-¡Eh,
oiga! ¡Ahí abajo!
Cuando
oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta,
empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado,
teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la
procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me
encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su
cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su
manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría
sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para
llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en
sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de
él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras
cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.
-¡Eh,
oiga! ¡Ahí abajo!
Dejó
entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi
silueta muy por encima de él.
-¿Hay
algún camino para bajar y hablar con usted?
Él
me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición
demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la
tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente
en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me
sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera
arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo
pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi
volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta.
Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la
bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas
de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base
de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de
bajada excavado en la roca y lo seguí.
El
terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en
una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía.
Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para
permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había
señalado el sendero.
Cuando
hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie
entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar
esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en
la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación
y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.
Reanudé
el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que
era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su
caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi
vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba
cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un
lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado,
más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más
tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto
rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra
lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró
hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.
Antes
de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese
podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso
atrás y levantó la mano.
Aquél
era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi
desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no
fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un
hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en
libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos
éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las
palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una
conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.
Dirigió
una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo
su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.
-¿Aquella
luz está a su cargo, verdad?
-¿Acaso
no lo sabe? -me respondió en voz baja.
Al
contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea
de que era un espíritu, no un hombre.
Desde
entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente
estuviera sufriendo una alucinación.
Esta
vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una
especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.
-Me
mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.
-No
estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes.
-¿Dónde?
Señaló
la luz roja que había estado mirando.
-¿Allí?
-dije.
Mirándome
fijamente respondió (sin palabras), «sí».
-Mi
querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea
como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.
-Creo
que sí -asintió-, sí, creo que puedo.
Su
actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis
comentarios con celeridad y soltura.
¿Tenía
mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus
hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que
trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno:
cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de
hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido.
Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan
difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina
y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si
se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea
aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y
decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la
había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en
aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir
nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso
dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico
en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la
noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de
las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por
la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada
ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.
Me
llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro
oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus
indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando
en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación
(esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su
presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo
rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así
ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último
recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la
plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía
creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de
filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a
la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca
había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo
había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.
Todo
lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un
tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor»,
sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no
pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la
campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que
salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna
información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y
vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en
mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.
En
una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados
para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando
conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia
la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que
mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja
próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la
inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando
los dos nos mirábamos desde tan lejos.
Al
levantarme para irme dije:
-Casi
me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.
(Debo
confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)
-Creo
que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al
principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.
Hubiera
retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y
yo me agarré a ellas rápidamente.
-¿Por
qué? ¿Qué es lo que le preocupa?
-Es
muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me
vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.
-Pues
deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?
-Mañana
salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.
-Vendré
a las once.
Me
dio las gracias y me acompañó a la puerta.
-Encenderé
la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz
baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!
Su
actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy
bien».
-Y
cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir:
¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?
-Dios
sabe -dije-, grité algo parecido…
-No
parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.
-Admitamos
que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.
-¿Por
ninguna otra razón?
-¿Qué
otra razón podría tener?
-¿No
tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?
-No.
Me
dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles
(con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el
sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún
problema.
A
la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del
zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me
esperaba abajo, con la luz blanca encendida.
-No
he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?
-Por
supuesto, señor.
-Buenas
noches y aquí tiene mi mano.
-Buenas
noches, señor, y aquí tiene la mía.
Tras
lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos,
cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.
-He
decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos
sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que
preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra
persona. Eso es lo que me preocupa.
-¿Esa
equivocación?
-No.
Esa otra persona.
-¿Quién
es?
-No
lo sé.
-¿Se
parece a mí?
-No
lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y
agita el derecho violentamente. Así.
Seguí
su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor
pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».
-Una
noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que
gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a
esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como
acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado!
¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo
puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él
que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y
tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.
-¿Dentro
del túnel? -pregunté.
-No.
Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve,
levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias,
las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún
de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y
miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras
hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las
dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin
novedad».
Resistiendo
el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver
que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras,
originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo,
habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta
de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre
sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un
momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los
extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.
Todo
esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él
tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia
pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar
humildemente que todavía no había terminado.
Le
pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:
-Unas
seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta
línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por
el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.
Sentí
un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se
podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para
impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de
coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al
tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que
iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían
mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.
De
nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis
interrupciones.
-Esto
-dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su
hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y
ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al
romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al
espectro otra vez.
Y
aquí se detuvo, mirándome fijamente.
-¿Lo
llamó?
-No,
estaba callado.
-¿Agitaba
el brazo?
-No.
Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara.
Así.
Una
vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales
posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.
-¿Se
acercó usted a él?
-Entré
y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde
del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el
fantasma se había ido.
-¿Pero
no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?
Me
tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la
cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:
-Ese
mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones
lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi
justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el
freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras
él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto
instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron
en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.
Involuntariamente
empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que
señalaba.
-Es
la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.
No
supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca.
El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo
gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:
-Ahora,
señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro
regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos
continuamente, un instante sí y otro no.
-¿Junto
a la luz?
-Junto
a la luz de peligro.
-¿Y
qué hace?
El
guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto
de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:
-No
hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con
voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la
campanilla.
Me
agarré a esto último:
-¿Hizo
sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la
puerta?
-Por
dos veces.
-Bueno,
vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la
campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no
sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la
estación con usted.
Negó
con la cabeza.
-Todavía
nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido
la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una
extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho
que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la
oyese. Pero yo sí que la oí.
-¿Y
estaba el espectro allí cuando salió a mirar?
-Estaba
allí.
-¿Las
dos veces?
-Las
dos veces -repitió con firmeza.
-¿Quiere
venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?
Se
mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie.
Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral.
Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas
paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.
-¿Lo
ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.
Sus
ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no
mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con
ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.
-No
-contestó-, no está allí.
-De
acuerdo -dije yo.
Entramos
de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en
cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la
conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber
entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me
encontré en la posición más débil.
-A
estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan
terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».
No
estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.
-¿De
qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego,
volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro?
¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a
ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta
tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué
puedo hacer yo?
Se
sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.
-Si
envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no
puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un
lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría:
Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje:
«No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto.
¿Qué otra cosa podrían hacer?
El
tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre
responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible
en la que podrían estar en juego vidas humanas.
-Cuando
apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia
atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un
gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba
a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera
podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición
escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir.
Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para
demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera,
¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un
pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a
alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para
actuar?
Cuando
lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la
seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era
tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos
sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que
cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos,
le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese
aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando
intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones
propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme
avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a
quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.
No
me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras
subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido
mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar
que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la
joven.
Pero
lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo
actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado
que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante
cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de
su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por
ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase
ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie
de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes
hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por
fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor
médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me
había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría
una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de
anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.
La
tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El
sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la
cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí
mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo
hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»
Antes
de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el
punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me
invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre,
con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho
apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque
enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta
distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar
destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún.
Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una
tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que
una cama.
Con
la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de
que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y
no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera-
descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui
capaz.
-¿Qué
pasa? -pregunté a los hombres.
-Ha
muerto un guardavía esta mañana, señor.
-¿No
sería el que trabajaba en esa caseta?
-Sí,
señor.
-¿No
el que yo conozco?
-Lo
reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante,
descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro
está bastante entero.
-Pero
¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la
lona bajaba de nuevo.
-Lo
arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su
trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en
pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la
máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la
conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El
hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara
anteriormente en la boca del túnel:
-Al
dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo
viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él
era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de
tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.
-¿Qué
dijo usted?
-¡Eh,
oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!
Me
sobresalté.
-Oh,
fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo
delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el
último momento; pero no sirvió de nada.
Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.
FIN
Durante todo el año, 1866
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