Sebastián Salazar Bondy nació en Lima el 4 de febrero de 1924 y murió en la misma ciudad el 4 de julio de 1965. Fue un poeta, crítico, escritor, periodista y dramaturgo peruano, miembro de la llamada generación del 50.
Vino al mundo en la calle Corazón de Jesús, en el barrio de la Chacarilla, al lado de la iglesia de los Huérfanos, en el corazón de la ciudad de Lima.
Mi hogar era de clase media, formado por familias que venían de la provincia, viejas familias propietarias pauperizadas por la invasión imperialista y también por la vida de lujos, pompa y señorío aristocrático que habían llevado en sus propias tierras natales. También desciendo de emigrantes franceses y, posiblemente, de una familia judía del gueto de Praga, según los pruritos genealógicos de un primo mío. Mi padre, emigrado del norte, de Chiclayo, alcanzó una relativa posición social y económica en el comercio, que colapsó alrededor de 1933 con una quiebra y su muerte.
A los seis años de edad, comenzó su formación escolar en el Colegio Alemán de Lima, pero a la muerte de su padre, tuvo que trasladarse al colegio de San Agustín, de los sacerdotes agustinos, en Lima.
Creo que esa crisis económica que hizo pasar a mi familia de la posesión de un automóvil y ciertas comodidades, con la promesa de educación en Europa, a la reducción a una o dos habitaciones —el resto de la casa se dedicaba a pensión para caballeros honorables, preferentemente extranjeros, con lo cual se solventaba un poco mi hogar— influyó poderosamente en mi infancia. Vi el mundo desde ese momento como dividido en dos planos irreconciliables. Coincidiendo con esta crisis económica, sobrevino la muerte de mi padre, quien había intervenido en política como partidario del general Sánchez Cerro, rodeándose de amistades poderosas e importantes. Al fallecer él, esas amistades se alejaron, y los grandes paquetes de regalo de los amigos poderosos en los días de Navidad desaparecieron también. Estudiaba entonces en el Colegio Alemán y la crisis significó igualmente un cambio de colegio. Pasamos al colegio San Agustín de Lima, un típico colegio de clase media (hoy es un colegio burgués, pero en ese momento era de clase media, al nivel de La Merced, Santo Toribio), en cuyas aulas y con cuyos maestros conocí el mundo mágico de la vida religiosa, con el trance místico (ayudaba muy bien en la misa, todavía recuerdo las primeras palabras en latín), pero también conocí el mundo de las represiones, inhibiciones, prohibiciones, prejuicios y humillaciones, como el tener que avisarle a mi hermano que debía dos meses y que si no pagaba esos dos meses, no daría examen.
A la edad de 13 años, la revista Palabra publicó uno de sus poemas: "Canción antes de partir".
Fue alrededor del quinto año de primaria, cuando tendría yo 10 u 11 años, cuando apareció en mí una necesidad de expresión que cumplí escribiendo poesías y novelas en secreto, sin que mis profesores jamás lo descubrieran. Siempre recuerdo, a los pocos años de salir del colegio, estando en la universidad, haberme encontrado con el profesor de literatura, para quien la historia de la literatura se detenía en Campoamor, continuando con una serie de detritus hechos por gentes corrompidas, y su cara de perplejidad y sorpresa al encontrarme un día en la calle y decirme: 'Así que eres escritor, poeta y rojillo'. Tenía razón.
A la edad de 14 años, publica algunos de sus poemas en la revista de su colegio, El Mundo Agustiniano. A los 17 años, ingresa a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos para estudiar Derecho. A los 19 años, publica su primer poemario, "Rótulo de la esfinge", en colaboración con Antenor Samaniego; y meses después otro titulado "Bahía del dolor". Sebastián Salazar Bondy no incluirá estos dos libros en ninguna de las relaciones de sus obras que hizo posteriormente. A pesar de haber empezado a publicar en los años cuarenta, algunos autores (sobre todo los de literatura para enseñanza en la escuela secundaria) lo clasifican dentro de la generación del 50. Esto lo ubicaría en la misma promoción de escritores que Enrique Congrains, Reynoso, Mario Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro, lo cual no es del todo exacto ya que en algunos casos actuó como promotor de los nuevos escritores que surgieron en dicha década.
Sus obras teatrales probablemente fueron las más logradas de su momento. Generalmente realiza crítica social, a menudo mediante comedias fáciles de entender, pero con mensajes profundos que incitan a la reflexión sobre la realidad. Su obra muestra un cierto influjo de Bertolt Brecht y es, muy probablemente, el dramaturgo peruano más conocido en la actualidad.
En 1947 se casó con la actriz argentina Inda Ledesma, con quien vivió en Buenos Aires; sin embargo, poco tiempo después se divorciaron y Salazar Bondy regresó al Perú en 1950.
Mostró gran interés en la pintura, llegando a dirigir el Instituto de Arte Contemporáneo de Lima e incentivando la creación de los jóvenes valores plásticos del país.
Fue miembro fundador del Movimiento Social Progresista en 1956, junto con su hermano Augusto, Santiago Agurto Calvo y Alberto Ruiz Eldredge.
Se casó con Irma Lostaunau del Solar, con quien tuvo una hija: Ximena Salazar Lostaunau.
En los días finales de junio de 1965, habiendo participado recientemente en eventos tan importantes como la mesa redonda sobre "Todas las sangres" y, días antes, el Primer Encuentro de Narradores Peruanos, mientras escribía una crónica en su escritorio de la revista 'Oiga', el autor de "Lima la horrible" padeció una descompensación grave, fruto de una dolencia congénita al hígado, que le generó un cuadro hemorrágico súbito y letal. Trasladado al hospital del empleado, falleció la mañana del domingo 4 de julio de 1965.
Los despojos
Hay una hora feliz en que reúno los despojos del día,
roto el feliz augurio que despierta
en la luz de una mañana cualquiera.
Al borde de este abismo junto
los restos de la aventura que trajo en sus ojos la aurora,
su alegre guirnalda tejida con sueños y promesas.
Ante ellos medito y comprendo que la juventud
es un opaco tiempo de libros y mujeres que sucumben
bajo una tormenta de deseos y penosas cadenas.
El hombre, después, desciende a ciertas profundidades,
a ciertas cavernas donde el miedo
lo envuelve con la palidez de una criatura borracha,
lo ata para siempre a unas cuantas palabras:
honor, costumbre, perfección, qué más da…
Esa lección y otras que callo azotan mi anochecer,
lo convierten en una paciente ceremonia
alrededor de la hoguera donde arde toda vanidad,
ese montón de hojas muertas
quemadas en un rincón inútil del día.
Confidencia en alta voz
Pertenezco a una raza sentimental,
a una patria fatigada por sus penas,
a una tierra cuyas flores culminan al anochecer,
pero amo mis desventuras,
tengo mi orgullo, doy vivas a la vida bajo este cielo mortal
y soy como una nave que avanza hacia una isla de fuego.
Pertenezco a muchas gentes y soy libre,
me levanto como el alba desde las últimas tinieblas,
doy luz a un vasto campo de silencio y oros,
sol nuevo, nueva dicha, aparición imperiosa
que cae horas después en un lecho de pesadillas.
Escribo, como ven, y corro por las calles,
protesto y arrastro los grillos del descontento
que a veces son alas en los pies,
plumas al viento que surcan un azul oscuro,
pero puedo quedarme quieto, puedo renunciar,
puedo tener como cualquiera un miedo terrible,
porque cometo errores y el aire me falta
como me faltan el pecado, el pan, la risa, tantas cosas.
El tiempo es implacable como un número creciente
y comprendo que se suma en mi frente, en mis manos,
en mis hombros, como un fardo,
o ante mis ojos como una película cada vez más triste,
y pertenezco al tiempo, a los documentos, a mi raza y mi país,
y cuando lo digo en el papel, cuando lo confieso,
tengo ganas de que todos lo sepan y lloren conmigo.
Testamento ológrafo
Dejo mi sombra,
una afilada aguja que hiere la calle
y con tristes ojos examina los muros,
las ventanas de reja donde hubo incapaces amores,
el cielo sin cielo de mi ciudad.
Dejo mis dedos espectrales
que recorrieron teclas, vientres, aguas, párpados de miel
y por los que descendió la escritura
como una virgen de alma deshilachada.
Dejo mi ovoide cabeza, mis patas de araña,
mi traje quemado por la ceniza de los presagios,
descolorido por el fuego del libro nocturno.
Dejo mis alas a medio batir, mi máquina
que como un pequeño caballo galopó año tras año
en busca de la fuente del orgullo donde la muerte muere.
Dejo varias libretas agusanadas por la pereza,
unas cuantas díscolas imágenes del mundo
y entre grandes relámpagos algún llanto
que tuve como un poco de sucio polvo en los dientes.
Acepta esto, recógelo en tu falda como unas migas,
da de comer al olvido con tan frágil manjar.
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