El marqués y los gavilanes - Julio Ramón Ribeyro





La familia Santos de Molina había ido perdiendo en cada generación una hacienda, una casa, una dignidad, unas prerrogativas y al mediar el siglo veinte solo conservaba de la opulencia colonial, aparte del apellido, su fundo sureño, la residencia de Lima y un rancho en Miraflores.

Gentes venidas de otros horizontes —del extranjero, claro, pero también de alejadas provincias y del subsuelo de la clase media— habían ido adueñándose poco a poco del país, gracias a su inteligencia, su tenacidad o su malicia. Nombres sin alcurnia ocupaban los grandes cargos y manejaban los grandes negocios. El país se había transformado y se seguía transformando y Lima, en particular, había dejado de ser el hortus clausum virreinal para convertirse en una urbe ruidosa, feísima e industrializada, donde lo más raro que se podía encontrar era un limeño.

Los Santos de Molina se habían adaptado a esta situación. Olvidaron sus veleidades nobiliarias, contrajeron alianzas con gentes de la burguesía, se embarcaron en especulaciones bursátiles, trataron de hacer tecnócratas de sus hijos y en la última generación surgieron incluso mozalbetes que recusaban en bloque los valores tradicionales y se iban en blue-jeans a fumar marihuana a la ciudad milenaria de Machu Picchu.

Pero el único que no aceptó esta mudanza fue don Diego Santos de Molina, el mayor de los tíos, un solterón corpulento, que seguía exigiendo en ciertos círculos que se le tratara de marqués, como su antecesor Cristóbal Santos de Molina, cuarto virrey del Perú. En plena juventud había sufrido un accidente que le paralizó el brazo izquierdo, lo que lo apartó de la vida activa y lo confinó al ocio, al estudio y la conversación. Para que se entretuviera en algo y gozase de una renta, la familia le encargó la administración de los bienes comunes y le cedió la casona de la calle Amargura, que de puro vieja nadie quería habitar.

Fue allí que rodeado de daguerrotipos y pergaminos, Diego Santos de Molina fundó una comarca intemporal, ocupado en investigaciones genealógicas y en la lectura de las memorias del duque de Saint-Simon, que terminó por conocer de memoria. Su contacto con la ciudad se había vuelto extremadamente selectivo: misa los domingos en San Francisco, té todas las tardes en el bar del Hotel Bolívar, algunos conciertos en el Teatro Municipal y tertulias con tres o cuatro amigos que, como él, seguían viviendo la hipótesis de un país ligado aún a la corona española, en el que tenían curso títulos, blasones, jerarquías y protocolos, país que, como estaban todos de acuerdo, “había sido minado definitivamente por la emancipación”.

Estas tertulias eran siempre las mismas y su enjundia venía de su repetición. Después de un preámbulo nostálgico y empolvado, en el que se evocaba el mundo arcádico del príncipe de Esquilache y del Paseo de Aguas, se llegaba infaliblemente a la revista de los personajes y familias que estaban en el candelero. Sobre esta materia, don Diego poseía una autoridad canónica y una facundia que había llegado a ser legendaria. Gracias a sus pesquisas, a la tradición oral y a su prodigiosa memoria, conocía los orígenes de todas las familias limeñas. Y así no había persona descollada que no descendiera de esclavos, arrieros, vendedores ambulantes, bodegueros o corsarios. Alguna tara racial, social o moral convertía a todos los habitantes del país, aparte de los de su círculo, en personas infrecuentables.

Una de las tardes en que llegó al bar del Hotel Bolívar a tomar su té se llevó una enorme sorpresa: su mesa, la que desde hacía años le tenían reservada en el ángulo más tranquilo, donde podía leer el ABC y el Times sin ser importunado, estaba tomada por tres señores que departían en voz baja ante sendas tazas de café. Se aprestaba a ponerse los anteojos para identificarlos cuando el viejo mozo Joaquín Camacho se le acercó y tomándolo del brazo lo condujo hacia el mostrador pidiéndole excusas, tenía que comprender, señor marqués, pero don Fernando Gavilán y Aliaga…

Don Diego empezó a toser, se ahogó y tuvo la impresión de que se llenaba de ronchas. ¡Gavilán y Aliaga! ¡Esos malandrines que habían aparecido en el país hacía apenas un siglo y habían extendido sus tentáculos a todas las actividades imaginables! Había un Gavilán y Aliaga banquero, otro general, otro rector de universidad, otro director de periódico, otro campeón de golf… Y el que estaba sentado ahora en su mesa, según creía recordar, había sido alguna vez embajador y en la actualidad presidente de una de esas agrupaciones huachafas inventadas recientemente, algo así como la Sociedad Nacional de Tiro.

Refunfuñando pidió sus periódicos favoritos y se instaló en otra mesa, frente a los ventanales que daban a la céntrica calle de La Colmena. Pero no pudo leerlos, no solo porque de la calzada le llegaba el insoportable vaivén del populacho sino porque el nombre Gavilán y Aliaga se le había atravesado en el espíritu y le bloqueaba todo raciocinio. Sin terminar su té se retiró.

Al día siguiente volvió a encontrar ocupada su mesa. Y lo que es peor por la misma persona. Don Fernando reía a grandes voces acompañado esta vez por una señora con sombrero. Ni siquiera esperó al mozo, que se precipitaba hacia él consternado, y dándole la espalda abandonó el lugar, jurándose que no regresaría en toda su vida. ¡Ese bar, además, que llevaba el nombre de un zambo venezolano que había expulsado a balazos a sus antepasados de América!

Este nimio incidente fue motivo de innumerables tertulias en el salón de la calle Amargura. Todos lo consideraban como un acto flagrante de usurpación y una prueba más de la vocación imperialista de la nueva clase. Durante días pusieron su ciencia y su ironía en común para burlarse de los Gavilán y Aliaga, sacando sus trapitos al aire, en los que metían sus delicadas narices para morirse de risa. La cólera de don Diego fue así apaciguándose. Sus amigos le traían a casa sus periódicos preferidos y le recomendaron tomar su té en El Patio, un lugar sin muchas pretensiones pero que tenía apartados discretos y era frecuentado por la colonia española. Era además la época de la cosecha y don Diego tuvo que viajar varias veces a la hacienda para controlar la venta del arroz y recabar los dividendos de la familia.

Un nuevo hecho, sin embargo, lo remeció y volvió a ponerlo en la onda de los Gavilán y Aliaga. Don Diego leía de los diarios limeños solo la página social, en donde cosechaba una información preciosa para sus chismes y ficheros. Por curiosidad hojeó un día la página editorial del periódico de los Gavilán y Aliaga y encontró un artículo que le puso los escasos pelos de punta. Bajó el título anodino de “Reformas Necesarias” se censuraba el régimen del latifundio, se abogaba por mayor justicia social en el campo y se terminaba sugiriendo, muy sutilmente, la necesidad de una Reforma Agraria. ¡Solo faltaba eso! ¡Que los Gavilán y Aliaga se volvieran ahora socialistas! Claro, ellos tenían todo, menos propiedades agrícolas. Éstas eran tradicionalmente símbolo de nobleza y estaban ligadas al nacimiento de la aristocracia. ¿Qué podían invocar los Gavilán y Aliaga en este dominio? ¡Nada! Sus blasones eran sus negocios y sería ridículo que buscaran en ellos el sustento de un título: el Conde Import & Export, por ejemplo. ¡Qué buen chiste! Decididamente lo que querían estos arribistas era privar de todo asiento a los vástagos de las reparticiones coloniales.

Sus amigos convinieron que se trataba de un hecho grave y resolvieron seguir el desenvolvimiento del asunto. En las semanas siguientes aparecieron otros artículos en el mismo diario, en los que cada vez se iban haciendo proposiciones más concretas respecto al agro. Y pronto fue un Gavilán y Aliaga, el diputado don Patricio, quien pronunció en el parlamento un discurso explosivo en el que recomendaba la expropiación de las haciendas que no eran trabajadas por sus propietarios.

Don Diego se sintió esta vez directamente aludido y consideró el discurso como casus bellis. Su mesa en el Bolívar, podía pasar, ¡pero su hacienda! Reunió en su casa un verdadero consejo de guerra, en el que invitó incluso a personas cuyo abolengo no le parecía muy probado y examinaron la situación. Algunos consideraron el discurso con escepticismo y hablaron de una simple maniobra política de los Gavilán y Aliaga con miras a las próximas elecciones. Otros lo tomaron en serio, pero opinaban que embarcarse en una lucha era suicida: ellos eran una minoría y frente a los Gavilán y Aliaga, sus aliados y secuaces, tenían todas las de perder. Solución: vender las tierras antes de la expropiación y reconvertirse a otras actividades.

Don Diego consideró esta actitud como una dimisión y juró que por nada del mundo permitiría que por culpa de unos parvenus tuviera que renunciar a una propiedad que les pertenecía hacía cuatro siglos. Solo sus más fieles amigos lo secundaron y acordaron batallar por su cuenta y de acuerdo a sus posibilidades.

Pronto comprobó don Diego que sus posibilidades eran mínimas. Él no disponía de un partido, ni de periódicos ni de medios de presión. Los Gavilán y Aliaga, es cierto, tenían enemigos feroces dentro de su propia clase, pero se trataba también de gente sin distinción ni linaje, con la cual concertar un pacto hubiera sido vergonzoso. La única arma de que disponía era su lengua, una lengua que, como decían las malas voces, llegaba hasta la Edad Media. Pero esta lengua culebrina hurgó en vano en los antecedentes de los Gavilán y Aliaga, buscando la mancilla, el hecho definitivo que arruinara para siempre su crédito y los cubriera de ridículo. Por más que indagó solo llegó hasta el año 1854, cuando un abogado Belisario Gavilán abrió un bufete en Lima, se casó con una señora Aliaga y fundó una prolífica familia. Desde entonces siempre habían ocupado cargos destacados en el campo de los negocios y de la inteligencia. Los pocos hechos que ya conocía o que descubrió, como la quiebra dudosa de una de sus compañías, el matrimonio de uno de sus abuelos con una señora de moral equívoca o la deportación de uno de sus antepasados por razones políticas, no le dieron materia para un verdadero ataque y sirvieron apenas para alimentar las veladas chismográficas de la calle Amargura. Entretanto, los proyectos reformistas del diputado don Patricio Gavilán y Aliaga se habían hundido en las aguas cenagosas del Parlamento.

Descartado el peligro de la expropiación, los ánimos vindicativos de don Diego decayeron, si bien no dejaba de aplicar un puntillazo cada vez que en la conversación surgía el nombre de Gavilán y Aliaga. Algunos de sus parientes habían muerto lo que, gracias a herencias y legados, acrecentó su renta. Hizo un par de viajes a Europa para visitar museos, besarle la mano a alguna duquesa y comprarse calcetines ingleses. A cada uno de sus regresos encontró Lima más fea, sucia y plebeya. Cuando avistó los primeros indígenas con poncho caminando por el Jirón de la Unión hizo un nuevo juramento: no poner nunca más los pies en esa calle. Lo que cumplió al pie de la letra, amurallándose cada vez más en su casona, borrando de un plumazo la realidad que lo cercaba, sin enterarse nunca que un millón de provincianos habían levantado sus tiendas de esteras en las afueras de la capital y esperaban pacientemente el momento de apoderarse de la Ciudad de los Reyes. Solo se filtraban hasta su mundo los signos de lo mundano, bodas, bautizos, matrimonios, entierros, distinciones, bailes y nombramientos.

Se enteró así que un Gavilán y Aliaga había sido designado alcalde de Lima y esto le produjo la más grande zozobra. De esta gente era posible esperar todo, tal vez la demolición de las iglesias y conventos virreinales que aún quedaban. Pero don Amaro Gavilán y Aliaga parecía ser un tradicionalista y una de las primeras medidas que tomó fue hacer un catastro de las viejas mansiones de la colonia con el propósito, según dijo, de velar por su conservación. Recibió un día la visita de unos funcionarios que inspeccionaron su casa, tomaron medidas, trazaron croquis y se mostraron, para ser francos, de una impecable cortesía.

Pero, como lo confirmó luego, los Gavilán y Aliaga no daban puntada sin nudo. Esta política encubría una especulación perversa. El banco de los Gavilán y Aliaga había cobrado una importancia colosal, por todos los barrios y ciudades abría nuevas agencias y uno de sus planes era instalar las principales en residencias con prestancia. El famoso catastro de don Amaro solo tenía como fin identificar las posibles sedes de sus sucursales.

Fue así como al poco tiempo recibió una carta del Banco Gavilán y Aliaga en la que le proponían la compra de su casona. A tal punto le pareció escandalosa esta propuesta que la consideró como no recibida. Otras cartas le llegaron, pero le bastaba ver el membrete para echarlas a la papelera. Al no obtener respuesta, el banco se dirigió a los familiares de don Diego. La oferta era tentadora y a éstos se les despertó la codicia. Hermanos y sobrinos vinieron a verlo para discutir el asunto.

La intransigencia de don Diego los dejó espantados y su elocuencia estuvo a punto de convencerlos. Pero los intereses en juego eran demasiado importantes. Esa casona, después de todo, era copropiedad de decenas de Santos de Molina y les cabía a ellos tomar la decisión. Se convocó un consejo de familia. Cuando se pasó al voto la venta quedó decidida.

El marqués Santos de Molina quedó anonadado. Firmadas las escrituras le dieron seis meses de plazo para mudarse. De inmediato pensó en irse del país, dejar para siempre esa tierra de cholos y Gavilanes y Aliaga, pero su renta no le permitía instalarse en el extranjero. ¿Trasladarse al rancho de Miraflores? Imposible, estaba por el momento alquilado. ¿Recluirse en su hacienda? Peor aún, el inmortal Patricio Gavilán y Aliaga, reelegido diputado, volvía a agitar en el Parlamento el espantapájaros de la Reforma Agraria. Mientras buscaba una casa u hotel donde refugiarse decidió, esta vez sí, ya que la victoria le estaba vedada, consolarse al menos con la venganza.

Tanto encarnizamiento puso en este propósito que sus propios amigos se arredraron y le aconsejaron prudencia. Un Gavilán y Aliaga acababa de ser nombrado ministro de gobierno, otro presidente del Jockey Club y se rumoreaba que un tercero sería lanzado como candidato a las próximas elecciones presidenciales. Pero don Diego no quiso escuchar nada. Amparándose en el axioma de Saint-Simon: “Nada hace temblar más al poderoso que el ridículo o la chanza”, abrió una vez más el expediente Gavilán y Aliaga y empezó a examinarlo a la lupa.

Encontró las cosas que sabía, pecadillos, historietas, decires no confirmados, pero no el baldón que destruye para siempre un apellido y ya sentía caer sobre él el desaliento cuando se acordó de su tía Marcelina. No la visitaba desde hacía décadas. De joven la frecuentó mucho y pasó inolvidables veladas en su casa escuchándola contar historias de las viejas familias limeñas. Como ya era centenaria, estaba ciega y medio sorda, se habían desembarazado de ella, recluyéndola en un asilo de ancianos.

Durante horas don Diego la interrogó. La pobre vieja hacía siglos que no exploraba ciertas galerías de su memoria, a las que don Diego la forzó a descender gateando. Y al fin sus esfuerzos fueron recompensados. Claro, don Belisario Gavilán, algo le había oído decir a su madre, el abogado, se casó con una Aliaga, fue durante el gobierno del mariscal Castilla. ¿No había llegado de México? De Monterrey, así se llamaba la ciudad, de eso no le quedaba la menor duda.

Don Diego no tuvo necesidad de más. Este simple dato le abrió perspectivas infinitas. Sus amigos se inquietaron cuando les comunicó su hallazgo y tejió en torno a él hipótesis delirantes. Pero se inquietaron más cuando de la noche a la mañana se enteraron que había partido rumbo a México.

En la capital mexicana ubicó a decenas de Gavilán, que eran desde artesanos hasta importantes hombres de negocios, pero cuyos orígenes se perdían en plena revolución. Continuó entonces viaje hacia Monterrey y empezó allí a expurgar los archivos parroquiales, notariales y municipales. Al cabo de dos meses, en una memorable tarde que consideró como la más jubilosa de su vida, encontró lo que buscaba: la licencia otorgada por el ayuntamiento de Monterrey a don Carlos Gavilán, casado, padre de Belisario y Elena, para que abriera una carnicería dedicada en especial a beneficiar las reses que procedían de las corridas de toros. ¡Un carnicero! Y peor aún, ¡un matarife! ¡De allí venían los Gavilán y Aliaga! ¡Gente que descuartizaba toros y traficaba con sus vísceras! ¡Hombres de mandil, hacha y cuchillo! Que su hijo Belisario hubiera estudiado leyes y emigrado al Perú le tenía sin cuidado. Todo el clan había nacido entre los cuatro muros de una tienda sórdida llena de sangre.

Cuando regresó a Lima ya su casona de la calle Amargura había pasado a manos del Banco Gavilán y Aliaga que, renunciando a montar una agencia, la había convertido en un restaurante de lujo que llevaba como enseña La Perricholi. Don Diego encajó este golpe con entereza, era natural que los Gavilán y Aliaga, siguiendo un llamado ancestral, se dedicaran a traficar con tripas y alimentos. En su portafolio traía las pruebas de su vindicta y en el cuarto que alquiló en el Hotel Maury preparó minuciosamente su golpe de mano.

Una carta pública. En ella trazaría una semblanza de los Gavilán y Aliaga, empezando por sus descarríos recientes hasta remontarse a la gran revelación: el carnicero. Sus amigos lo escucharon con alarma. Los Gavilán y Aliaga habían accedido a nuevos cargos y la candidatura presidencial de don Escipión era ya un hecho. Otros problemas más urgentes habían surgido, forzando a las viejas y nuevas clases a cerrar filas: huelgas, invasiones de tierras, grupos políticos radicales que amenazaban con no dejar piedra sobre piedra. Los Gavilán y Aliaga, después de todo, representaban el partido del orden y ofrecían con sus reformas una alternativa al desastre.

Pero don Diego era inaccesible a estas argumentaciones. No habría cuartel contra esos miserables que habían hecho un mesón de su palacio. La carta que redactó en el Hotel Maury era una obra maestra de sarcasmo y su solo título una promesa de gozo: “Del camal al sillón presidencial”. La envió con seudónimo al diario de los Delmonte que, terratenientes empedernidos y adversarios de los Gavilán y Aliaga, la acogieron como un regalo del cielo.

La carta produjo el efecto de una apestosa bombilla. Durante días no se habló en los salones de la sociedad limeña más que del carnicero Gavilán, que en Monterrey descuartizaba cornúpetas con sus manos. De los toros se pasó a sus adornos y por analogía los Gavilán y Aliaga se convirtieron en unos cornudos. Su propio apellido cobró un nuevo aspecto y se prestó a procaces juegos de palabras. Don Diego gozó hasta el exceso de las repercusiones de su noticia y, lo que nunca hacía, frecuentó las casas de los pocos viejos limeños que quedaban para recoger su chisme amplificado: un Gavilán y Aliaga monosabio, otro enterrador, otro verdugo.

Los Gavilán y Aliaga abrieron un proceso por difamación contra los Delmonte, sin muchas esperanzas de contrarrestar el efecto pernicioso de esta injuria, pero secretamente emprendieron investigaciones para identificar al autor de la carta. Don Diego había tomado la precaución de elegir un nombre y una dirección que no correspondían a nada. Los propios Delmonte ignoraban quién había enviado la carta. La única vía para llegar a su autor era el análisis del texto.

La carta de don Diego estaba redactada con letras de imprenta y en un estilo administrativo que no daba pie para ninguna indagación. Pero su presuntuosidad lo perdió. Al final de la misma no pudo resistir a la tentación de citar una frase del duque de Saint-Simon: “Si quieres entrar en mi casa, deja al animal en la puerta”. Y añadía de su propia cosecha: “Los Gavilán y Aliaga parecen ignorar esta lección y así traen al animal no solo dentro de sí sino sobre su propio nombre”.

Cita fatal. Los lectores de Saint-Simon eran muy pocos en Lima. Sus memorias hacía años que no se reeditaban y se sabía más o menos quienes las tenían en casa. Otras pesquisas paralelas permitieron a los Gavilán y Aliaga localizar sin equívoco al responsable de esta afrenta.

Una mañana lo llamaron de la recepción a su cuarto del Hotel Maury y le dijeron que un señor que no había querido dar su nombre lo esperaba en el bar. Don Diego pensó en alguien que había conocido en Madrid o en México y que quería darle una sorpresa y afeitándose a la carrera descendió. La sorpresa la tuvo: don Fernando Gavilán y Aliaga, ex embajador y presidente del Club Nacional de Tiro, estaba frente a él, con su capa negra forrada en seda roja, a una hora en que el bar bullía de clientes. Tal fue su asombro que estuvo a punto de desplomarse y probablemente se desplomó. No recordaba sino las palabras que esa ruda boca bajo el tupido bigote lanzó en alta voz para ser escuchado por los presentes: “Fíjate, Diego —y lo trataba de tú, además, ¿no habían estado juntos en el colegio durante unos años?—. Ya sabemos que eres el autor de esa carta infame. No voy a entrar en detalles, pero si quisiera podría demostrar que ese virrey boludo del que desciendes tuvo un abuelo que fue ahorcado en Sevilla por contrabandista. Esta guerrilla genealógica no me interesa. Solo quiero pedirte una cosa, pues ni siquiera puedo desafiarte a un duelo a causa de tu brazo. Que desdigas lo dicho en una nueva carta a publicarse en todos los periódicos. Y con tu firma, esta vez. De otro modo, la próxima vez que te encuentre, no voy a perder el tiempo insultándote sino que te haré apalear por uno de mis choferes”.

 

Don Diego sufrió un colapso, perdió momentáneamente el uso de la palabra y tuvo que guardar cama. Su memoria sufrió una veladura. El mundo comenzaba para él desde que ese señor lo interpeló en el bar del Hotel Maury. ¿Quién era ese personaje bigotudo? ¿Por qué estaba envuelto en una capa negra? ¿Cómo se atrevía a amenazar al más rancio marqués del continente?

A los pocos días se recuperó por completo y pudo ponerse de pie. Parientes muy cercanos y amigos adictos lo rodeaban, recordándole que su ardid había sido descubierto y que solo cabía proceder al desmentido. Hasta se habían dado el trabajo de redactarlo en los términos más decorosos, no lo comprometía a nada, pero aplacaría la ira de sus adversarios.

Don Diego tuvo en la mano el texto y el lapicero, pero dijo no. Eso lo condenaba, estaba seguro, a no librarse nunca del acoso de los Gavilán y Aliaga. Pero un Santos de Molina no podía ceder a las amenazas de los matarifes. Los que estaban con él podían quedarse, los otros que se fueran en el acto, ¿habían entendido? Todos se fueron.

Esta deserción lo afectó mucho y pasó solitarios días en su hotel, meditando sobre la fragilidad de los sentimientos humanos y planeando una obra magistral sobre la familia Gavilán y Aliaga, en la que relataría con pelos y señales toda su abominable historia. Había proyectado cinco volúmenes, que empezarían con el carnicero y terminarían con el embajador. Y paralelamente, obedeciendo a las leyes de la simetría y para la edificación de las generaciones futuras, redactaría la historia de su propia familia, anales minuciosos de la grandeza y hazañas de los Santos de Molina, que culminaría con su propia efigie. Estas reflexiones le devolvieron la vitalidad y cuando se sintió en forma, a pesar de haber recibido dos misivas de la Sociedad Nacional de Tiro que no abrió, se resolvió salir a la calle para escuchar su misa dominical en San Francisco.

En las torres del templo unos gallinazos plomizos parecían secretear. Desde las bancas algunos conocidos le sonrieron evasivamente. Aparte de ello no notó nada de anormal. No había pues ningún peligro. Reanudó entonces sus tés en El Patio y se abonó a archivos y bibliotecas donde comenzó a reunir la documentación para una obra cuya escritura se le hacía cada vez más imperiosa.

Una noche, después de un concierto en el Municipal, se animó a hacer un paseo hasta el río Rímac, donde el alcalde don Amaro Gavilán y Aliaga había inaugurado hacía poco un puente. Confirmó, como era natural, que el puente era horrible y que para construirlo habían tenido que mutilar parte del convento de Santa Rosa. Cuando regresaba fue abordado por un mozo en blue-jeans, camisa floreada y pucho en el labio. Al comienzo lo tomó por uno de sus innumerables sobrinos y trató de entender lo que le pedía, pero de pronto lo vio alzar el puño y aplicarle un combo en plena boca que lo tendió en la vereda. Transeúntes que pasaron luego lo condujeron a la Asistencia Pública donde comprobó que le habían roto dos dientes y robado un prendedor de corbata con el blasón de la familia.

De inmediato imputó esta agresión a los Gavilán y Aliaga y así lo hizo conocer enviando cartas a los diarios que, dada la gravedad de la acusación, no fue publicada. Por precaución evitó las salidas nocturnas y se mostró vigilante en sus desplazamientos. Otros hechos turbadores se produjeron. Regresando de donde su dentista una maceta cayó desde un quinto piso a treinta pasos de él. En otra ocasión un automóvil montó sobre la vereda y estuvo a punto de arrollarlo junto con otros peatones. Una noche que no podía conciliar el sueño se asomó a la ventana y vio un hombre embozado en una capa que cruzaba la pista. Pronto descubrió algo así como una mancha de cera en la cerradura de su puerta. Notó igualmente que al Hotel Maury había entrado a trabajar un mozo que tenía un vago parecido con uno de los Gavilán y Aliaga. Una madrugada sintió un aletazo contra el vidrio de su ventana y le pareció distinguir un pájaro de enorme talla que se alejaba raudo. No necesitaba más pruebas: un complot había sido montado contra su persona, no ya para agredirlo sino para eliminarlo físicamente e impedirle la elaboración de su obra denunciadora.

En un baulillo metió las memorias del duque de Saint-Simon, sus kilos de notas y documentos y diez mil hojas de papel en blanco; en una maleta un poco de ropa; y en medio del mayor secreto se embarcó en el primer avión rumbo a París.

Se hospedó en un hotelito de Montparnasse y pasó unos días tranquilos yendo al Louvre y a la sala Pleyel y tratando de ver por qué medios podría presentarle sus saludos al conde Robert de Billy y a la princesa de Borbón-Parma. Al mismo tiempo hizo instalar una mesa en su alcoba, donde se acomodaba todas las tardes para revisar sus papeles y organizar el plan de su obra. Hasta que tuvo la impresión de haberse encontrado demasiado seguido y en barrios diferentes con un hombre de boina, impermeable y cutis rojizo. La última vez lo reconoció en el restaurante donde almorzaba, a pesar de que había reemplazado el impermeable por un abrigo. Al regresar a su hotel vio a dos extranjeros con sombrero que se inscribían en la recepción y hablaban una lengua extraña. Esto lo puso en guardia. Sin perder un minuto hizo su equipaje y partió por tren hacia Madrid.

Esta vez no fue a un hotel sino a una pensión de familia en el barrio de Argüelles. Pasaba los días en la Biblioteca Nacional leyendo libros de heráldica y tomando notas. Una que otra noche, con sombrero y gafas, se perdía en la multitud anónima de la Gran Vía. Allí volvió a tener la sensación de ser escrutado, pasteado. Personas caminaban durante cuadras a su lado, deteniéndose frente a las mismas vitrinas. Si tomaba las calles adyacentes siluetas de mujeres surgían de los pórticos y lo atraían con señas equívocas hacia corredores sombríos. Un chofer de taxi lo condujo un día al centro por un itinerario aberrante, al punto que tuvo que aprovechar una luz roja para descender precipitadamente del vehículo. En su propia pensión notó otros indicios: la camarera que, al hacer su pieza, miraba con demasiada insistencia sus papeles o el mozo del comedor a quien sorprendió haciendo un pase mágico sobre la garrafa de vino que le traía. Decidió a partir de entonces no beber vino, pero qué importaba el vino, si en el zaguán de su pensión vio a un guardia civil con cara de peruano que hablaba con la portera y, peor aún, cuando viajando en ómnibus distinguió en la calle un enorme anuncio con el título La Venganza del Gavilán. A la dueña de la pensión le dijo que se iba por unos días a Granada, pero en realidad se trasladó a Roma.

Resistió solo unos días. Los escrutadores habían cambiado de apariencia y estaban ahora disfrazados de curas. Los encontraba por todo sitio, vestidos de franciscanos, capuchinos, mercedarios, curas que parecían guardias civiles españoles con caras de peruano. El propio Papa, a quien fue a escuchar a la plaza de San Pedro, trazó sobre su cabeza una cruz y se volvió hacia uno de sus asistentes para hablarle al oído. ¿No había sido don Fernando Gavilán y Aliaga embajador ante el Vaticano? ¡Qué error haberse instalado en las grandes capitales! La solución estaba en encontrar una ciudad mediana en un país anodino.

Inició entonces una vida errabunda que lo llevó por Yugoslavia, Austria, Alemania, Holanda, pasando de hoteles a pensiones, sin desprenderse de su baulillo, descubriendo por todo sitio indicios de sus seguidores, hasta que recaló en Amberes. Allí se sintió al fin seguro. No solo se trataba de una ciudad dinámica, en la que se hablaba una lengua endemoniada y entre cuya población era posible disolverse sin dejar rastros, sino que pertenecía a un estado monárquico gobernado por el bondadoso rey Balduino. Inscrito como arquitecto en un hotel burgués frecuentado por comerciantes y esporádicos congresistas, pudo reencontrar la paz que le permitió compulsar sus documentos y trazar el plan definitivo de sus obras. Éstas se habían ido ramificando y entrelazando hasta componer un díptico monumental en el que, al comparar su familia a la de sus adversarios, dejaría una imagen ejemplar de la gloria y de la venganza. Se enteró además que en Bruselas vivía el príncipe Leopoldo de Croi, una de las más rancias familias de la nobleza europea, a quien se propuso visitar alguna vez para pedirle acceso a sus archivos. Entre los siglos XVI y XVII había perdido a varios de sus ancestros y tenía urgencia en recuperarlos.

Regresando una tarde de un paseo por el puerto, feliz porque el príncipe de Croi había respondido a una de sus misivas, notó a la entrada de su hotel un ajetreo inhabitual. Taxis se detenían, descendían viajeros, corrían ujieres cargando maletas. El hall estaba lleno de afiches donde se veía una silueta disparando al blanco con un fusil. Grupos de personas hablaban de armas, tiros y concursos. Como se acercaba el invierno y hacía un poco de frío resolvió pasar al bar para beber algo caliente. No hizo sino cruzar el umbral cuando distinguió, sin que le quedara la menor duda, apoyado en el mostrador, envuelto en su capa negra, escrutando el recinto con una mirada ardiente, altanera y despiadada, a don Fernando Gavilán y Aliaga quien, al verlo, le mostró todos sus dientes y dio un paso adelante con un brazo extendido.

En el instante don Diego fue conmutado a un orden diferente y empezó a flotar en un tiempo cuyas secuencias se fundían tempestuosamente. Viajaba en un taxi por una oscura autopista, subía precipitadamente las escaleras de un hotel, un tren lo conducía hacia un país desconocido, tocaba en vano una puerta con el blasón del príncipe de Croi, un hombre lo perseguía con una factura en la mano, recorría una ciudad atestada de almacenes con salchichas, se escapaba de su hotel con su baulillo por la puerta de servicio, en una comisaría sentaba una denuncia ante policías hilares, un aduanero de aspecto feroz le pedía su pasaporte, atravesaba en un tranvía una arteria nevada, escuchaba marchas militares y valses vieneses, tendido en una calzada gélida, era meado por los perros, alguien escribía su nombre en el libro de un albergue, afiches rezaban Congreso Internacional de Sociedades de Tiro, un autobús lo depositaba ante una iglesia gótica, su hermano Juan le acariciaba la cabeza diciéndole frases reconfortantes, recorría parte de la Edad Media buscando un documento, yacía en un dormitorio blanco rodeado de nobles y agonizantes guerreros, un altoparlante repetía el tren para Múnich dentro de quince minutos, un anciano benévolo le sonreía elogiando las virtudes de la jeringa que tenía en la mano, su hermano Juan insistía en que todo peligro había cesado, volaba en un aeroplano sobre mares infinitos, estaba acostado en una alcoba con ventana teatina, perfume de jazmines, rumor de resaca marina, finísima niebla penetrando por las rejas, empapelado desvaído y retrato al óleo del Marqués Cristóbal Santos de Molina.

Estaba en realidad en su rancho de Miraflores. Hacía tiempo, seguramente no podía decirlo, pero estaba allí, no cabía duda, reconocía el espacio de su infancia y a su hermano Juan que le decía cosas amables: lo habían traído de incógnito, nadie sabía de su presencia, no importaba además, sus enemigos habían dado un traspié, no había habido elecciones, un militar había tomado el poder, se entraba a una época de justicia y de orden y tenía toda la vida por delante para hacer tranquilamente lo que le diera la gana, al margen de cualquier asechanza.

Don Diego registró estas informaciones sin inmutarse, no tenía bastantes energías para reaccionar. Aceptó esa vida circular hecha de dietas, cucharadas, siestas interminables y una fatiga invencible que le impedía acercarse al baulillo y dedicarse a su tarea interrumpida. Pero de reojo observaba cautelosamente su contorno sin perder un detalle. El bigote de su hermano Juan era algo más que un bigote, los dos o tres amigos que lo visitaban hablaban con una voz de falsete, el señor que venía a tomarle el pulso e interrogarlo tenía una corbata cuyo dibujo carecía de toda inocencia, la sirvienta andaba siempre en puntas de pie y era necesario mostrarse atento al piar cada vez más estridente de las aves matinales.

Cuando estuvo mejor sus amigos y su hermano fueron espaciando sus visitas y terminaron por suspenderlas. Pudo entonces inspeccionar cuidadosamente la casa. Notó que había dos ventanas sin rejas y de inmediato ordenó poner remedio a ello. Luego despidió a la cocinera porque tenía un ojo más grande que el otro y con el grande lo enfocaba como un faro marino cada vez que pasaba por la cocina. Hizo lo mismo con el jardinero, a quien sorprendió cerca de la ventana de su alcoba con una enorme tijera en la mano.

Estas precauciones eran necesarias y lo confirmó cuando al asomar un día al jardín exterior vio pasar tras la verja a un militar con perfil de falcónido. ¡Qué ingenuos eran todos! Ahora se daba cuenta de la jugarreta: los Gavilán y Aliaga no habían quedado excluidos del poder sino que habían revestido la chaqueta del general para continuar ejerciéndolo y poder llevar a cabo solapadamente su venganza.

A partir de entonces redobló las medidas de seguridad. Hizo cambiar las cerraduras de todas las puertas y poner candados en las ventanas. Le prohibió al señor que le tomaba el pulso que pusiera más los pies en la casa. De los muros de la biblioteca descolgó las dos viejas espadas de sus ancestros que dejó en permanencia al lado de su velador. Ordenó a la sirvienta comprar muchas provisiones y se aprestó para un largo sitio. No en vano descendía de aguerridos señores que lucharon durante siglos contra infieles, bastardos y granujas. Ya que no quedaba otra salida, si querían pelea, la habría.

Todo empezó con crujidos y rumores nocturnos. Venían del jardín o de los aposentos alejados, cada vez más frecuentes, más próximos. Mirando el retrato de don Cristóbal se decía que el cerco se iba estrechando. Cuando juzgó que el asalto era inminente ordenó caballerescamente a la sirvienta que se fuera de la casa, no quería verla envuelta en una lid que no le concernía. Se encerró en su dormitorio con bolsas de galletas y jarras con té, atento a la menor trepidación e imaginando el preludio de su obra inmortal, que empezaría cuando las circunstancias le dejaran un respiro.

Lo que aguardaba al fin se produjo: una noche se despertó bañado en sudor, sintiendo en el jardín un insistente aleteo. Encendiendo la luz de su lámpara se levantó y cogió una de sus espadas. Los ruidos del jardín cesaron pero, de pronto, los postigos de la ventana teatina se abrieron de par en par y penetró un enorme pájaro gris que raspó el cielo raso, picó sobre su cabeza, lo hostigó con su pico encorvado. Se defendió dando mandobles a diestra y siniestra, mientras repetía la divisa familiar: “Tu fuerza es tu soledad”. El pájaro se transformó en una mariposa velluda que trataba de cegarlo con el polvillo infecto que despedían sus alas. Tuvo que protegerse la cabeza con su bata para proseguir el combate. Ya no era una sino decenas de mariposas las que lo atacaban, pasando acrobáticamente entre sus piernas. Y nuevamente el pájaro de rapiña, pero multiplicado, en turbulenta bandada que se estrellaba graznando contra los muros. Sin dejar de blandir su espada saltó sobre la cama, empujó butacas y consolas, patinó sobre los petates, inventó golpes y esquives hasta que, cuando perdía el aliento, se dio cuenta que los agresores habían huido y que se encontraba solo en el silencioso amanecer sobre el piso cubierto de plumas. Un pequeño insecto zumbaba en el aire tranquilo y tomando altura desapareció por la ventana teatina.

Todo estaba en el más completo desorden. Pero ¡qué importaba! Era el desorden de la victoria. Sus almohadones despanzurrados yacían sobre la cama. Los gavilanes no habían sacado una sola gota de sangre de sus venas. Se imponía consignar este hecho como algo memorable. Y como a pesar del cansancio no tenía sueño y se sentía lúcido decidió que era el momento de empezar la obra que una vida errante y amenazada le había impedido llevar a cabo. Abriendo el baulillo sacó las diez mil páginas en blanco y las colocó sobre su mesa. Metiendo el lapicero en el pomo de tinta escribió en la primera página con una letra que la emoción hacía más gótica: “En el año de gracia de mil quinientos cuarenta y siete, el día cinco de septiembre, en la ciudad de Valladolid, vio la luz don Cristóbal Santos de Molina, cuatro siglos antes del combate que su descendiente, don Diego, sostuvo victoriosamente contra los gavilanes”. Releyó la frase, sintiendo que le corría un escozor en los ojos y pasó a la segunda página. “En el año de gracia de mil quinientos cuarenta y siete, el día cinco de septiembre, en la ciudad de Valladolid, vio la luz don…”. Secó la página cuidadosamente y pasó a la tercera: “En el año de gracia de mil quinientos cuarenta y siete, el día cinco de septiembre, en la ciudad…”. Y así continuó, sin que nadie pudiera arrancarlo de su escritorio, durante el resto de su vida.

FIN

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