El palacio de hielo​ - Abraham Valdelomar - Amantes de la literatura

Lo Nuevo

1.11.23

El palacio de hielo​ - Abraham Valdelomar





I
–¿Quieres un cuento oriental en el que pasen caravanas de fetiches sedientos, caballeros en arqueados dromedarios hacia espejismos de plata líquida, o prefieres un cuento ruso de la Perspectiva Nevski o de las desiertas estepas. O la famosa leyenda del Palacio del Hielo o un amor inédito de Catalina II?...

Puedo contarte una escena florentina, un amor en góndola en Venecia, un motivo germano o un cuento turco. Si prefieres oirás una venganza de la vieja Bohemia, una crónica de Albión o una noche del Molino Rojo ilustrada con minués y colombinas.

Puedes ir en mi relato a los campos en flor de Niza, al tapete verde de Montecarlo o a un bosque de Pierre Loti con gheisas y guerreros, lotos, anémonas y crisantemos. Jardines con ciruelos rojos como labios de mujer y árboles, enguirnaldados en rosa. O te agrada la leyenda del rey de Ys, y los amores de Dahnt... ¿Grecia?. Te diré de los bosques de Hircania con afroditas y anadyomenas o será de Roma, el capitolio y los gladiadores de miradas glaucas y nervudos brazos.

Si quieres te contaré de Pompeya con sus frescos clásicos y enervantes, leyendas de Petronio, capiteles de Praxiteles, bajorrelieves eróticos de Fidias y versos sálmicos de Aristipo. Ya sabes tú que he bebido sangre de las vides de Chipre y del Rhin. Que he pensado a la sombra de la esfinge y he subido las escalinatas en mármol de los palacios egipcianos. He visto perderse las líneas del horizonte sobre la mar verde del Adriático y he subido los alpes nevados...

–Prefiero algo ruso, refinado y sangriento...

Y dije:

...fue en un Sahara de hielo. Una larga extensión de millares de leguas sin vegetación donde los hielos jamás se derretían, donde ni se veía salir, ni se ponía el sol. Una claridad velada anunciaba la hora máxima y el gruñir de osos y lobos hambrientos anunciaba la noche.

En un palacio de mármol, a muchas leguas, la diosa concibió el propósito de algo extraordinario.

–¿Quién era la diosa?

–La Emperatriz Teodora, la de todas las Rusias.

Fue allá, en los lejanos días de la historia.

Nadie lo recuerda y para saberlo habría sido necesario levantar a cien generaciones. La Emperatriz reunió a su Corte y le participó que daría un baile en un palacio de hielo en flor.

Y se organizaron los preparativos, se contrataron artífices, se importaron arquitectos y una tarde fría, al morir el sol, se puso en marcha, hacia el norte, la caravana imperial.

Un ejército de mujiks, provistos de cuernos de caza, atronaban los aires y presidían la cabalgata y pasaron días y días y al terminar el quincuagésimo se levantó un campamento en pleno hielo.


II
Construido ya, a mil metros dormía iluminado el blanco palacio. Perfiles de Bizancio, cariátides de leyenda, osos de hielo que sujetaban luces. Cristales biselados engastados en marcos de hielo.

Las luces se multiplicaban en los prismas de la nieve y el aspecto todo, era de un gran diamante, escapado de la corona del Zar y perdido en la blanca llanura hacia la que iba Teodora con su Corte.

Las rusas lindísimas y sensuales, sinfonías de luz llenas de joyas, en las que se prohibía el calor, largas capas de pieles y de sedas que dejaban a la luz el tono rosa de los hombros; a príncipes, militares, nobles y favoritos, con sus ajustados pantalones de seda blanca que ceñían los músculos y sus gorros cilíndricos con pendientes. Encajes, luces y prismas.

Era la vida soñada entre un diamante rosa. A lo lejos, la blanca sabana del desierto...

Y sólo fueron en el viaje los que no se habían amado nunca. Debían conocerse en el camino y poseerse en los lechos del palacio.


III
Entró la zarina, triunfante de sedas y encajes, pieles blanquísimas y diamantes blancos, con sus pupilas de turquesas muertas y una harmonía quejumbrosa de violines zíngaros inició la fiesta de la luz.

Y toda la noche, aquella multitud ardiente y ávida, de aristócratas se entregó a todas las voluptuosidades y sintió el llorar de los violines bohemios, todas las sensaciones. Los destellos de la luz, junto con los vinos de Chipre y de la Champaña, enardecieron el cerebro y excitaron al amor y se amó enloquecedoramente –histeria ahogada en alcohol–. Las princesas ofrecían sus labios a los guardias jóvenes y éstos perseguían ebrios y locos a las favoritas.

El calor de los ojos, los casi desnudos cuerpos, las músicas y las luces; el ambiente de la orgía, principiaron a hacer derretir las delicadas formas de aquel brillante palacio, pero los amantes locos y desenfrenados unidos en besos no cesaban.

La emperatriz había ofrecido sus anémonas a un esclavo y su angosta desnudez a un oficial de honor, niño, rosado, de carnes fláccidas y de mirada celeste y el joven infante la poseyó sobre el lecho de pieles blancas.

Y dicen que duró la exquisita orgía un tiempo indefinido y, cuando imposibles para el amor, adormecidos e insensibles se abandonaron en los lechos y en las pieles, principiaron a caer las comisas derretidas sobre los dormidos danzantes.

Las cariátides dejaron de sostener las luces que al caer rompían en mil pedazos las biseladas lunas. Se obscureció el palacio, cayeron todos los bajo relieves, se humedecieron las pieles y con la obscuridad volvió a reinar la muerte en la nevada llanura. Concluyó el magnifico espectáculo del diamante de mil facetas perdido en el desierto.

El sol, a la hora máxima, anunció el día y el sitio del palacio sólo había una enorme mancha roja de sangre profanando la blancura de las pieles y ahogando las anémonas y los crisantemos...

–¿Los lobos?

–Si... tal vez los lobos. La emperatriz era muy linda... Su pueblo lloró mucho y aunque nunca supo cómo terminó aquella fiesta, se imaginó algo de la historia y tal vez, por instinto, desde entonces en Rusia nadie ha vuelto a construir palacios de nieve y las pobres gentes de arriba del Volga tienen un profundo respeto por la nieve y por el sol...

Mi amigo se ha entristecido y mientras levanta el ventanillo del vagón para orientarse, yo me he puesto una nueva inyección de morfina.

A media noche llegamos a París.

Lima y mayo de 1910.

(Variedades, Nº 784, Lima, 10 de marzo de 1923).

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