El torito de la piel brillante





Por: José María Arguedas


Este era un matrimonio joven. Vivían solos en una comunidad. El hombre tenía una vaquita. La alimentaba dándole toda clase de comida: gachas de harina o restos de jora. La criaban en la puerta de la cocina. Nunca la llevaron fuera de la casa y no se cruzó con macho alguno. Sin embargo, de repente, apareció preñada. Y parió un becerro color marfil, de piel brillante. Apenas cayó al suelo mugió enérgicamente.

 

El becerro aprendió a seguir a su dueño; como un perro iba tras él por todas partes. Y ninguno solía caminar solo; ambos estaban juntos siempre. El becerro olvidaba su madre; sólo iba donde ella para mamar. Apenas el hombre salía de la casa, el becerro lo seguía.

 

 

Cierto día, el hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo acompaño. El hombre se puso a recoger leña en una ladera próxima al lago; hizo una carga, se echó al hombro y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al torito. Este se quedó en la orilla del lago comiendo totora que crecía en la playa.

 

Cuando estaba arrancando la totora salió un toro negro, viejo y alto, del fondo del agua. Estaba encantado, era el demonio que tomaba esa figura. Entre ambos concertaron una pelea. El toro negro dijo al becerro.

 

-Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos tiene más poder. Si tú me vences, te salvarás; si te venzo yo, te arrastraré  al fondo del lago.

 

-Hoy mismo no –contesto el torito-. Espera que pida licencia a mi dueño, que me despida de {el. Mañana lucharemos. Vendré al amanecer.

 

-Bien –dijo el toro viejo-. Saldré al mediodía. Si no te entro a esa hora, iré a buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño.

 

- Está bien. A la salida del sol apareceré por estos montes – contestó el torito.

 

Así fue como se concretó la apuesta, solemnemente.

 

Cuando el hombre llegó a su casa, su mujer le preguntó:

 

-¿Dónde está nuestro becerrito?

 

-¿Dónde estará?

 

Sólo entonces el dueño se dio cuenta que el torito no había vuelto con él.

 

Salió de la casa a buscarlo por el camino del lago. Lo encontró en la montaña. Venía mugiendo de instante en instante.

 

-¿Qué fue lo que hiciste? ¡Tú dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste regresar inmediatamente –le dijo el hombre, muy enojado.

 

El torito contestó:

 

-¡Ay! ¿Por qué me llevaste, dueño mío? ¡No sé qué ha de suceder!

 

-¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué puede sucederme? – preguntó el hombre.

 

-Hasta hoy nomás hemos caminado juntos dueño mío. Nuestro camino común se ha de acabar.

 

-¿Por qué? ¿Por qué causa? –volvió a preguntar el hombre.

 

-Me he encontrado con el poderoso, con mi gran señor. Mañana tengo que ir a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar a sus fuerzas. Hoy, él tiene un gran aliento. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago –dijo el torito.

 

Al oír esto, el hombre lloró. Y cuando llegaron a casa, lloraron ambos, el hombre y su mujer.

 

¡Ay mi torito! ¡Ay criatura! ¿Con qué vida, con qué alma nos has de dejar?

 

Y de tanto llorar se quedaron dormidos.

 

Y así, muy al amanecer, cuando aún quedaban sombras, muchas sombras, cuando aún no había luz de la aurora, se levantó el torito, y se dirigió hacia la puerta de casa de sus dueños, y les habló así:

 

-Ya me voy. Quedaos, pues, juntos.

 

¡No, no! ¡No te vayas! –le contestaron llorando-. Aunque venga tu señor, tu encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos.

 

-Mo podréis – contesto el torito-.

 

-Sí, hemos de poder. ¡Espera!

 

-Pero el torito salió hacia la montaña.

 

-Subirás a la cumbre, y muy a ocultas, me verás desde allí –dijo-.

 

El hombre corrió, le dio alcance y se colgó de su cuello, lo abrazó fuertemente.

 

-¡No puedo, no puedo quedarme! –le decía al torito-.

 

-¡Iremos juntos!

 

-No, mi dueño. Sería peor, ¡me vencería! Quizás yo solo, de algún modo pueda salvarme.

 

-¿Y cómo ha de ser mi vida si tú te vas? –Decía y lloraba el dueño-. En ese instante el sol salía, ascendía en el cielo.

 

-Juntos viviréis, juntos os ayudaréis, mi dueño. No me atajes más, mira que el sol ya está subiendo. Anda a la cumbre, y mírame desde allí. Nada más – rogó el torito.

 

Entonces ya no hay nada que hacer –dijo el hombre- y se quedó en el camino. El torito se marchó.

 

El dueño subió el cerro y llegó a la cumbre. Allí se tendió; oculto en la paja miró el lago. El torito llegó a la ribera; empezó a mugir poderosamente; escarbaba el suelo y echaba el polvo al aire. Así estuvo largo rato mugiendo y aventando tierra; solo, muy blanco, en la gran playa.

 

Y el agua del lago empezó a moverse; se agitaba de un extremo a otro; hasta que salió de su fondo un todo, un toro negro, grande y alto como las rocas. Escarbando la tierra, aventando polvo, se acercó hacia el torito blanco. Se encontraron y empezó la lucha.

 

Era el mediodía y seguían peleando. Ya arriba, ya abajo, ya hacia el cerro, ya hacia el agua, el torito luchaba; su cuerpo blanco se agitaba en la playa. Pero el toro negro lo empujaba, poco a poco, lo empujaba. Lo empujaba hacia el agua. Y al fin, le hizo llegar hasta el borde del lago, y de un gran astazo lo arrojó al fondo; entonces el toro negro, el poderoso, dio un salto y se hundió tras de su adversario. Ambos se perdieron en el agua. El hombre lloró a gritos; bramando como un toro descendió la montaña; entró a su casa y cayó desvanecido. La mujer lloraba sin consuelo.

 

Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerro blanco con grandes cuidados, amándola mucho, con la esperanza de que apareciera un torito igual al que perdieron. Pero transcurrieron  los años y la vaca permaneció estéril. Y así, los dueños pasaron el resto de su vida en la tristeza y el llanto.

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