Por: Edgar Allan Poe
Nada es más odioso
para la sabiduría que una excesiva agudeza.
Séneca
En un desapacible anochecer del otoño de 18… me hallaba en París, gozando de la doble fruición de la meditación taciturna y del nebuloso tabaco, en compañía la de mi amigo C. Auguste Dupin, en su biblioteca, au troisiéme, Nº 33 Rue Dunôt, Faubourg St. Germain. Hacía lo menos una hora que no pronunciábamos una palabra: parecíamos lánguidamente ocupados en los remolinos de humo que empañaban el aire. Yo, sin embargo, estaba recordando ciertos problemas que habíamos discutido esa tarde; hablo del doble asesinato de la Rue Morgue y de la desaparición de Marie Rogêt. Por eso me pareció una coincidencia que apareciera, en la puerta de la biblioteca, Monsieur G., Prefecto de la policía de París.
Le dimos una bienvenida sincera, porque el hombre era casi tan divertido como despreciable, y hacía varios años que no lo veíamos. Estábamos a oscuras cuando entró, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara, pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G. dijo que había venido a consultarnos, o más bien a consultar a Dupin, sobre un asunto oficial que les daba mucho trabajo.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha lo examinaremos mejor en la oscuridad.
Esa es otra de sus ideas raras —dijo el prefecto, que llamaba raro a todo lo que no comprendía, y vivía, por consiguiente, entre una legión de rarezas.
—Es la verdad —respondió Dupin, ofreciéndole un sillón y una pipa.
—¿Cuál es el problema? —interrogué—, ¿otro asesinato?
—No, nada de eso. El asunto es muy simple y no dudo que lo resolverán mis agentes; pero he pensado que a Dupin le gustaría oír los detalles. Son muy extraños.
—Extraños y simples —dijo Dupin.
—Y bien, sí. El problema es simple, y sin embargo nos desconcierta.
—Quizá es precisamente la simplicidad lo que los desconcierta.
—¡Qué desatinos dice usted! —exclamó el Prefecto, riendo efusivamente.
—Quizá el misterio es demasiado simple —dijo Dupin.
—Y ¿Cuál es, por fin, el misterio? —le pregunté.
—Se lo diré a ustedes —contestó el Prefecto—. Se lo diré en muy pocas palabras; pero antes de empezar, les advertiré que este asunto exige la mayor reserva y que perdería mi puesto si llegara a saberse que lo he divulgado.
—prosiga —dije.
—O no prosiga —dijo Dupin.
—Un alto funcionario me ha comunicado que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; lo vieron cometer el hecho, El documento sigue en su poder.
—Cómo lo saben? —interrogó Dupin.
Lo sabemos —contestó el Prefecto— por el carácter del documento y por el hecho de no haberse ya producido ciertos resultados que surgirían si el documento no estuviera en poder del ladrón.
—Sea usted un poco más explícito —dije.
—Bien, me atreveré a decir que ese documento otorga a su poseedor un determinado poder en un determinado sector donde ese poder es incalculablemente valioso. —El Prefecto era aficionado a la jerga de la diplomacia.
—No acabo de entender —dijo Dupin.
—¿No? Bueno. La exhibición del documento a una tercera persona, que me está vedado nombrar, afectará el honor de una persona de la más encumbrada categoría. El honor y la libertad de esta última quedan, pues, a merced del ladrón.
—Para ese chantage —observé— es imprescindible que el dueño conozca el nombre del ladrón. Quién se atrevería…
—El ladrón —dijo el Prefecto— es el ministro D., que se atreve a todo. El robo no fue menos ingenioso que audaz. El documento —una carta, para ser franco— fue recibido por la víctima del posible chantage, mientras estaba sola en la habitación real. Casi inmediatamente después entra una segunda persona, de quien deseaba especialmente ocultar la carta. Apenas tuvo tiempo para dejarla abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección quedaba a la vista. En este momento entra el ministro D. Percibe inmediatamente el papel, reconoce la letra. observa la confusión de la persona a quien ha sido dirigida y adivina el secreto. Después de tratar algunas cuestiones, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, finge leerla y la coloca encima de la primera. Sigue conversando, casi durante un cuarto de hora, sobre negocios públicos. Al marcharse, toma de la mesa la carta que no le pertenecía. El dueño legítimo lo vio pero, como se comprende, no se atrevió a decir nada en presencia del tercer personaje. El ministro se fue, dejando la carta suya, que no era de importancia, sobre la mesa.
—He aquí —me dijo Dupin— lo que usted requería: el ladrón sabe que el dueño sabe quién es el ladrón.
—Sí —replicó el Prefecto—, y el ladrón ha abusado de ese poder, en los últimos meses. La persona robada se convence cada día más de la necesidad de recuperar la carta. Pero esto, como usted comprenderá, no puede hacerse abiertamente. Al fin, desesperada, me ha encomendado el asunto.
—Y ¿quién puede desear —dijo Dupin, arrojando una bocanada de humo—, o siquiera imaginar, un agente más sagaz que usted?
—Usted me colma —respondió el Prefecto—, pero entiendo que muchos opinan así.
—Es evidente —dije— que la carta sigue en posesión del Ministro: en esa posesión está su poder. Vendida la carta, el poder termina.
—Es verdad —dijo G.—. De acuerdo a esa convicción he obrado. Lo primero que hice fue ordenar una busca minuciosa en la casa del Ministro; la dificultad consistía en que él no se enterara. Me han advertido que cualquier sospecha puede ser peligrosa.
—Pero —dije— usted es un especialista en esas tareas. No es la primera vez que la policía de París acomete empresas análogas.
—Ya lo creo, y por eso no he desesperado. Además, las costumbres del Ministro facilitaron las cosas. Es muy común que falte de su casa toda la noche. Tiene pocos sirvientes. Duermen lejos de las piezas de su patrón y, como son napolitanos, es fácil embriagarlos. Como usted sabe, tengo llaves que pueden abrir todos los gabinetes de París. Hace tres meses que no he dejado pasar una noche sin dirigir personalmente el examen de la casa de D. Mi honor está empeñado y, para revelar un gran secreto, la recompensa es enorme. No abandonaré la partida hasta convencerme de que el ladrón es todavía más astuto que yo. Creo haber examinado todos los rincones y todos los escondrijos en los que puede estar oculto el papel.
—¿Pero es posible —exclamé— que la carta siga en poder del Ministro, y que éste no la guarde en su propia casa?
—Es apenas posible —dijo Dupin—. El estado actual de los asuntos de la corte, y especialmente de esas intrigas en las que D. está envuelto, hacen que la inmediata accesibilidad del documento sea no menos importante que su posesión.
—Cierto —observé—. El documento no puede estar escondido muy lejos; sin embargo, excluyo la posibilidad de que el Ministro lo lleve consigo.
—Desde luego —dijo el Prefecto—. Ha sido atacado dos veces por salteadores falsos, y rigurosamente registrado bajo mi vista.
—Usted podía haberse ahorrado ese trabajo —dijo Dupin—. Presumo que D. no es un insensato. Tiene que haber previsto esa táctica.
—No será un insensato —dijo el Prefecto—. Pero es un poeta, lo que no es muy distinto.
—Cierto —dijo Dupin—, aunque yo mismo haya cometido algunas rimas.
—Refiéranos los detalles de la investigación —propuse yo.
—He aquí los hechos: tomábamos nuestro tiempo y buscábamos por todas partes. Tengo mucha experiencia en estos asuntos. Recorrimos el edificio, cuarto por cuarto, dedicando una noche entera a cada uno. Examinamos primero los muebles. Abríamos todos los cajones. Supongo que usted sabe que para nosotros no hay cajones secretos. Sólo un imbécil puede no descubrir un cajón secreto.
El asunto es muy simple. Cada escritorio tiene una capacidad determinada, fácil de calcular. Hay normas muy precisas. No se nos escapa una línea. Después tomamos las sillas. Investigamos los almohadones con esas largas agujas que ustedes me han visto emplear. Desarmábamos las mesas.
—¿Por qué?.
—A veces la persona que desea ocultar un objeto levanta una de las tablas de la mesa, hace una cavidad en lo alto de la pata, deposita adentro el objeto y repone la tabla. Suele hacerse lo mismo con las perillas de las camas.
—¿Pero no suenan a hueco esos muebles? —pregunté.
—De ningún modo, si la cavidad se rellena con algodón. Además, teníamos que bajar sin hacer ruido.
—Pero ustedes no pueden haber desarmado todos los muebles. Con una carta puede hacerse un delgado cilindro en espiral, una especie de aguja, que puede introducirse en el travesaño de una silla. ¿Ustedes no desarmaron todas las sillas?
—Creo que no; pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de cada silla, y todas las junturas, con un poderoso microscopio. Hubiéramos notado inmediatamente cualquier reajuste. Una partícula de aserrín hubiera sido tan visible como una manzana.
—Supongo que ustedes registraron cada espejo, entre el cristal y el marco, y las camas y la ropa de cama, y, también las cortinas y las alfombras.
—Por supuesto; y cuando acabamos con los muebles, registramos el edificio. Dividimos toda la superficie en compartimentos, que numeramos, para evitar omisiones. Después registramos el terreno y las dos casas contiguas, con el microscopio, como siempre.
—¡Las dos casas contiguas! —exclamé—. Ustedes han trabajado muchísimo.
—Muchísimo; pero la recompensa que ofrecen es prodigiosa.
—¿Examinaron también el terreno de las casas?
—Todo el terreno está enladrillado; nos dio poco trabajo. Examinamos las junturas de los ladrillos y estaban intactas.
—¿Examinaron lo Papeles del ministro y todos los volúmenes de la biblioteca?
—Por cierto; abrimos todos los paquetes y legajos; no sólo abrimos todos los libros: los examinamos hoja por hoja. Medimos también el espesor de cada encuadernación, con la más cuidadosa exactitud, empleando siempre el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada para ocultar la carta, lo habríamos notado inmediatamente.
—¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
—Removimos todas las alfombras y revisamos los bordes con el microscopio.
—¿Y el empapelado?
—También.
—¿Registraron los sótanos?
—Sí.
—Entonces —dije— ustedes se han equivocado, la carta no está en la casa del Ministro.
—Temo que tenga usted razón —dijo el Prefecto—. Y ahora, Dupin, qué me aconseja?
—Volver a revisar la casa del Ministro.
—Es absolutamente innecesario —respondió G.—. Estoy seguro de que la carta no está en la casa.
—Pues no tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin—. Tendrá usted, como es natural, una precisa descripción de la carta.
—Ya lo creo.
El Prefecto sacó la cartera y nos leyó en voz alta una descripción de la carta robada. Poco después se fue, abatidísimo.
Al mes siguiente volvió a visitarnos, casi a la misma hora. Tomó una pipa, se dejó caer en un sillón y cuidadosamente habló de cosas banales. Por último, le dije:
—Y bien, G., ¿qué hay de la carta robada? —Se ha convencido usted de que es imposible sorprender al Ministro?
—Que el diablo se lo lleve: así es. Seguí el consejo de Dupin, revisé la casa, pero todo fue inútil.
—¿A cuánto asciende la recompensa? —preguntó Dupin.
—A una gran cantidad. A una suma muy importante. No quiero decir cuanto precisamente, pero diré una cosa: estoy listo a firmar un cheque por cincuenta mil francos a quien me dé la carta.
—En tal caso —dijo Dupin, abriendo un cajón y —sacando un libro de cheques—, hágame un cheque por la cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.
Quedé atónito. El Prefecto, durante algunos minutos, permaneció en silencio e inmóvil, mirando fascinado a Dupin. Después, como volviendo en sí, tomó temblorosamente una pluma, llenó el cheque y lo entregó a Dupin. Este lo examinó sin apuro, y lo depositó en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la puso en manos de G. Este se abalanzó sobre ella con éxtasis, la abrió, la contempló largamente y, sin una palabra, sin un saludo, salió del cuarto de la casa, transfigurado.
Cuando nos quedamos solos, mi amigo entró en explicaciones.
—La policía de París —dijo— es muy eficaz. Es perseverante, ingeniosa y muy versada en los conocimientos que sus tareas exigen. Así, cuando G. nos detalló su modo de registrar la casa del Ministro, no puse en duda la perfección de ese trabajo, dentro de sus limitaciones.
—¿Dentro de sus limitaciones?
—Sí —dijo Dupin—. Las disposiciones adoptadas eran las mejores; su ejecución, perfecta. Si la carta hubiera estado al alcance de la búsqueda, los agentes la habrían descubierto.
Me sonreí; pero mi amigo prosiguió con evidente seriedad.
—Las disposiciones y la ejecución eran perfectas; pero no eran aplicables ni al caso ni al hombre. Una serie de recursos muy ingeniosos son para G. una especie de lecho de Procusto, que deforma todos sus planes. Continuamente se equivoca por exceso de profundidad o de superficialidad, y muchos escolares razonan mejor que él. “Me acuerdo de una, de ocho o nueve años, cuyo éxito en el juego de pares e impares provocaba unánime asombro. Este juego es muy simple; se juega con bolitas. Un jugador tiene en la mano unas cuantas bolitas y pregunta a otro si el número es par o impar. Si éste adivina, gana una bolita; si no, pierde una. El niño de que hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Tenía, por supuesto, un procedimiento: se fundaba en la observación de la mayor o menor astucia de los contrarios. Por ejemplo, el contrario es un imbécil. Levanta la mano y pregunta: ¿Son pares o impares? El niño dice impares y pierde, pero gana la segunda vez, porque reflexiona: en la primera jugada el tonto puso un número par y, su pobre astucia apenas le alcanza para poner impares en la segunda; apostaré a que son impares. Apuesta y gana. Con un adversario algo menos tonto, hubiera razonado así: éste, para la segunda jugada, se propondrá una mera variación de pares a impares, pero en seguida pensará que esta variación es demasiado evidente y, finalmente, se resolverá a repetir un número impar; apostaré a impar. Apuesta y gana. Ahora, ¿en qué consistía el procedimiento de este niño a quien llamaban afortunado los compañeros?
—Consistía —dije— en la identificación de su inteligencia con la del contrario.
—Así es —dijo Dupin— y cuando le pregunté cómo lograba esa identificación, me respondió: cuando quiero saber lo inteligente, lo estúpido, lo bueno, lo malo que es alguien, o en qué está pensando, trato de que la expresión de mi cara se parezca a la suya y luego observo los pensamientos y sentimientos que surgen en mí. Esta; contestación del niño contiene toda la sabiduría que se atribuyen La Rochefoucauld, La Bruyére, Maquiavelo, Campanella.
—Y esa identificación —dije— depende, si no me engaño, de la precisión con que se adivina la inteligencia de otro.
—En efecto —dijo Dupin—, G. y sus hombres fracasan porque nunca toman en cuenta el tipo de inteligencia del adversario; se atienen a su propia inteligencia, a su propia astucia; cuando buscan un objeto escondido, se guían fatalmente por los medios que ellos habrían empleado para esconderlo, En general no se equivocan; su astucia es la del vulgo. Pero cuando la astucia del delincuente difiere de la de ellos, éste, por supuesto, los derroca. Así ocurre cuando esa astucia excede a la de ellos, y, a veces, cuando es inferior. Sus principios de investigación no varían; cuando es extraordinario el estímulo, cuando les ofrecen una gran recompensa, exageran las prácticas habituales, sin modificar los principios. Por ejemplo, en el caso del Ministro, ¿qué variación ensayaron? Ese escrutinio numerado, clasificado y microscópico ¿qué es sino la exageración del principio, o serie de principios de busca, que, siempre ha ejercido el Prefecto, en la larga rutina de su deber? Ha postulado que, ante el problema de esconder una carta, todos los hombres recurren, sino precisamente a una cavidad hecha por un taladro, a un subterfugio análogo. Ahora bien, los escondrijos de ese tipo corresponden a ocasiones comunes y a inteligencias comunes; pues, en todos los casos de ocultación de un objeto, los pesquisantes presumen que ha sido escondido de esta manera, y el descubrimiento depende, no de la perspicacia, sino del mero cuidado, paciencia y perseverancia; y cuando el caso es importante —o lo que significa lo mismo para la policía, cuando la recompensa es considerable—, siempre se descubre el objeto. Por eso dije que si hubieran escondido la carta en el sector previsto por la investigación del Prefecto —vale decir, si el método seguido en la ocultación hubiera sido el método seguido en la pesquisa—, el descubrimiento habría sido inevitable. El Prefecto, sin embargo, ha sido burlado; y la causa remota de su fracaso es la suposición de que el Ministro es un imbécil, porque ha logrado fama de poeta. Todos los imbéciles son poetas; así lo siente el Prefecto e incurre en una non distributio medii al inferir que todos los poetas son imbéciles.
—Pero ¿se trata del poeta? —pregunté—. Son dos hermanos ambos de renombre en las letras. Entiendo que el Ministro ha escrito sobre el cálculo diferencial. Es matemático, no poeta.
—Usted se equivoca. Lo conozco bien: es ambas cosas. Como poeta y matemático habría razonado bien. Como simple matemático, no habría razonado, y estaría a merced del prefecto.
—Esas opiniones —le dije— contradicen la exposición del mundo. Siempre se ha pensado que la razón matemática es la razón por excelencia.
—Il y a à Parier —dijo Dupin, citando a Chamfort— que toute convention recue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Concedo que los matemáticos han hecho todo lo posible para divulgar ese error. Con un arte digno de mejor causa, han introducido el término análisis en el álgebra. En este caso particular, los responsables somos los franceses; pero si las palabras tienen alguna importancia, si el uso les da algún valor, análisis tiene tanto que ver con álgebra como, en latín, ambitus con ambición, religio con religión, homines honesti con un conjunto de hombres honestos.
—Usted va a tener una polémica —dije— con todos los algebristas de París, pero continúe.
—Niego la validez y, por consiguiente, el valor de una razón que se cultiva de una manera que no sea la abstractamente lógica. Las matemáticas son la ciencia de la forma y de la cantidad; el razonamiento matemático no es otra cosa que la lógica aplicada a la observación de la forma y de la cantidad. El error consiste en suponer que las verdades de lo que llamamos álgebra pura, son verdades abstractas o generales. Y este error es tan evidente que me asombra la unanimidad con que ha sido aceptado. Los axiomas matemáticos no son axiomas de verdad general. Lo que es verdad respecto a las relaciones de forma y cantidad suele ser falso respecto a la ética, por ejemplo. En esta última ciencia es generalmente incierto que la suma de las partes sea igual al todo. En química el axioma falla también. Falla en la consideración de motivos; pues dos motivos, cada uno de un valor dado, no tienen necesariamente, cuando se los une, un valor igual a la suma de sus valores individuales. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son verdades dentro de los limites de la relación. Pero el matemático infiere, de sus verdades finitas, todo un sistema de razonamientos, como si esas verdades fueran de aplicabilidad general, según la opinión de la gente. Bryant, en su muy erudita Mitología, menciona una equivocación análoga cuando dice que “aunque las fábulas paganas no son creídas, lo olvidamos continuamente y sacamos conclusiones de ellas”. Los algebristas, todavía más equivocados, creen en sus fábulas paganas y sacan conclusiones, no tanto por un defecto de su memoria, como por inexplicable confusión mental. En una palabra, no he conocido un algebrista que pudiera alejarse sin riesgo del mundo de las ecuaciones o que no profesara el clandestino artículo de fe de que (a + b)² es incondicionalmente igual a a² + 2 a b + b² . Diga usted a uno de esos caballeros que, en ciertas ocasiones, (a + b)² puede no equivaler estrictamente a a² + 2 a b + b², y antes de acabar su explicación eche a correr para que no lo destroce.
—Quiero decir —prosiguió Dupin— que si el Ministro hubiera sido un simple matemático, el Prefecto no me habría entregado este cheque. Yo sabía, sin embargo, que era matemático y poeta, y me atuve a esa doble capacidad. Lo conocía como cortesano, también, y como un audaz intrigant. Un hombre así, pensé, no podía ignorar los modos habituales de la policía. No podía no prever los atracos a que sería sometido. Tiene que haber previsto, reflexioné, los secretos exámenes de su casa. Comprendí que sus frecuentes ausencias eran deliberadas: el propósito era facilitar los registros, convencer a la policía de que la carta no se hallaba en su casa. Comprendí que D. había seguido un razonamiento análogo al mío sobre los invariabIes principios de la policía para buscar objetos ocultos.
Ese razonamiento le haría desdeñar todos los escondrijos posibles. No podía ignorar que los rincones más intrincados y remotos serían evidentes a los ojos, a las sondas, a los barrenos y a los microscopios del Prefecto. Vi que la necesidad y la reflexión le aconsejarían el empleo de un recurso muy simple.
—Hay un juego de niños —continuó Dupin— que se juega con un mapa. Un jugador pide a otro que encuentre una palabra determinada —el nombre de una ciudad, de un río, de un estado o imperio—, una de las palabras, en fin, que registra la abigarrada y confusa superficie del mapa. El novicio trata de confundir a su adversario eligiendo nombres impresos en letra diminuta. Pero los expertos eligen palabras impresas en enormes letras. Estas, de tan evidentes que son, resultan imperceptibles. Tal vez, ante el problema de la ocultación de la carta, el Ministro había seguido un criterio análogo.
Una mañana me puse unos anteojos ahumados y me presente en casa del Ministro. Lo encontré bostezando, haraganeando y fingiendo tedio. Es, quizá, el hombre más enérgico de París, pero sólo cuando nadie lo ve.
Para no ser menos, me quejé de la debilidad de mi vista y deploré la necesidad de usar anteojos. Mientras tanto, examiné cautelosamente la pieza.
Examiné con atención especial una gran mesa de trabajo en la que había unas cartas, unos papeles, uno o dos instrumentos musicales y algunos libros. Ahí sin embargo nada suscitó mis sospechas.
Mis ojos, ya recorrido todo el cuarto, dieron con una miserable tarjetera de cartón, que pendía de una cinta azul, sobre la chimenea. En esa tarjetera, que tenía tres o cuatro compartimentos, había unas cuantas tarjetas de visita y una sola carta. Esta última estaba arrugada y manchada. Estaba casi partida en dos, por la mitad; como si alguien hubiera querido romperla y luego hubiera cambiado de propósito. Tenía un gran sello negro, con el membrete de D. muy visible, y estaba dirigida, con diminuta letra de mujer, al mismo D. Estaba metida de un modo negligente, casi desdeñoso, en uno de los compartimentos superiores. Apenas miré esta carta comprendí que era la que buscábamos. Es verdad que difería totalmente de la que había descripto el Prefecto. El sello no era ni pequeño ni rojo ni ostentaba las armas de la familia de S.: era grande y negro, con el membrete de los D. El sobre estaba dirigido al Ministro, con diminuta letra de mujer; el de la carta original estaba dirigido a una persona de la casa reinante, con ostentosa letra de hombre; sólo coincidía el tamaño del sobre. Pero lo simétrico de esas diferencias, que era excesivo; las manchas, lo roto y sucio del papel, tan incompatibles con las costumbres metódicas del Ministro y tan sugestivas de un propósito de insinuar al observador la total insignificancia del documento; estas cosas, digo, y su deliberada exhibición a la vista de todos, corroboraron mis sospechas. Prolongué mi visita y, mientras discutía con D. un tema que invariablemente le interesaba, no dejé de observar la carta. Aprendí, de memoria su apariencia y su disposición en el tarjetero; ese examen intermitente me permitió descubrir un detalle que eliminó mis últimas dudas. Vi que los filos del papel parecían muy chafados. Tenían la apariencia de un papel rígido cuyos dobleces han sido invertidos. Este descubrimiento me bastó. La carta había sido dada vuelta como un guante, de adentro para afuera.
Le hablan puesto una nueva dirección y un nuevo sello.
Saludé al Ministro y me fui, olvidando sobre la mesa una caja de oro, para rapé. Al día siguiente fui a buscarla y renovamos la conversación de la víspera. Bajo la ventana, en la calle, sonó un disparo, seguido por gritos de terror. D. se precipitó a la ventana, la abrió y miró hacia la calle; aproveché ese instante para cambiar la carta del tarjetero por un facsímil que había preparado en casa.
El tumulto había sido ocasionado por un hombre con un fusil; había hecho fuego en medio de la calle. Probó, sin embargo, que el arma estaba descargada y le permitieron que siguiera su camino como a un lunático o a un ebrio. Al poco rato me despedí. El supuesto lunático era, naturalmente, un empleado mío.
—Pero ¿qué propósito tenía usted —pregunté— para reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido mucho mis simple apoderarse de ella en la primera visita?
—El Ministro —replicó Dupin— es inescrupuloso y valiente. Además, no carece de seguidores fieles. El acto que usted me sugiere podía haberme costado la vida. Otros fines me obligaban a ser prudente. Usted conoce mi tendencia política: en este asunto he obrado como partidario de la dama comprometida. Durante dieciocho meses el Ministro la ha tenido en su poder; ahora, ella lo tiene en su poder. D. ignora que le han sacado la carta y continuará con sus exigencias. El mismo será, de este modo, el artífice de su ruina política. Su caída, además, no será más abrupta que torpe. Es muy común hablar del facilis descensus Averni; pero en todas las cuestas, como la Catalani dijo del canto, es más arduo bajar que subir. En este caso, no tengo simpatía ni piedad por el que desciende. Es el monstrum horrendum, es el hombre genial, inescrupuloso. Confieso, sin embargo, que me gustaría ver su reacción cuando, desafiado por la persona a quien el Prefecto llama “de la más encumbrada categoría se vea obligado a abrir la carta que he dejado en el tarjetero.
—¿Cómo? ¿Usted no dejó sobre vacío?
—No, eso hubiera sido injurioso. D., en Viena, me Jugó una mala jugada y yo le dije, con todo buen humor, que no la olvidaría. Pensé que le interesaría conocer la identidad de la persona que lo había derrotado; le dejé un indicio. D. conoce mi letra; me limité a escribir, en medio de la página, estas palabras:
—Un
deisein si funeste,
S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.
Pertenecen a la Atrea, de Crébillon.
Fotografías: Borges en la tumba de Poe en Baltimore, 1983
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