¿Vienes ahora por primera vez o has sido huésped de mi padre?
Pues son muchos los que conocen nuestra casa, porque Odiseo acostumbraba
visitar a los demás hombres».
Le respondió Atenea, la diosa de los brillantes ojos: «De
todo esto voy a informarte detalladamente. Me enorgullezco de ser Mentes, hijo
del belicoso Anquíalo, y de reinar sobre los tafios, amantes de manejar los
remos. He llegado en mi galera, con mi gente, pues navego por el vinoso mar
hacia unos hombres que hablan otra lengua: voy a Témesa para traer bronce y
llevarles reluciente hierro. Anclé la embarcación cerca del campo, antes de
llegar a la ciudad, en el puerto Retro que está al pie del selvoso Neyo. Nos
cabe la honra de que ya nuestros padres se daban mutua hospitalidad desde muy
antiguo, como se lo puedes preguntar al héroe Laertes, quien, según me han
dicho, ya no viene a la población, sino que vive en el campo, le atormentan los
pesares, y tiene una anciana esclava que le prepara la comida y le da de beber
cuando se le cansan los miembros de arrastrarse por la fértil viña. He venido
porque me aseguraron que tu padre estaba de vuelta en la población, mas sin
duda lo impiden las divinidades, que ponen obstáculos a su retorno; que el
divino Odiseo no desapareció aún de la fértil tierra, pues está vivo y está
detenido en el vasto mar, en una isla que surge de entre las olas, desde que
cayó en poder de hombres crueles y salvajes que lo retienen a su despecho. Voy
ahora a predecir lo que ha de suceder, según los dioses me lo inspiran en el
ánimo y yo creo que ha de verificarse porque no soy adivino ni hábil intérprete
de sueños. Odiseo no estará largo tiempo fuera de su patria, aunque lo sujeten
férreas cadenas; antes hallará algún medio para volver, ya que es sumamente
ingenioso. Pero, venga, habla y dime con sinceridad si eres el hijo del propio
Odiseo. Es extraordinario tu parecido en la cabeza y en los bellos ojos con él;
y bien lo recuerdo, pues nos reuníamos a menudo antes de que se embarcara para
Troya, adonde fueron los príncipes argivos en las cóncavas naves. Desde
entonces ni yo le he visto, ni él a mí».
Le contestó el prudente Telémaco: «Voy a hablarte, huésped,
con gran sinceridad. Mi madre afirma que soy hijo de aquel, y no sé más, pues
nadie puede conocer por sí su propio linaje. ¡Ojalá fuera vástago de un hombre
dichoso que envejeciese en su casa, rodeado de sus riquezas! Pero ahora dicen
que desciendo, ya que me lo preguntas, del más infeliz de los mortales
hombres».
Le replicó Atenea, la diosa de los brillantes ojos: «Los
dioses no deben de haber dispuesto que tu linaje sea oscuro, cuando Penélope te
ha parido cual eres. Pero, venga, habla y dime con franqueza. ¿Qué comida, qué
reunión es esta, y qué necesidad tienes de darla? ¿Se celebra un convite o un
casamiento? Que no nos hallamos evidentemente en un festín a escote. Me parece
que los que comen en el palacio con tal arrogancia ultrajan a alguien, pues
cualquier hombre sensato se indignaría al presenciar sus muchas desvergüenzas».
Le contestó el prudente Telémaco: «¡Huésped! Ya que tales
cosas preguntas e inquieres, que sepas que esta casa fue opulenta y respetada
mientras aquel varón permaneció en el pueblo. Cambió después la voluntad de los
dioses, quienes, maquinando males, han hecho de Odiseo el más ignorado de todos
los hombres; y yo no me afligiría de tal suerte si acabara la vida entre sus
compañeros, en el país de Troya, o en brazos de sus amigos luego que terminó la
guerra, pues entonces todos los aqueos le habrían erigido un túmulo y habría
legado a su hijo una gloria inmensa. Ahora desapareció sin fama, arrebatado por
las arpías. Su muerte fue oculta y desconocida; y tan solo me dejó pesares y
llanto. Y no me lamento y gimo únicamente por él, que los dioses me han enviado
otras funestas calamidades. Cuantos nobles gobiernan en las islas, en Duliquio,
en Same y en la selvosa Zacinto, y cuantos mandan en la áspera Ítaca, todos
pretenden a mi madre y arruinan nuestra casa. Mi madre ni rechaza las odiosas
nupcias, ni sabe poner fin a tales cosas; y aquellos comen y agotan mi
hacienda, y pronto acabarán conmigo mismo».
Le contestó Atenea, muy indignada: «¡Oh, dioses! ¡Qué falta te hace el ausente Odiseo, para que ponga las manos en los desvergonzados pretendientes! Si tornara y apareciera ante el portal de esta casa, con su yelmo, su escudo y sus dos lanzas, como la primera vez que le vi en la mía, bebiendo y recreándose, cuando volvió de Éfira, del palacio de Ilo Mermérida —fue allá en su velera nave por un veneno mortal con que pudiese teñir las broncíneas flechas, pero Ilo, temeroso de los sempiternos dioses, no se lo proporcionó y se lo entregó mi padre, que le quería muchísimo—; si, entonces, mostrándose tal, se encontrara Odiseo con los pretendientes, sería corta la vida de estos y bien amargas sus nupcias. Mas está puesto en mano de los dioses si ha de volver y tomar venganza en su palacio, y te exhorto a que desde luego medites cómo sacarás de aquí a los pretendientes. Óyeme, si te place, y presta atención a mis palabras. Mañana convoca en el ágora a los héroes aqueos, háblales a todos y que sean testigos las propias deidades. Obliga a los pretendientes a que se separen, yéndose a sus casas; y si a tu madre el ánimo la mueve a casarse, que vuelva al palacio de su muy poderoso padre y allí le dispondrán las nupcias y le aparejarán una dote tan cuantiosa como debe llevar una hija amada. También a ti te daré un prudente consejo, por si te decidieras a seguirlo. Apresta la mejor embarcación que encuentres con veinte remeros; ve a preguntar por tu padre, cuya ausencia se hace ya tan larga, y quizá algún mortal te hablará de él o llegará a tus oídos la fama que procede de Zeus y es la que más difunde la gloria de los hombres. Ve primero a Pilos e interroga al divino Néstor; y desde allí endereza los pasos a Esparta, ante el rubio Menelao, que ha llegado el último de los argivos de broncíneas lorigas. Si oyeras decir que tu padre vive y ha de volver, aguanta todo un año más, aunque estés afligido; pero si te revelaran que ha muerto y ya no está en el mundo, vuelve sin dilación a la patria, erígele un túmulo, hazle las muchas exequias que se le deben, y búscale a tu madre un esposo. Y cuando hayas realizado y llevado a cabo todas estas cosas, medita en tu mente y en tu corazón cómo matarás a los pretendientes en el palacio: si con engaño o a las bravas, porque es preciso que no andes en niñerías, que ya no tienes edad para ello. ¿Por ventura no sabes cuánta gloria ha ganado ante los hombres el divino Orestes, desde que mató al parricida, al traidor Egisto, que le había asesinado a su ilustre padre? También tú, amigo, ya que veo que eres gallardo y de elevada estatura, sé fuerte para que en el futuro te elogien. Y yo me voy hacia la velera nave y los amigos que ya deben de estar cansados de esperarme. Cuida de hacer cuanto te he dicho y acuérdate de mis consejos».
Le respondió el prudente Telémaco: «Me dices estas cosas de una manera tan benévola, como un padre a su hijo, que nunca jamás podré olvidarlas. Pero, venga, aguarda un poco, aunque tengas prisa por irte, y después de bañarte y deleitar tu corazón, vuelve alegremente a tu nave, llevándote un regalo precioso, muy bello, para guardarlo como presente mío, que tal es la costumbre que suele seguirse con los huéspedes amados».
Le contestó Atenea, la diosa de los brillantes ojos: «No me
detengas, oponiéndote a mi deseo de irme enseguida. El regalo con que tu
corazón quiere obsequiarme me lo entregarás a la vuelta para que me lo lleve a
mi casa: escógelo muy hermoso y será justo que te lo recompense con otro
semejante».
Diciendo así, partió Atenea, la de los brillantes ojos: se
fue la diosa, volando como un pájaro, después de infundir en el espíritu de
Telémaco valor y audacia y tras avivarle aún más el recuerdo de su padre.
Telémaco, considerando en su mente lo ocurrido, se quedó atónito, porque ya
sospechó que había hablado con una divinidad. Y aquel hombre, que parecía un
dios, se apresuró a juntarse con los pretendientes.
Ante estos, que le oían sentados y silenciosos, cantaba el
ilustre aedo la vuelta deplorable que Palas Atenea deparara a los aqueos cuando
partieron de Troya. La discreta Penélope, hija de Icario, oyó de lo alto de la
casa la divina canción, que le llegaba al alma; y bajó por la larga escalera,
pero no sola, pues la acompañaban dos esclavas. Cuando la divina entre las
mujeres llegó adonde estaban los pretendientes, se detuvo junto a la columna
que sostenía el techo sólidamente construido, con las mejillas cubiertas por
espléndido velo y una honrada doncella a cada lado. Y llenándosele los ojos de
lágrimas, le habló así al divino aedo:
«¡Femio! Dado que sabes otras muchas hazañas de hombres y de
dioses, que recrean a los mortales y son celebradas por los aedos, cántales
alguna de las mismas sentado ahí, en el centro, que la oigan todos
silenciosamente y bebiendo vino; pero deja ese canto triste que me angustia el
corazón en el pecho, ya que se apodera de mí un pesar grandísimo. ¡Tal es la
persona de quien padezco soledad, por acordarme siempre de aquel varón cuya
fama es grande en la Hélade y en el centro de Argos!».
Le replicó el prudente Telémaco: «¡Madre! ¿Por qué quieres
prohibir al amable aedo que nos divierta como su mente se lo inspire? No son
los aedos los culpables, sino Zeus quien distribuye sus presentes a los varones
de ingenio del modo que le place. No ha de increparse a Femio por cantar la
suerte aciaga de los dánaos, pues los hombres alaban con preferencia el canto
más nuevo que llega a sus oídos. Resígnate en tu corazón y en tu ánimo a oír
ese canto, ya que no fue Odiseo el único que perdió en Troya la esperanza de
volver; hubo otros muchos que también murieron. Pero vuelve ya a tu habitación,
ocúpate de las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a las
esclavas que se apliquen al trabajo; y de hablar nos cuidaremos los hombres y
principalmente yo, que soy el que está al frente en esta casa».
Se volvió Penélope, muy asombrada, a su habitación, dando
vueltas en el ánimo a las discretas palabras de su hijo. Y así que hubo subido
con las esclavas a lo alto de la casa, se echó a llorar por Odiseo, su querido
esposo, hasta que Atenea, la de los brillantes ojos, le esparció en los
párpados el dulce sueño.
Los pretendientes movían alboroto en la oscura sala y todos
deseaban acostarse con Penélope en su mismo lecho. Mas el prudente Telémaco
comenzó a decirles:
«¡Pretendientes de mi madre, que os portáis con soberbia
insolencia! Gocemos ahora del festín y cesen vuestros gritos; pues es muy
hermoso escuchar a un aedo como este, tan parecido por su voz a las propias
deidades. Al romper el alba, nos reuniremos en el ágora para que yo os diga sin
excusa que salgáis del palacio: disponed otros festines y comeos vuestros
bienes, convidándoos sucesiva y recíprocamente en vuestras casas. Pero si os
parece mejor y más acertado destruir impunemente los bienes de un solo hombre,
seguid consumiéndolos, que yo invocaré a los sempiternos dioses, por si algún
día nos concede Zeus que vuestras obras sean castigadas, y quizá muráis en este
palacio sin que nadie os vengue».
Así dijo, y todos se mordieron los labios, admirándose de que
Telémaco les hablase con tanta audacia.
Pero Antínoo, hijo de Eupites, le repuso diciendo:
«¡Telémaco! Son ciertamente los mismos dioses quienes te enseñan a ser
grandilocuente y a arengar con audacia; pero ojalá no quiera el Cronión que
llegues a ser rey de Ítaca, rodeada por el mar, como te corresponde por el
linaje de tu padre».
Le contestó el prudente Telémaco: «¡Antínoo! ¿Te enfadarás
acaso por lo que voy a decir? Es verdad que me gustaría serlo, si Zeus me lo
concediera. ¿Acaso crees que reinar es la peor desgracia para los hombres? No
es malo ser rey, porque su casa se enriquece pronto y su persona se ve más
honrada. Pero muchos príncipes aqueos, entre jóvenes y ancianos, viven en
Ítaca, rodeada por el mar: que reine cualquiera de ellos, ya que murió el
divino Odiseo, y yo seré señor de mi casa y de los esclavos que este adquirió
para mí como botín de guerra».
Le respondió Eurímaco, hijo de Pólibo: «¡Telémaco! Está
puesto en mano de los dioses cuál de los aqueos ha de ser el rey de Ítaca,
rodeada por el mar; pero tú sigue disfrutando de tus bienes, manda en tu
palacio y ojalá que jamás, mientras Ítaca sea habitada, venga hombre alguno a
despojarte de ellos contra tu querer. Y ahora, estupendo Telémaco, deseo
preguntarte por el huésped. ¿De dónde vino tal sujeto? ¿De qué tierra se
enorgullece de ser? ¿En qué país se hallan su familia y su patria? ¿Te ha
traído noticias de la vuelta de tu padre o ha llegado con el único propósito de
cobrar alguna deuda? ¿Cómo se levantó y se fue tan rápidamente, sin aguardar a
que le conociéramos? Dado su aspecto no debe de ser un pordiosero».
Le contestó el prudente Telémaco: «¡Eurímaco! Ya se acabó la
esperanza del regreso de mi padre; y no doy fe a las noticias, vengan de donde
vengan, ni me curo de las predicciones que haga un adivino a quien mi madre
llame e interrogue en el palacio. Este huésped mío lo era ya de mi padre y
viene de Tafos: se precia de ser Mentes, hijo del belicoso Anquíalo, y reina
sobre los tafios, amantes de manejar los remos».
Así habló Telémaco, aunque en su mente había reconocido a la
diosa inmortal. Volvieron los pretendientes a solazarse con la danza y el
deleitoso canto, y así esperaban que llegase la oscura noche, que sobrevino
cuando aún se divertían, y entonces partieron y se acostaron en sus casas.
Telémaco subió al elevado aposento que para él se había construido dentro del
hermoso patio, en un lugar visible por todas partes; y se fue derecho a la
cama, meditando en su espíritu muchas cosas.
Lo acompañaba, con teas encendidas en la mano, Euriclea, hija
de Ops Pisenórida, la de castos pensamientos; la había comprado Laertes en otra
época, apenas llegada a la pubertad, por el precio de veinte bueyes; y en el
palacio la honró como a una casta esposa, pero jamás se acostó con ella para
que su mujer no se irritase. Aquella, pues, alumbraba a Telémaco con teas encendidas,
por ser la esclava que más le amaba y la que le había criado desde niño; y, al
llegar, abrió la puerta de la habitación sólidamente construida. Telémaco se
sentó en la cama, se quitó la delicada túnica y se la dio en las manos a la
prudente anciana, que, después de componer los pliegues, la colgó de un clavo
que había junto al torneado lecho, y enseguida salió de la estancia, entornó la
puerta, tirando del anillo de plata, y echó el cerrojo por medio de una correa.
Y Telémaco, bien cubierto con un vellón de oveja, pensó toda
la noche en el viaje que Atenea le había aconsejado.
Canto I ,
Traducción: Luis Segalá y Estalella (1910)
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