Mario Vargas Llosa sobre Gustave Flaubert
Quisiera decir algo ahora de Gustave Flaubert y de la literatura francesa, la manera como el solitario de Croisset me ayudó a ser el escritor que soy. Como ya he dicho, la misma noche que llegué a ParÃs, en 1959, compré un ejemplar de Madame Bovary en La Joie de Lire, una librerÃa a la que tenÃa simpatÃa porque nunca denunciaba a los ladrones de sus libros y que, por supuesto, con semejante polÃtica terminarÃa quebrando. Recuerdo aquella noche, en el Hotel Wetter del Barrio Latino, de la familia de esposos que se convirtieron en buenos amigos nuestros, los La Croix, como un sueño del que nunca he despertado. Deslumbrado por la elegancia y la precisión con la que escribÃa Flaubert, lo leà y releà todo, de principio a fin, quiero decir, estudié sus novelas y sus cuentos y su correspondencia, e hice el viaje a Croisset a llevar flores a su tumba, para agradecerle todo lo que habÃa hecho por mà y por la novela moderna. Flaubert es un grandÃsimo escritor, acaso el más importante del siglo XIX europeo, o por lo menos francés, que equivale a decir mundial. Pero su importancia no está sólo en sus admirables novelas —Madame Bovary y La educación sentimental, principalmente—, sino en sus aportes a la estructura de la novela moderna, la que él funda en cierto modo, ayudando en el camino a descubrir su verdadera personalidad a escritores adolescentes como yo lo era cuando lo leà por primera vez.
No es muy seguro que Flaubert fuera totalmente consciente de la revolución que nos legó con lo que hacÃa, pero, más importante todavÃa que las lecturas en voz alta de cada frase —cada palabra— que escribÃa en aquel pedazo de tierra que existe todavÃa y que él bautizó como Gueuloir, fue la invención del narrador anónimo, ese Dios —como él dijo— presente en todas partes y visible en ninguna, estableciendo de este modo uno de los pilares en que se basa la novela de nuestros dÃas. Aquel narrador invisible, que permitió suprimir a sinnúmero de personajes que estorbaban la novela clásica y que estaban allà simplemente para simular que eran los autores de una historia, hizo posible que la novela moderna los sacrificara sin tristeza ni compasión, pues su reemplazo cubre todas las etapas de la novela desde entonces, y diera un salto adelante que ha beneficiado a todo el mundo, lo sepan los escritores que escriben novelas o lo ignoren. Todos le debemos algo, y acaso mucho. Fue un descubrimiento quizá más importante que los rebuscamientos y travesuras formales de Joyce en el Ulises, que abrió las puertas de la modernidad a la literatura, aunque el propio Flaubert no fuera totalmente consciente de aquella revolución que provocó en los cinco años que trabajó en Madame Bovary, inventándose una enfermedad prolongada, para aplacar al atinado cirujano que era su padre y que aspiraba, cómo no, a dotar a su hijo de una profesión liberal.
Ese narrador invisible —que es Dios Padre, como él mismo lo llamó— no tiene por qué ser el único narrador; también pueden serlo alguno o varios de los personajes de la historia, a condición de no saber más de los otros que lo saben todo desde su posición particular y alternarse, como lo hacen en Madame Bovary, en L’Éducation sentimentale y en las novelas posteriores que escribió. Toda la novela moderna está Ãntimamente alterada desde aquel hallazgo de Flaubert y es sin duda la más importante incorporación de esa voz anónima —la de ese Dios que nunca se deja ver— en las historias que cuentan sus contemporáneos. Sin saberlo, Flaubert, gracias a su descubrimiento del silencioso e invisible narrador, produjo esa separación entre la novela moderna y la clásica, en la que reunió, sin preverlo ni quererlo, a multitud de obras narrativas que, hasta entonces, no habÃan advertido que el narrador invisible reducÃa extraordinariamente la presencia de narradores en el espacio narrativo. Ésa fue la gran lección de Flaubert, y, por supuesto, la de trabajar con empeño fanático, como si la vida se le fuera en ello, en busca de aquella perfección que convertÃa al escritor en una suerte de apuntador de Dios, o en Dios mismo.
Fragmento tomado del discurso que Mario Vargas Llosa leyó en su incorporación a la Academia Francesa.
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