La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo entero, ávido
de curiosidad, se había congregado en ella desde las primeras horas de la
mañana, en espera del gran acto de justicia a la que se había convocado la
víspera, solemnemente.
Se habían
suspendido todos los quehaceres particulares y todos los servicios públicos.
Allí estaban el jornalero, poncho al hombro, sonriendo con sonrisa idiota, ante
la frase intencionada de los corros; el pastor greñudo de de pantorrillas
bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como lianas en torno de un
tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de coca sempiterno; la mozuela
tímida y pulcra de pies limpios y bruñidos como acero pavonado, y uñas
desconchadas y roídas y faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja
regañona, haciendo perinolear al aire el huso mientras barcotea un rosario
interminable de conjuros, y el chiquillo, con su clásico sombrero de falda
gacha y capa cónica tiritando al abrigo de un ilusorio ponchito que apenas le
llega al vértice de los codos.
Y por entre esa
multitud, los perros, unos perros de color ámbar sucio, hoscos, de cabeza
angulosas y largas como cajas de violín, costillas transparentes, pelos
hirsutos, miradas de lobo, cola de zorro y patas largas, nervudas y nudosas
yendo y viniendo incesantemente, olfateando a las gentes con descaro,
interrogándoles con miradas de ferocidad contenida, lanzando ladridos
impacientes, de bestias que reclamaran su pitanza.
Se trataba de
hacerle justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno de sus miembros.
Conce Maille, ladrón incorregible, le había robado días antes una vaca. Un
delito que había alarmado a todos profundamente, no tanto por el hecho en sí
cuanto por la circunstancia de ser la tercera vez que un mismo individuo
cometía igual crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello significaba un
reto, una burla a la justicia severa e inflexible de los yayas, merecedora de
un castigo pronto y ejemplar.
Al pleno sol,
frente a la casa comunal y en torno de una mesa rústica y maciza, con una
macicez de mueble incaico, el gran concejo de los yayas, constituido en
tribunal, presidía el acto, solemne, impasible, impenetrable, sin más señales
de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas chacchadoras, que
parecían tascar un freno invisible.
De pronto los
yayas dejaron de chacchar, arrojaron de un escupitajo la papilla verdusca de la
masticación, limpiáronse en un pase de manos de las bocas espumosas y el viejo
Marcos Huacachino, que presidía el consejo, exclamó:
-Ya hemos cachado
bastante. La coca nos aconsejará en el momento de la justicia. Ahora bebamos
para hacerlo mejor.
Y todos servidos
por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un enorme vaso de
chacta.
-Que traigan a Conce Maille –ordenó Huacachino una vez que
todos terminaron de beber.
Y, repentinamente,
maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos, apareció ante el Tribunal un indio de edad incalculable, alto,
fornido, ceñudo y que parecía desdeñar las lujurias y amenazas de la
muchedumbre. En esa actitud, con la ropa ensangrentada y desgarrada por las
manos de sus perseguidores y las dentelladas de los perros ganaderos, el indio
más parecía la estatua de la rebeldía que la del abatimiento. Era tal la
regularidad de sus facciones de indio puro, la gallardía de su cuerpo, la
altivez de su mirada, su porte señorial que, a pesar de sus ojos
sanguinolentos, fluía de su persona una gran simpatía la simpatía que
despiertan los hombres que poseen la hermosura y la fuerza.
-¡Suéltenlo!
–exclamó la misma voz que había ordenado traerlo.
Una vez libre
Maille, se cruzó de brazos, irguió la desnuda y revuelta cabeza, desparramó
sobre el consejo una mirada sutilmente desdeñosa y esperó.
-José Ponciano te
acusa de que el miércoles pasado le robaste su vaca y que y que has ido a
vendérsela a los de Obas. ¿Tú qué dices?
-¡Verdad! Pero
Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados.
-¿Por qué entonces
no te quejaste?
-Porque yo no
necesito de que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela.
-Los yayas no
consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la hace pierde su
derecho.
Ponciano al verse
aludido, intervino:
-Maille está
mintiendo, taita. El toro que dice que yo le robé se lo compré a Natividad
Huaylas. Que lo diga; está presente.
-Verdad, taita –contestó un indio, adelantándose hasta
la mesa del consejo.
-¡Perro!
–gritó Maille, encarándose ferozmente a
Huaylas-. Tan ladrón tú como Ponciano. Todo lo que tú vendes es robado. Aquí
todos se roban.
Ante la
imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un movimiento de
impaciencia al mismo tiempo que muchos individuos del pueblo levantaban sus
garrotes en son de protesta y los blandían gruñendo rabiosamente. Pero el jefe
del tribunal, más inalterable que nunca, después de imponer silencio con gesto
imperioso dijo:
-Conce Maille, has
dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Podríamos castigarte entregándote
a la justicia del pueblo, pero sería abusar de nuestro poder.
Y dirigiéndose al
agraviado José Ponciano, que desde uno de los extremos de la mesa, miraba
torvamente a Maille, añadió:
-¿En cuánto
estimas tu vaca, Ponciano?
-Treinta soles,
taita. Estaba para parir, taita.
En vista de estas
respuestas el presidente se dirigió al público en esta forma:
-¿Quién conoce la
vaca de Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano?
Muchas voces
contestaron a un tiempo que la conocían y que podría costar realmente los
treinta soles que le había fijado su dueño.
-¿Has oído,
Maille? –dijo el presidente al aludido.
-He oído, pero no
tengo dinero para pagar.
-¡Tienes ganado,
tienes tierras, tienes casa. Se te embargará uno de tus ganados, y como tú no
puedes seguir aquí porque es la tercera vez que compareces ante nosotros por
ladrón, saldrás de Chupán inmediatamente y para siempre. La primera vez te
aconsejamos lo que debías hacer para que enmendaras y volvieras a ser hombre de
bien. No has querido. Te burlas de yaachisum.
La segunda vez tratamos de ponerle bien con Felipe Tacuche, a quien le
robaste diez carneros. Tampoco hiciste caso del alli-achusun, pues no has
querido reconciliarte con tu agraviado y vives amenazándole constantemente… Hoy
le ha tocado a Ponciano ser el perjudicado y mañana quién sabe a quién le
tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de botarte y
aplicarte el jirarishum. Vas a irte para no volver más. Si vuelves, ya sabes lo
que te espera: te cogemos y te aplicamos ushanam-jampi. ¿Has oído bien Conce
Maille?
Maille se encogió de hombros, miró al
tribunal con indiferencia, echó mano al huallqui que, por milagro había
conservado en la persecución y sacado un poco de coca se puso a chacchar
lentamente.
El presidente de
los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de desafío del acusado,
dirigiéndose a sus colegas, volvió a decir:
-Compañeros, este
hombre que está delante de nosotros es Conce Maille, acusado por tercera vez de
robo en nuestra comunidad. El robo es notorio; no lo ha desmentido, no ha
probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer con él?
-Botarlo de aquí,
aplicarle jirarishum, - contestaron a
una voz los yayas, volviendo a quedar mudos e impasibles.
-¿Has oído Maille?
Hemos procurado hacerte un hombre de bien; pero no lo has querido. Caiga sobre
ti el jirarishum.
Después
levantándose y dirigiéndose al pueblo, añadió con voz solemne y más alta que la
empleada hasta entonces.
-Este hombre que
ven aquí es Conce Maille, a quien vamos a botar de la comunidad por ladrón. Si
alguna vez se atreve a volver a nuestras tierras cualquiera de los presentes
podrá matarlo. No lo olviden. Decuriones, cojan a ese hombre y sígannos
Y los yayas,
seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron la plaza, atravesaron el
pueblo y comenzaron a descender por una escarpada senda, en medio de un
imponente silencio. Hasta los perros, momentos antes inquietos, bulliciosos,
marchaban en silencio, gachas las orejas y las colas, como percatados de la
solemnidad del acto.
Después de un cuarto
de hora de marcha por senderos abruptos,
el jefe de los yayas levantó su vara de alcalde y la extraña procesión se
detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de Chupán de las de Obas.
-¡Suelten a ese
hombre! –exclamó el yaya de la vara.
-Y dirigiéndose al
reo:
-Conce Maille:
desde este momento tus pies no pueden seguir pisando nuestras tierras porque
nuestros jircas se enojarían, y su enojo causaría la pérdida de las cosechas y
se secarían las quebradas y vendría la peste. Pasa el río y aléjate para
siempre de aquí.
Maille volvió la
cara hacia la multitud que con gesto de asco e indignación, más afligido que
real, acababa de acompañar las palabras sentenciosas del yaya, y después de
lanzar al suelo un escupitajo enormemente despreciativo, con ese desprecio que
sólo el rostro de un indio es capaz de expresar, exclamó:
-¡Ysmayta-micuy!
- Y de cuatro
saltos salvó las aguas del Chillán y desapareció entre los matorrales de la
banda opuesta, mientras los perros ladraban furiosamente, sin atreverse a
penetrar en las cristalinas y bulliciosas aguas del riachuelo.
Si para cualquier
hombre la expulsión es una afrenta, para un indio, y un indio como Conce
Maille, la expulsión de la comunidad significa todas las afrentas posibles, el
resumen de todos los dolores frente a la pérdida de todos los bienes; la choza,
la tierra, el ganado, el jirca y la familia. Sobre todo, la choza.
El jirarishum es
la muerte civil del condenado, una muerta de la que jamás se vuelve a la
rehabilitación; que condena al indio al ostracismo perpetuo y parece marcarle
con un signo que le cierra para siempre las puertas de la comunidad. Se le deja
solamente la vida para que vague con ella a cuestas por quebradas, cerros,
punas y bosques, o para que baje a vivir en las ciudades bajo las férulas del
misti; lo que para un indio altivo y amante de las alturas es un suplicio y una
vergüenza.
Y Conce Maille, dada su naturaleza rebelde y combativa, jamás
podría resignarse a la expulsión que acababa de sufrir. Sobre todo, habían dos
fuerzas que le atraían constantemente a la tierra perdida: su madre y su choza.
¿Qué iba a ser de su madre sin él? Este pensamiento le irritaba y le hacía
concebir los más inauditos proyectos. Y exaltado por los recuerdos nostálgico y
cargado su corazón de odio, como una nube, de electricidad, harto en pocos días
de la vida de azar y merodeos que se le obligaba a llevar, volvió a repasar, en
las postrimerías de una noche, el mismo riachuelo que un mes antes cruzara a
pleno sol, bajo el sol, bajo el silencio de una poblada hostil y los ladridos
de una jauría famélica y feroz.
A pesar de su
valentía, comprobada cien veces, Maille, al pisar la tierra prohibida, sintió
como una mano que le apretara el corazón, y tuvo miedo. ¿Miedo de qué? ¿De la
muerte? Pero ¿qué podría importarle la muerte a él, acostumbrado a jugarse la
vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y sus cien tiros? Lo suficiente
para batirse con Chupán entero escapar y cuando se le antojara.
Y el indio, con el
arma preparada, avanzó cauteloso, auscultando todos los ruidos, oteando los
matorrales, por la misma senda de los despeñaderos y de los cactus tentaculares y amenazadores
como pulpos, especie de vía crucis, por donde solamente se atrevería a bajar,
pero nunca a subir, los chupanes, por estar reservada para los grandes momentos
de su feroz justicia. Aquello era como la roca Tarpeya del pueblo.
Maille salvó todas
las dificultades de la ascensión y, una vez en el pueblo, se detuvo frente a
una casucha y lanzó un grito breve y gutural, lúgubre, como el gruñido de un
cerdo dentro de un cántaro. La puerta se abrió y dos brazos se enroscaron al
cuello del proscrito, al mismo tiempo que una voz decía:
-Entra guagua-yau,
entra. Hace muchas noches que tu madre no duerme esperándote. ¿Te habrán visto?
Maille, por toda
respuesta, se encogió de hombros y entró.
Pero el gran
consejo de los yayas, sabedor por experiencia propia de lo que el indio su
hogar, del gran dolor que siente cuando se ve obligado a vivir fuera de él, de
la rabia con que se adhiere a todo lo suyo, hasta el punto de morirse de
tristeza cuando le falta poder para
recuperarlo, pensaba: “Maille, volverá cualquier noche de estas; Maille es
audaz, no nos teme, nos desprecia, y cuando él sienta el deseo de chacchar bajo
su techo y al lado de la vieja Natalia, no habrá nada que lo detenga”.
Y los yayas pensaban bien. La choza sería la
trampa en que habría de caer alguna vez el condenado. Y resolvieron vigilarla
día y noche, por turno, con disimulo y tenacidad verdaderamente indios.
Por eso aquella
noche, apenas Conce Maille penetró a su casa, un espía corrió a comunicar la
noticia al jefe de los yayas.
-Conce Maille ha
entrado a su casa, taita. Natalia le ha abierto la puerta –exclamó palpitante,
emocionado, estremecido aún por el temor, con la cara de un perro que viera a
un león de repente.
-¿Estás seguro,
Santos?
-Sí, taita,
Nastasia lo abrazó. ¿A quién podría abrazar la vieja Natalia, taita? Es Cunce…
-¿Está armado?
-Con carabina,
taita. Sí vamos a sacarlo, iremos todos armados Cunce es malo y tira bien.
Y la noticia se esparció por el pueblo
eléctricamente… “¡Ha llegado Cunce Maille! ¡Ha llegado Cunce Maille!” era la
frase que repetían todos estremeciéndose. Inmediatamente se formaron grupos.
Los hombres sacaron a relucir sus grandes garrotes –los garrotes de los
momentos trágicos-; las mujeres, en cuclillas, comenzaron a formar ruedas
frente a la puerta de sus casas, y los perros, inquietos, sacudidos por el
instinto, a llamarse y a dialogar a la distancia.
-¿Oyes Cunce?
–murmuró la vieja Natasia, que, recelosa
y con el oído pegado a la puerta, no perdía el menor ruido, mientras aquel,
sentado sobre un banco, chacchaba impasible, como olvidado de las cosas del
mundo-. Siento pasos que se acercan, y los perros se están preguntando quién ha
venido de fuera. ¿No oyes? Te habrán visto.. ¡Para qué habrás venido
guagua-yau!
Conce hizo un
gesto desdeñoso y se limitó a decir:
-Ya te he visto,
mi vieja, y me he dado el gusto de saborear una chaccha en mi casa. Voime ya.
Volveré otro día.
Y el indio,
levantándose y fingiendo una brusquedad que no sentía, esquivó el abrazo de su
madre y, sin volverse, abrió la puerta, asomó la cabeza a ras del suelo y
atisbó. Ni ruidos, ni bultos sospechosos; sólo una leve y rosada claridad
comenzaba a teñir la cumbre de los cerros.
Pero Maille era
demasiado receloso y astuto, como buen indio, para fiarse de ese silencio.
Ordenóle a su madre pasar a la otra habitación y tenderse boca abajo; dio en
seguida un paso atrás, para tomar impulso, y de un gran salto al sesgo salvo la
puerta y echó a correr como una exhalación. Sonó una descarga y una lluvia de
plomo acribilló la puerta de la choza, al mismo tiempo que innumerables grupos
de indios armados de todas armas, aparecían por todas partes gritando: ¡Muera Conce
Maille! ¡Ushanam-jampi! ¡Ushanam-jampi!
Maille apenas
logró correr unos cien pasos, pues otra descarga, que recibió de frente, le
obligó a retroceder y escalar de cuatro saltos felinos el aislado campanario de
la iglesia, desde donde, resuelto y feroz, empezó a disparar certeramente sobre
los primeros que intentaron alcanzarle.
Entonces comenzó
algo jamás visto por esos hombres rudos y acostumbrados a todos los horrores y
ferocidades; algo que, iniciado con un reto, llevaba trazas de acabar en una
heroicidad monstruosa, épica, digna de la grandeza de un canto.
A cada diez tiros
de los sitiadores, tiros inútiles, de rifles anticuados, de escopetas
inválidas, hechos por manos temblorosas, el sitiado respondía con uno
invariablemente certero, que arrancaba un lamento y cien alaridos. A las dos
horas había puesto fuera de combate a una docena de asaltantes, entre ellos a
un yaya, lo que había enfurecido al pueblo entero.
-¡Tomen, perros!
–gritaba Maille a cada indio que derribaba-. Antes que me cojan mataré
cincuenta. Cunce Maille vale cincuenta perros chupanes. ¿Dónde está Marcos
Huacachino? ¿Quiere un poquito de cal para su boca con esta shipina?
Y shipina era el
cañón de arma, que amenazadora y mortífera, apuntaba en todo sentido.
Ante tanto horror,
que parecía no tener término, los yayas, después de larga deliberación,
resolvieron tratar con el rebelde. El comisionado debería comenzar por
ofrecerle todo, hasta la vida que, una vez abajo y entre ellos, ya se verá cómo
eludir la palabra empeñada. Para esto era necesario un hombre animoso y astuto
como Maille, y de palabra capaz de convencer al más desconfiado.
Alguien señaló a
José Facundo. –“Verdad –exclamaron los
demás-. Facundo engaña al zorro cuando quiere y hace bailar al jirca más
furioso”.
Y Facundo, después
de aceptar tranquilamente la honrosa misión, recostó su escopeta en la tapia en
que estaba parapetado, sentase, sacó un puñado de coca y se puso a catipar
religiosamente por espacio de diez minutos largos. Hecha la catipa y satisfecho
del sabor de la coca, saltó la tapia y emprendió una vertiginosa carrera, llena
de saltos y zig-zags, en dirección al campanario gritando:
-¡Amigo Cunce!,
¡amigo Cunce! Facundo quiere hablarte.
Conce Maille le
dejó llegar y una vez que lo vio sentarse en el primer escalón de la gradería
le preguntó:
-¿Qué quieres,
Facundo?
-Pedirte que te
bajes y te vayas.
-¿Quién te manda?
-¡Yayas!
-Yayas son unos
supaypa-huachasgan, que cuando huelen sangre quieren beberla. ¿No querrán beber
la mía?
-No, yayas me
encargan decirte que si quieres te abrazarán y beberán contigo un trago de
chacta en el mismo jarro y te dejarán salir con la condición de que no vuelvas
más.
-Han querido
matarme.
-Ellos no;
ushanam-jampi, nuestra ley. Ushanam-jampi igual para todos; pero se olvidará
esta vez para ti. Están asombrados de tu valentía. Han preguntado a nuestra
gran jirca-yayag y él ha dicho que no te toquen. También han catipado y la coca
les ha dicho lo mismo. Están pesarosos.
Conce Maille
vaciló, pero comprendiendo que la situación en que se encontraba no podía
continuar indefinidamente, que, al fin llegaría el instante en que habría de
agotársele la munición y vendría el hambre, acabó por decir, al mismo tiempo
que bajaba.
-No quiero abrazos
ni chacta. Que vengan aquí todos los yayas desarmados y, a veinte pasos de
distancia, juren por nuestro jirca que me dejarán partir sin molestarme.
Lo que pedía
Maille era una enormidad, una enormidad que Facundo no podía prometer, no sólo
porque no estaba autorizado para ello sino porque ante el poder del
ushanam.jampi no había juramento posible.
Facundo vaciló
también, pero su vacilación fue cosa de un instante. Y, después de reír con
gesto de perro a quien le hubiesen pisado la cola, replicó:
-He venido a
ofrecerte lo que pidas. Eres como mi hermano y yo le ofrezco lo que quiera a mi
hermano.
Y, abriendo los
brazos, añadió:
-Cunce, ¿no habrá
para tu hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya. Quiero tener el orgullo de
decirle mañana a todo Chupán que me he abrazado con un valiente como tú.
Maille desarrugó
el ceño, sonrió ante la frase aduladora y, dejando su carabina a un lado, se
precipitó en los brazos de Facundo. El choque fue terrible. En vez de un
estrechón efusivo y breve, lo que sintió Maille fue el enroscamiento de dos
brazos musculosos, que amenazaban ahogarle. Maille comprendió instantáneamente
el lazo que se les había tendido, y, rápido como el tigre, estrechó más fuerte
a su adversario, levantándolo en peso e intentó escalar con él el campanario.
Pero al poner el pie en el primer escalón, Facundo, que no había perdido la
serenidad, con un brusco movimiento de riñones hizo perder a Maille el
equilibrio, y ambos rodaron por el suelo, escupiéndose injurias y amenazas.
Después de un violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos
jadeaban, Maille logró quedar encima de su contendor.
-¡Perro!, más
perro que los yayas –exclamó Maille, trémulo de ira-, te voy a retacear allá
arriba, después de comerte la lengua.
Facundo cerró los
ojos y se limitó a gritar rabiosamente:
-¡Ya está!, ¡ya
está! ¡ya está! ¡Ushanam-jampi!
-¡Calla,
traidor!-, volvió a rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la boca, y cogiendo
a facundo por la garganta se la apretó tan rudamente que le hizo saltar la
lengua, una lengua lívida, viscosa, enorme, vibrante como la cola de un pez
cogido por la cabeza, a la vez que entornaba los ojos y una gran conmoción se
deslizaba por su cuerpo como una onda.
Maille sonrió
satánicamente, desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su víctima
y se levantó con intención de volver al
campanario. Pero los sitiadores, que, aprovechando el tiempo que había durado
la lucha, lo habían estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un garrotazo en la
cabeza lo aturdió; una puñalada en la espalda lo hizo tambalear; una pedrada en
el pecho obligóle a soltar el cuchillo y llevarse las manos a la herida. Sin
embargo, aún pudo reaccionar y abrirse paso a puñaladas y puntapiés y llegar,
batiéndose en retirada, hasta su casa. Pero la turba, que lo seguía de cerca,
penetró tras él en el momento en que el infeliz caía en los brazos de su madre.
Diez puñaladas se le hundieron en el cuerpo.
-¡No le hagan así
taitas, que el corazón me duele! –gritó la vieja Nastasia, mientras salpicado
el rostro de sangre, caía de bruces, arrastrada
por el desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque de la feroz
acometida. Entonces desarrollóse una escena horripilante, canibalesca. Los
cuchillos, cansados de punzar, una mano arrancaba el corazón y otra los ojos,
ésta cortaba la lengua y aquella vaciaba el vientre de la víctima. Y todo esto
acompañado de gritos, risotadas, insultos e imprecaciones, coreados por los feroces
ladridos de los perros, que, a través de las piernas de los asesinos, daban
grandes tarascadas al cadáver y sumergían ansiosamente los puntiagudos hocicos
en el charco sangriento.
-¡A arrastrarlo!
–gritó una voz.
-¡A arrastrarlo!
–respondieron cien más.
-¡A la quebrada
con él!
-¡A la quebrada!
Inmediatamente se
le anudó una soga al cuello y comenzó el arrastre. Primero, por el pueblo, para
que,, según los yayas, todos vieran cómo se cumplía el ushanan-jampi, después
por la senda de los cactus.
Cuando los
arrastradotes llegaron al fondo de la quebrada, a las orillas del Chillán, sólo
quedaba de Conce Maille la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo demás quedóse
entre los cactus, las puntas de las rocas y las quijadas insaciables de los
perros.
Seis meses
después, todavía podía verse sobre el dintel de la puerta de la abandonada y
siniestra casa de los Maille, unos colgajos secos, retorcidos, amarillentos,
grasosos, a manera de guirnaldas: eran los intestinos de Conce Maille, puestos
allí por mandato de la justicia implacable de los yayas.
Fascinante relato. Vivencias inherentes del hombre andino con la naturaleza que lo rodea y el drama recreado por una pluma magica.
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