Julio Ramón Ribeyro: “El verdadero rostro de mi madre”



26 de agosto

De mi madre, hasta hace poco, sólo conocí el rostro de entrecasa: el rostro de la preocupación, de la fatiga, de la reprimenda, de la inquietud. Ese rostro venía desde que nuestro padre estuvo vivo y fue el que nos tocó heredar, con todas sus arrugas, y otras más que nosotros fuimos cavando, siempre en el sentido del sufrimiento. Pero aun fuera de casa, en casa de nuestros parientes, mi madre conservaba su expresión torturada, porque siempre, en fiestas y cumpleaños, le tocaba a ella la parte dura, la faena de la cocina, la riña con las sirvientas y el albur de los platos rotos.

Sin embargo, una tarde descubrí que mi madre tenía otro rostro. ¿Por qué fui a esa kermesse del Parque de Miraflores?

Era un feo domingo y además una kermesse organizada por la Parroquia de Santa Cruz: el dinero recolectado iba a engrosar el capital de alguna banda de curas. No recordaba en ese momento que mi madre, como feligresa de esa parroquia, formaba parte del comité organizador de dicha tómbola.

Estuve vagando por los kioscos entre multitud de mujeres que yo conocí chiquillas y que ahora andaban casadas y habían procreado otras chiquillas. Me aburría enormemente, comí anticuchos y no los pagué, aprovechando del tumulto. De pronto me vi ante un kiosco donde rifaban, mediante una gigantesca rueda de la fortuna, multitud de canastas que contenían bebidas y alimentos. Fue entonces cuando vi el rostro. Al principio no lo reconocí: pero era mi madre la que estaba a cargo del kiosco, detrás del mostrador, sudorosa, arrebatada como siempre, pero esta vez su fatiga, lejos de envejecerla, le daba una radiante lozanía. Su rostro me hizo recordar al de sus fotografías de juventud: un rostro alegre, gracioso, invitador, ante el cual cedían los clientes y se enrolaban en la lotería, y hasta una voz distinta, que se dirigía a todos y cada uno, invitándolos dichosamente a tomar parte en el juego. Yo, oculto entre la multitud, estuve observando ese rostro, sin atreverme a acercarme, porque estaba seguro de que si me divisaba, caería sobre él toda la sombra que era capaz de contagiarle mi presencia. Y por eso me fui, avergonzado, remordido, porque tal vez ése, y solamente ése, era el verdadero rostro de mi madre.

Fragmento tomado del libro "La tentación del fracaso".

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