He vivido en cuartos grandes y pequeños, lujosos y miserables, pero si he buscado siempre algo en una habitación, algo más importante que una buena cama o que un sillón confortable, ha sido una ventana a la calle. El más sórdido reducto me pareció llevadero si tenía una ventana por donde mirar a la calle. La ventana, en muchísimos casos, reemplazó para mí al amigo lejano, a la novia perdida, al libro cambiado por un plato de lentejas. A través de las ventanas llegué al corazón de los hombres y pude comprender las consejas de la ciudad.
Sin embargo, estaría tan pobre en aquel verano español que acepté un cuarto que no tenía ventana a la calle: la ventana daba a un patio de vecindad. Estos patios siempre los he detestado, porque mirarlos es como ver un edificio en ropa interior. Estos patios de vecindad son un cajón helado y mustio en invierno, tórrido y bullanguero en verano, perforado de tragaluces, de forados, de postigos, de ventanas detrás de las cuales circulan viejas que cocinan u hombres en tirantes, con cordeles de ropa tendida, alféizares que sirven de repostero o de jardinera y muchos gatos al fondo que se alborotan cuando lanzamos un salivazo. No hay misterio en estos patios, todo es demasiado evidente y basta echarles una ojeada para apercibirnos de inmediato de toda la desnudez del colmenar madrileño.
Por esta razón pasé unos días deprimido en este cuarto sin cerrojo —la puerta la trancaba con una silla—, mirando la palangana donde todas las mañanas vertía el agua dormida, mirando el balde de las inmundicias y el ropero con la luna rajada donde guardaba el único traje que se libró del empeño. A veces leía o trataba de escribir. Por las noches iba en busca de algún amigo con quien jugar al ajedrez o a quien convencer que debía invitarme un bocadillo con su respectivo vaso de vino. Con los pensionistas de la casa no tenía contacto ni quería tenerlo —oh, ellos comían tan bien en la larga mesa— por el temor de que se apiadaran de mí. Tan solo veía a la patrona regularmente para decirle, con mucha seriedad, que esperaba una carta con dinero y que, por lo tanto, podía adelantarme cinco duros. Verdes duros que se hacían humo en la boca de un empedernido fumador.
Así fue pasando el verano hasta que al fin, espoleado por el aburrimiento, decidí asomarme al patio de vecindad. Lo hacía por las noches, cuando amainaba el calor y triunfaban los aires del Guadarrama. Miraba entonces las ventanas, con un poco de lástima, viendo cómo primero aquí, luego allá, se apagaba una luz, se desvanecía una tonada, hasta que todo quedaba oscuro y silencioso, mientras arriba, en el cielo azul, rodaban las estrellas.
No sé cuándo fue, pero lo cierto es que una noche, absorto en mi contemplación, me di cuenta que no estaba solo: por la ventana de la derecha asomaba otra persona. Asomaba solamente el extremo de un perfil convulsivo. Al mirar con insistencia, el perfil se alarmó. Era una mujer joven que al verme desapareció tirando los postigos.
Al cabo de unos días volví a verla. Mi presencia parecía incomodarla, pues cada vez que me distinguía cerraba la ventana o retiraba el torso, dejando abandonadas en el alféizar un par de manos pensativas. Yo miraba esas manos con pasión, diciéndome que para un buen observador toda la historia de una persona está contenida en su dedo meñique. Pero, a fuerza de examinarlo, solo deduje que se trataba de una persona lánguida, esbelta, espiritual y desgraciada.
A tal punto me intrigaron estas manos que yo, especie de araña ocupada en tejer sobre el papel mi vana mantelería, me aventuré a recorrer durante el día los pasillos de la pensión. Me topé con tres mujeres de vida alegre, con un vejete en saco de pijama, con un curita estudiante, con un militar y, más de lo deseable, con la patrona de los duros. Pero de la muchacha del perfil convulsivo no pude ver ni las trazas.
Pronto, sin embargo, un acontecimiento social de la más alta importancia me permitió conocerla. Fue con motivo del aniversario de la patrona. Desde temprano noté gran ajetreo en la casa y poco antes del mediodía, doña Candelas vino en persona a mi cuarto:
—Está invitado a comer. Hoy es mi cumpleaños.
Cuando más tarde ingresé al comedor con mi regalo —una botella de Marqués de Riscal comprada al crédito en los bajos— estaban los pensionistas reunidos en pleno. De inmediato reconocí a mi vecina: vestía un descolorido traje color mostaza y, aparte de sus ojos celestes, tenía esa palidez que solo producen la castidad, la pobreza y las pensiones españolas.
Después de las primeras manzanillas, la tensión se relajó. El curita le decía a una de las mujeres de vida alegre: “Para ganar las oposiciones hay que tener buenos enchufes”. La mujer de vida alegre le decía al vejete en saco de pijama: “Yo me lavo todas las mañanas la cabeza con limón”. El vejete en saco de pijama le decía al militar: “Sin duda el generalísimo es un hombre providencial”. El militar le decía a doña Candelas: “En el Pasapoga la consumición vale cuarenta pesetas”. Doña Candelas le decía al curita: “Prefiero las gambas a la gabardina”.
La conversación rondaba, pero en su larga cadena había dos eslabones rotos: Angustias y yo. Nos mirábamos desde lejos y apenas abríamos la boca. Solamente durante la paella fui invitado a contar algo de mi país —de “Las Indias”, como seguía llamándolo el militar— y dije tres o cuatro disparates que regocijaron al auditorio. Cuando hablé del ají, el vejete en saco de pijama me interrumpió con suficiencia:
—Ya lo sabemos, el ají no es otra cosa que una guindilla exaltada.
Eso fue todo. Pero en la noche, cuando asomé a la ventana, Angustias estaba allí, con su traje color mostaza y esta vez no se escondió. Miramos juntos el cielo y empezamos una vaga conversación acerca de las constelaciones. Me habló luego de Salamanca, de su plaza dorada, de su catedral románica, del Tormes, donde croan las ranas al anochecer, y de los estudiantes que dan serenatas en capa negra y vihuela. Cuando me fui a acostar tenía entre mis manos algunos hilos de su destino: supe que el vejete en saco de pijama era su padre, que ambos vivían en la misma habitación, que casi nunca salía a la calle y que, como lo leyera en su meñique, era esbelta, lánguida, espiritual y desgraciada.
Desde entonces la vi con cierta frecuencia, siempre en la ventana, hacia el atardecer. Ella abandonó cada vez más su reserva y terminó contándome los avatares de su pobreza. Al escucharla, yo me decía que cómo era posible que esa flor salmantina, que en otras tierras hubiera despertado la codicia y el pleito, tuviera que malograr sus veinte años de senos blancos, de vientre blanco y castaño, en una sucia pensión de Lavapiés. Pero me sentía incapaz de hacer algo por ella porque, aparte de fumar al crédito y de comer bocadillos de regalo, no me inspiraba Angustias, a causa de su extremada fragilidad, más que una pasión protectoral. Además, Dolli, la menor de las mujeres de vida alegre, había cambiado conmigo algunas miradas calinas que presagiaban una aventura prosaica pero sin complicaciones. Varias veces, durante mis insomnios, la vi al amanecer llegar de la calle y colgar en el cordel del patio, tristemente, su braga lavada, prenda de tantas batallas.
No obstante seguí conversando con Angustias en ese verano que se iba, hablándole de Madrid, de sus esplendores, pero también de las cuevas de Ventosa, por ejemplo, donde la gente, para entrar, tenía que humillarse hasta la condición del topo. Quería distraerla, al menos, darle un poco de vuelo a su imaginación encadenada al dedal, a la cacerola, a los cuatro muros de la impotencia. Deseaba convertirme para ella en un espectáculo. ¡Pero, he allí!, ¡yo no era para ella otra cosa que un espectáculo!
Por fin Angustias se enamoró, no de mí naturalmente, sino de un joven que la cortejaba cuando iba de compras a la tienda de ultramarinos. Varias veces me habló de él, de sus galanteos y sus invitaciones. Yo acogí estas confidencias con ese remanente de celos genéricos que tienen todos los hombres pero luego me di cuenta que la salud de Angustias dependía de este providencial amor. Espié con disimulo al tipo y descubrí con placer que era uno de esos españoles honestos, un poco tozudos, pero seguros de sí mismos, capaces de cualquier proeza por conquistar y proteger a su hembra. Mozo duro, de una sola mujer y que visaba, por falta de imaginación, el matrimonio. Alenté a Angustias en sus amores y gracias a ello hubo un paseo otoñal al Parque del Retiro, con viaje en bote y llovizna y dos o tres cines donde las manos pensativas conocieron por primera vez las manos del bruto enamorado. Pero a poco de iniciado el romance se abrió el paréntesis de mi súbita fortuna y abandoné por un tiempo mi ventana y sus historias.
Una mañana recibí la carta conteniendo el esperado giro. Es necesario conocer los más humillantes límites de la privación para saber lo que significa tener, de pronto, quince mil pesetas en la mano: no hay prudencia ni providencia que valgan. Lo primero que hice fue ordenar la confección de cuatro trajes en la mejor sastrería de la Gran Vía. Luego me forré de tabaco rubio y de buena manzanilla. Después desmantelé una librería con toda la avidez de mis lecturas atrasadas. Por último, pagadas mis deudas apremiantes, me quedaron aún algunos duros sobre los cuales mi virilidad reclamó sus más legítimos derechos.
Entenderme con Dolli, la chica de vida alegre, dentro de la pensión, era imposible, pues, gracias a convenciones muy españolas, yo no podía hablar con ella en ese recinto más que de temas castos, en los cuales pudieran terciar el curita, el militar o la patrona. Pero me bastó descender a la tasca de los bajos y llamarla por teléfono para que la cita quedara concertada.
Nos encontramos en el paseo de la Castellana, en esas mesitas aireadas que aún retenían los días cálidos del otoño. Tomamos el delicioso jerez y fuimos a bailar al Casablanca. Fue una noche encantadora que terminó como debía de terminar: en un amueblado de la calle San Marcos. A la semana de salir juntos yo no tenía una perra gorda y cuando ella se dio cuenta que me pagaba con demasiada frecuencia los desayunos, me dijo con la mayor franqueza:
—Majo, creo que debemos terminar. Yo tengo que vivir, ¿no es verdad?
Era verdad. No me quedó más remedio que recluirme en mi cuarto, fumar las colillas de mis cigarros, las colillas de mis recuerdos, escribir, soñar, y asomarme, cuando me aburría, a la ventana.
Angustias estaba allí. Yo que esperaba encontrarme con un rostro dichoso, vi solo la carátula de la desgracia. Su perfil, más convulsivo que nunca, me habló desdeñosamente de los placeres vanos de la vida y matizó hasta el infinito el tema de la renunciación. Todo esto me lo decía, claro está, jugando con las hilachas que pendían de las mangas relavadas de su traje color mostaza.
Me enteré, entonces, que había reñido con su galán a propósito de una invitación a bailar en la Parrilla del Rex. Dentro de los usos y costumbres de los enamorados madrileños ir a bailar a la Parrilla del Rex es la consagración solemne de una frecuentación dudosa. Un romance no puede prosperar si no se cumple ese rito. Tres veces la había invitado y tres veces ella había rehusado. Él había insistido una cuarta vez para el sábado siguiente, amenazándola con la ruptura si no acudía a la cita.
—No voy porque no sé bailar —me previno Angustias.
La razón no me pareció suficiente y no lo era pues ella misma me confesó más tarde que no iba porque no tenía vestido. Uno no se imagina todo lo que significa un vestido en la vida de una mujer. Esa tarde, al pasear por la Gran Vía, observé a las mujeres y a sus vestidos y me di cuenta cómo cada cual tenía el alma de su vestido y comprendí que, a menudo, la alegría de las mujeres depende del precio de una tela y que es posible entrar a una tienda y comprar el gozo por metros y la dicha en una caja de cartón.
Conforme llegaba el sábado vi cómo Angustias, metida en su traje color mostaza, se marchitaba vertiginosamente. Ninguna de mis palabras era capaz de consolarla. Yo comenzaba a encontrar ridículo a su padre, con su saco de pijama, su “generalísimo providencial” y su vagabundeo por Madrid vendiendo lápices y ceniceros. Me provocaba zarandearlo y decirle: “Cómprele un vestido a su hija”. Pero el pobre fumaba el espantoso caldo de gallina y no conocía otro placer que su dominó semanal jugado con otros saldos igualmente respetables de la triste sociedad española.
Cuando llegó el sábado, yo me encontraba tan apesadumbrado como Angustias. Con el objeto de distraerme fui al cuarto de Dolli para gozar un rato de su alegre cháchara. Después de nuestra aventura, visitaba con frecuencia ese cuarto grande y oloroso que compartían las tres mujeres de vida alegre. Dolli y Encarnita, que no tenían demasiadas pretensiones, dormían en dos camas gemelas y pulcras, como dos hermanitas de caridad. Pero Paloma, que solo recolectaba sus pesetas en los cabarets elegantes, había creado en un rincón del aposento, valiéndose de un biombo, un mundo aparte donde se veían cortinas, espejos y otros signos de una opulencia bastante discutible. Como ellas no se levantaban hasta la una, era fácil encontrarlas allí por las mañanas, laxas y palidecidas después de sus últimos amores oficiosos. Yo me tendía a los pies de la cama de Dolli y mirando el cielo raso conversaba con ella y conversaba con todas. Cuando Paloma estaba de buen humor, se levantaba cantando, me mandaba a comprar cerveza y achispada por ese desayuno recitaba versos de García Lorca.
Esa mañana Paloma estaba en bata, arreglando su guardarropa. Había tendido sobre la cama, en las sillas, sobre el biombo, sus innumerables vestidos. Los cogía, los examinaba, los olía, los volvía a dejar (como hacía yo a veces con mi veintena de libros). Al verme, quizás por ostentación, desplegó con mayor energía toda la ofensiva de su ropero. Entre tantas pieles, sedas y plumas, recordé por contraste a Angustias y me sentí deprimido por ese esplendor.
—¡Qué cara tienes! —exclamó Dolli—. ¡Parece que hubieras recibido un tortazo!
No pude contenerme y les referí las tribulaciones de Angustias.
—Es una chica pobre, pero honrada —suspiró Encarnita.
Pero Paloma lo tomó a broma:
—Si hiciera como nosotras no tendría de qué quejarse.
Me retiré desalentado. A la una pedí mi desayuno y me eché a dormir la siesta. Dormí mucho rato pues cuando desperté atardecía. Alguien tocaba la puerta. Paloma y Dolli entraron.
—¡Pobre chica! —dijo Dolli—. No ha querido comer y se ha pasado toda la tarde encerrada en su cuarto.
Al principio no supe de quién hablaba.
—Encarnita dice que le puede prestar un par de zapatos —intervino Paloma—. Yo le puedo dar un traje y algunas joyas. ¿Habías dicho que a las siete la espera su novio?
—¡Dense prisa! —exclamé, bajando de la cama—. Tienen menos de una hora para convencerla y para que se vista.
Mientras Dolli y Paloma llamaban al cuarto de Angustias, me dirigí a la cocina. En el corredor me interceptó el militar. La noticia parecía haberse infiltrado por todos los vericuetos de la pensión.
—¿Sabe la nueva? —me preguntó—. ¡Por un vestido no puede ir a la fiesta! Si yo usara faldas ya se las hubiera prestado.
El curita corría excitado por los pasillos de la casa.
—Ya entraron al cuarto de Angustias —dijo—. Las acabo de ver. Iré a escuchar qué cosa dicen.
Doña Candelas salió al paso:
—¡Y su padre jugando al dominó! Y encima me debe tres meses de pensión.
El curita reapareció:
—¡Ya la están convenciendo!
—Si no quiere, procederemos manu militari —aconsejó el oficial—. Daré la orden de cargar y entre todos la dejamos en bragas y le embutimos un traje de Paloma.
Al poco rato vimos pasar a Paloma y a Dolli. Ambas nos hicieron un guiño. Angustias las seguía, gimoteando sobre la manga de su traje.
Cuando a la media hora Encarnita vino a decirnos que “ya estaba lista”, nosotros nos lanzamos por el pasillo, penetramos en la olorosa cámara y comprobamos que nuestra pobre pensión de Lavapiés había sido visitada por una reina. Angustias estaba delante del espejo, peinada, enjoyada, contemplándose sin reposo, incrédula aún, lagrimosa aún, pero irradiando un brutal resplandor de felicidad. Paloma le terminaba de acomodar la basta mientras Dolli le abrochaba el collar y Encarnita le alcanzaba los guantes. Cuando los arreglos terminaron, Angustias se dirigió hacia la puerta de calle, seguida por todos nosotros. Pero apenas puso la mano en la perilla se volvió bruscamente:
—¡Que no voy!
—¡Pero estás loca! —intervino doña Candelas.
—¡Que no voy! —repitió Angustias, llevándose las manos a las sienes.
Todos, hablando al mismo tiempo, tratamos de convencerla.
—¡Que no voy, que no voy, que no voy, que no voy!…
Y por orgullo, así su renuncia le costara la vida, no fue.
Los cautivos,
1972
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Todos los comentarios son revisados antes de su publicación por el administrador.