Noche de luna en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita, por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los cielos.
—¡Justina! ¡Ay, Justinita!
En un terso lago canta la gaviota,
memoria me deja de gratos recuerdos.
—¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok’!
—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas
y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como
dos luceros.
—¡Ay, Justinacha!
—¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha… soltaron la risa;
gritaron a carcajadas.
—¡Sonso, niño!
Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con
la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y
reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía
moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del Chawala. Los
eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se
tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared
más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro medio negro, recto,
amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las
noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras
conversaban siempre dando las espaldas al cerro.
—¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos
todos!
En medio del witron, Justina empezó otro canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te liberaste
de esa tu falsa prisionera.
Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.
—Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la
quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al
Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba
voces alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una
paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la
voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del
patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el
pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban
a perseguirle, pero don Froilán apareció en la puerta del witron.
—¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el
Kutu se quedó solo en el patio.
—¡A ése le quiere!
Los indios de don Froilán se perdieron en la puerta del
caserío de la hacienda, y don Froilán entró al patio tras de ellos.
—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
—Vamos, niño.
Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba
desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso
de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don
Froilán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de don Froilán y de mi tío; tenía dos casas.
Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la
gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la
hacienda.
Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al
corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El
Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.
—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
—¡Don Froilán la ha abusado, niño Ernesto!
—¡Mentira, Kutu, mentira!
—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a
bañarse con los niños!
—¡Mentira, Kutullay, mentira!
Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón
parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar. Como si hubiera estado solo,
abandonado en esa gran quebrada oscura.
—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el
patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a don Froilán.
Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.
—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te
quiera. Te vas a dormir otro día con ella, ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina
tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres
niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía
terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
—¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a don Froilán!
—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido
del león que entra hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba
alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El
patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
—¿Y por qué no matas a don Froilán? Mátale con tu honda,
Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.
—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas “abugau” ya
estarán grandes.
—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!
—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los
becerritos, pero a los hombres no los quieres.
—¡Don Froilán! ¡Es malo! Los que tienen hacienda son malos;
hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las
matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froilán es peor que toro bravo! Mátale
no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.
—¡“Endio” no puede, niño! ¡“Endio” no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar
a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a
las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero
era cobarde. ¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos,
sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era
bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era
como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no
me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían
limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de
este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la
muerte. ¿Y ahora? Don Froilán la había forzado.
—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón
se sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella, ¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de
sudor.
—¡Verdad! Así quieren los mistis.
—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para
ella. ¡Déjala!
—¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito! Mira,
en Wayrala se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas
saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad,
golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el
fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.
Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes,
me hacían temblar de rabia.
—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará
la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía.
Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al
witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el
cuerpo de los animales de don Froilán. Al principio yo lo acompañaba. En las
noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos,
los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y
les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres…, cien zurriagazos; las
crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban; y el indio
seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.
—¡De don Froilán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que
encogía mis labios e inundaba mi corazón.
Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se
apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón
se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y
el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacio
abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca
bañaba la quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al
cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón
empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí
estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el
hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces
en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.
—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.
—¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no! ¡Ese Kutu canalla,
indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato.
Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.
—¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!
Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa
quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de
Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes, llenos de
frescura. El Kutu ya se iba tempranito, a buscar “daños” en los potreros de mi
tío, para ensañarse contra ellos.
—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los
comuneros se ríen de ti, porque eres maula!
Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.
—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como una
criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala:
diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó al galope en el bayo
de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía
lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo.
Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froilán, casi a
todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en
los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondondo,
Chacralla… ¡Era cobarde!
Yo, solo, me quedé junto a don Froilán, pero cerca de
Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la orilla de ese
río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin
esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada
que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde
lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay” y no
creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de
un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a
látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las
cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y
llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi
querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no
comprendo.
El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.
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