Discurso Juan Carlos Onetti, Premio Cervantes 1980
"Majestades, excelentísimos señores académicos, dignísimas autoridades, señoras y señores: Yo nunca he sabido hablar ni bien ni regular. La elocuencia, atributo muy hispánico, me ha sido vedada. Hablo mal en privado, por eso hablo poco en las pequeñas reuniones de amigos, y hablo peor en público, por lo cual sería mejor para ustedes que no les dijera nada. Me resistí siempre a ofrecimientos, insistencias e incredulidades, sin saber que una fatalidad inexorable me obligaría a hablar públicamente, por primera vez, en España. Para desilusión de mis oyentes, muchos de ellos magistrales conversadores, mi torpeza oratoria se vio penosamente confirmada.
Hoy, sin embargo, me presento ante ustedes con temerosa
alegría porque, por una única vez, estoy dispuesto a hablar, no sólo porque
debo, sino porque quiero hacerlo. Porque quiero manifestar de viva voz -o con
una voz más o menos viva- la profundidad de mi gratitud a España.
El viejo Heráclito el Oscuro dejó escritas estas sibilinas
palabras: "Si no esperas, no te sobrevendrá lo inesperado". He
descubierto que, sin darme cuenta, hubo algo que esperé a lo largo de mi vida,
y que, inesperadamente, me ha sobrevenido en España. No me refiero al Premio
Cervantes en sí, ni a eso que llaman fama o gloria, sino a una forma de
humanidad, de amistad, de cordialidad, de entendimiento que he encontrado aquí,
y que dudo se prodigue en otra región de la tierra con tanta generosidad como
en ésta. Digo estas palabras no sólo pensando en mí, sino en miles de hijos de
América que han hallado su nueva patria en la patria de Cervantes.
Que un hombre, a mi edad, se vea rodeado de pronto, sin
merecerlas, por tantas formas de amor y de la comprensión, ya es, en sí mismo,
uno de los mejores dones que el destino puede depararle, un regalo de los
dioses, algo que, por desgracia, sucede muy pocas veces. En mi caso particular
tengo más motivos que la mayoría por estar agradecido: llegué a España con la
convicción de que lo había perdido todo, de que sólo había cosas que dejaba
atrás y nada que me pudiera aguardar en el futuro. De hecho, ya no me
interesaba mi vida como escritor.
Sin embargo, aquí estoy, unos cuantos años después,
sobrevivido. Esta sobrevida es lo primero que debo a los españoles. Estos años
de regalo, en los cuales he vuelto a escribir con ganas, después de mucho
tiempo de no hacerlo. He creído, gracias a esta tierra generosa, que todavía
tenía algo que decir, un penúltimo grano de arena.
Ya que hablamos de primicias españolas, con relación siempre
a mi persona, es conveniente que se sepa que el jurado del Premio Cervantes ha
tenido en esta ocasión la quijotesca ocurrencia de otorgar esa gran distinción
a alguien que desde su juventud estaba acostumbrado a ser un perdedor
sistemático, a un permanente segundón que hasta entonces sólo había pagado a "placé"
-o a colocado, como se dice en España- y que no tenía ninguna victoria en su
palmarés. No dejo de pensar, a veces, en la irónica y compasiva justicia -o
injusticia- de este, para mí, sorprendente fallo con que me han beneficiado.
Cervantinos siempre, quijotescos, los miembros del jurado transformaron el
pasado molino de viento de mis novelas en un soberbio gigante Briareo de cien
brazos.
He leído a Cervantes, y en particular al Quijote, incontables
veces. Era un niño cuando lo descubrí, y espero volver a leerlo una vez más,
por lo menos, antes de morirme. Lo que nunca pude imaginar, ni siquiera en los
momentos más delirantes de mi existencia, es que mi nombre llegara a estar
unido al suyo. Hoy, por méritos que otros me han exagerado, lo está. Les agradezco
su delirio, superior al mío. Para mí, de todos modos, no puede haber mayor
motivo de emoción y de orgullo. Para mí y para todo novelista auténtico.
He dicho que soy desde la infancia un inveterado y ferviente
lector de Cervantes. Todos los novelistas, sea cual sea el idioma en que
escribamos, somos deudores de aquel hombre desdichado y de su mejor novela, que
es la primera y también la mejor novela que se ha escrito. Una novela en la que
todos hemos entrado a saco, durante siglos, y que, a pesar de nosotros y de tan
repetida depredación, se mantiene, como el primer día, intocada, misteriosa,
transparente y pura.
A pesar de que hay en este recinto muchas personas más cultas
y talentosas que yo, y a pesar de provenir, como provengo, de un lejano
suburbio de la lengua española, me atreveré a dar una tímida opinión personal
sobre uno de los incontables valores de la obra de Cervantes y, en especial,
del Quijote.
El planteamiento del libro, su esencial libertad creativa e
imaginativa marcan la pauta, conquistan el terreno sin límites en el que
germinará y se desarrollará toda la novelística posterior. El maravilloso
entramado de la más cruda realidad y la fantasía más exaltada, la magia
prodigiosa de dar vida permanente a todo lo que su mano, como al descuido, va
tocando, son virtudes que ya han sido, y siempre serán, alabadas, aplaudidas y
comentadas.
Yo no voy a referirme en este caso a la estética, a la
técnica narrativa ni a la creación novelística de Cervantes, sino a otro
sustantivo, tan inmediato siempre a la verdadera poesía y que yo he mencionado
al pasar: la libertad. Porque el Quijote es, entre otras cosas, un ejemplo
supremo de libertad y de ansia de libertad.
Mi entrañable amigo, el gran poeta Luis Rosales, tuvo el
acierto de titular a uno de sus libros exactamente así: Cervantes y la
libertad. Un enorme acierto, una enorme verdad. Porque la libertad ha sido
siempre una principal preocupación, y también una causa principal, para todos
los hombres sensibles e inteligentes. Esta libertad que hoy respiramos,
sencillamente, sin esfuerzo, como sin darnos cuenta. Esta libertad que a muchos
parece trivial, aburrida, insignificante. Yo, que he conocido la libertad, y
también su escasez y su ausencia, puedo pedir que siga siendo siempre así. Un
aire habitual, sin perfumes exóticos, que se respira junto con el oxígeno, sin
pensarlo, pero conscientes de que existe.
Amparándome en esta comprensión, en este sentido del humor
(que no es un invento exclusivamente británico, sino también y principalmente
español), protegido de esta forma, me permito declarar que yo, si tuviera el
poder suficiente, que nunca tendré, hacia un solo cercenamiento a la libertad
individual: decretaría, universalmente, la lectura obligatoria del Quijote.
Dijo Flaubert, quizá con excesiva ingenuidad, que si los
gobernantes de su tiempo hubieran leído La educación sentimental, la guerra
franco-prusiana jamás se habría producido. Por mi parte les pediría que leyeran
a Cervantes, al Quijote. Confío en que si lo hicieran, nuestro mundo sería un
poco mejor, menos ciego y menos egoísta.
Esta Libertad que yo le debo a España se la debo también,
como todos los españoles y no españoles que vivimos sobre este suelo,
principalmente a su Rey. Yo, que sufrí amargamente años atrás la derrota de un
gobierno legítimo español, y que he sido toda la vida un demócrata convencido,
nunca imaginé que me llegaría el día de hacer un elogio público y sincero a un
Rey, a un monarca en cuanto tal, es decir: por el hecho mismo de ejercer la
jefatura del Estado. Hoy lo hago fervorosamente, y querría que todas las
repúblicas de América se enteraran de ello. El fantasma de aquel manco
desvalido, preso por deudas, vigila y sabe que no miento, que he dicho la
verdad, honestamente.
Pido permiso a los señores académicos para citar una vieja frase latina: "Ubi Libertas lbi Patri". Gracias, Majestad; gracias, España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Todos los comentarios son revisados antes de su publicación por el administrador.