Por: Juan Parra del Riego


¡Noche buena mágica! ¡Emoción! ¡Juguetes!
Calles populares vibrantes de amores,
largas estocadas de luz en los cohetes
que arriba son pájaros de alas de colores;
Mientras, jardinero
de su árbol sonoro
baja el campanero
por cada repique cien frutas de oro.
Pero yo al rotundo son de esas campanas
siento que despiértase el de otras lejanas
campanas dormidas en mi corazón;
y, entonces, me veo
de la mano de alguien que era mi recreo
hace quince años, por otro paseo
que hacía fantástico la iluminación.
Era en Lima, la áurea ciudad colonial…
Te acuerdas, oh, madre, de la noche-buena
tan sentimental?
Yo aún miro la cena,
los hilos de plata que el árbol llovía.
Dios era en la casa
el buen campanero de aquella alegría.
A las doce pasa —
el rey Baltasar— decía tu voz.
Los hermanos se iban con azul quimera,
pero yo esa noche sabía quién era,
ese galopante Rey Mago de Dios.
Más hoy estás lejos… tal vez subiendo una
cuesta que es cansancio, fatiga y tristeza,
blanco, blanca, blanca, como si la luna
te hubiese besado, sobre la cabeza.
Me cierro los ojos por verte mejor.
Y, entonces, quisiera,
es tanto el dolor,
irme hasta tu lado de una gran carrera…
No sé cómo estás…
Si eres abuelita de plata del cuento,
o la que madruga al repique vivaz
para oír con los pájaros misa de convento;
o, si todavía
desde la ventana que miraba al puerto
como cierto día
sigues la humareda de algún barco incierto.
Fue injusta la vida
te acuerdas?, tuvimos que irnos a luchar
todos los hermanos de esa despedida:
unos por la tierra y otros por el mar.
Pero espera… espera…
No en vano yo he roto desde la trinchera
recosida a tiros de mi corazón
la pólvora loca de mi primavera
(¡Mi canto es la flecha de un arco en tensión!
Por eso en la erguida
voluntad de mi alma sé que volveré;
y que entonces, madre, con toda mi vida
con toda mi sangre te defenderé.
Venceré la muerte,
conquistaré el oro,
y como la clara tarde en que me fui,
joven, puro, fuerte,
por el mar sonoro
volveré cantando después hasta ti.