La obra de arte - Antón Chéjov - Amantes de la literatura

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30.9.23

La obra de arte - Antón Chéjov

 
 


Sacha Smirnov, hijo único, entró con mustio semblante en la consulta del doctor Kochelkov. Debajo del brazo llevaba un paquete envuelto en el número 223 de Las noticias de la Bolsa.

-¡Hola, jovencito! ¿Qué tal nos encontramos? ¿Qué se cuenta de bueno? -le preguntó, afectuosamente, el médico.

Sacha empezó a parpadear y, llevándose la mano al corazón, dijo con voz temblorosa y agitada:

-Mi madre, Iván Nikolaevich, me rogó que lo saludara en su nombre y le diera las gracias… Yo soy su único hijo, y usted me salvó la vida…, me curó de una enfermedad peligrosa…, y ninguno de los dos sabemos cómo agradecérselo.

-Está bien, está bien, joven -lo interrumpió el médico, derritiéndose de satisfacción-. Sólo hice lo que cualquiera hubiese hecho en mi lugar.

-Soy el único hijo de mi madre… Somos gente pobre y, naturalmente, no podemos pagarle el trabajo que se ha tomado, pero… por eso mismo estamos muy avergonzados… y le rogamos encarecidamente se digne aceptar, en señal de nuestro agradecimiento, esto que… Es un objeto muy valioso, de bronce antiguo…, una verdadera obra de arte, muy rara…

-¡Para qué se ha molestado! No hacía falta -dijo el médico frunciendo el ceño.

-No, por favor, no lo rechace -prosiguió murmurando Sacha, mientras desenvolvía el paquete-. Si lo hace, nos ofenderá a mi madre y a mí. Es un objeto muy hermoso…, de bronce antiguo… Pertenecía a mi difunto padre y lo guardábamos como un recuerdo, casi como una reliquia… Mi padre se dedicaba a comprar objetos de bronce antiguos para venderlos a los aficionados. Ahora mi madre y yo seguiremos ocupándonos en lo mismo.

Sacha acabó de desenvolver el paquete y colocó triunfalmente sobre la mesa el objeto en cuestión. Era un candelabro, no muy grande, pero efectivamente de bronce antiguo y de admirable labor artística. Un pedestal sostenía un grupo de figuras femeninas ataviadas como Eva, y en tales posturas que me encuentro incapaz de describirlas, tanto por falta de valor como del necesario temperamento. Las figuritas sonreían con coquetería, y todo en ellas atestiguaba claramente que, a no ser por la obligación que tenían de sostener una palmatoria, de buena gana habrían saltado del pedestal y organizado una juerga de tal categoría que sólo pensar en ella avergonzaría al lector.

El médico contemplaba el regalo con aire preocupado, rascándose la oreja, y por fin emitió un sonido inarticulado, sonándose con gesto inseguro.

-Sí; es un objeto realmente hermoso -consiguió murmurar-, pero verá usted, no es del todo correcto… Eso no es precisamente un escote… Bueno, Dios sabe lo que es.

-Pero ¿por qué lo considera usted de ese modo?

-Porque ni el mismo diablo podía haber inventado nada peor… Colocar encima de mi mesa este objeto sería echar a perder la respetabilidad de la casa.

-Qué manera tan rara tiene usted de considerar el arte, doctor -exclamó Sacha, ofendido-. Pero mírelo usted bien. Se trata de una verdadera obra de arte. Hay en ella tal belleza y gracia que eleva nuestra alma y hace acudir lágrimas a nuestros ojos. ¡Fíjese qué movimiento, qué ligereza, cuánta expresión!

-Lo comprendo muy bien, querido -lo interrumpió el médico-. Pero debe darse cuenta de que yo soy padre de familia, mis hijitos andan de un lado para otro y vienen señoras a verme.

-Claro, mirándolo desde el punto de vista del vulgo -dijo Sacha-, este objeto de tanto valor artístico resulta completamente distinto… Pero usted, doctor, se halla tan por encima de la masa. Además, si lo rehúsa, nos apenará profundamente. Usted me salvó la vida…, y lo único que siento es no tener la pareja de este candelabro.

-Gracias, buen muchacho; le estoy muy agradecido. Salude a su madre, pero hágase cargo, palabra de honor, que por aquí andan mis niños y vienen señoras… ¡Bueno, qué se le va a hacer! ¡Déjelo! De todos modos no lograré hacerle comprender mi situación.

-No hay más que hablar -dijo Sacha muy alegre-: el candelabro se pondrá aquí, al lado de este jarrón. ¡La lástima es que no tenga la pareja! ¡Sí, es una verdadera pena! Bueno… ¡Adiós, doctor!

Cuando se fue Sacha, el médico permaneció un buen rato rascándose la nuca con aire pensativo.

“Es indiscutible que se trata de un objeto de arte -decía para sí-, y sería una pena tirarlo. Sin embargo, es imposible tenerlo en casa… ¡Vaya problema! ¿A quién podría regalarlo o qué favor podría pagar con él?”

Después de muchas cavilaciones recordó a su buen amigo el abogado Ujov, con quien se sentía en deuda por un asunto que le arregló.

“Perfectamente -decidió el médico-; como es un gran amigo no me aceptará dinero y será necesario hacerle un regalo. Voy a .llevarle este condenado candelabro. Precisamente es soltero y algo calavera.”

Y, sin esperar más, se vistió rápidamente, cogió el candelabro y se fue a ver a Ujov, a quien encontró casualmente en casa.

-¡Hola, amigo! -exclamó al entrar-. Vine para darte las gracias por las molestias que te tomaste conmigo, y como no quieres aceptar mi dinero, al menos acepta este objeto. Sí, querido amigo, se trata de un objeto valiosísimo…

Al ver el candelabro, el abogado prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo.

-¡Vaya un objeto! -exclamó el abogado, echándose a reír-. ¡Ni el mismo demonio sería capaz de inventar algo mejor! ¡Es estupendo! ¡Magnífico! ¿Dónde encontraste esta preciosidad?

Después de exteriorizar así su entusiasmo, echó una mirada temerosa a la puerta, y dijo:

-Sólo que, hermano, por favor guarda tu regalo. No lo quiero.

-¿Por qué? -inquirió el médico, asustado.

-Pues porque… a mi casa suele venir mi madre y también los clientes… Incluso delante de la criada resultará algo molesto…

-¡Ni hablar! ¡No te atreverás a hacerme este desaire! -exclamó, gesticulando, el galeno-. Esto sería un feo por tu parte. Además, tratándose de una obra de arte…, y fíjate qué movimiento…, cuánta expresión. ¡No digas nada más o me enfado!

-Si al menos llevasen unas hojitas…

Pero el médico no lo dejó continuar y empezó a hablar con gran vehemencia, gesticulando. Finalmente pudo irse contento a su casa por haberse deshecho del regalo.

En cuanto se marchó el doctor, el abogado se quedó contemplando el candelabro, le dio vueltas y más vueltas, palpándolo por todos lados, e, igual que su anterior dueño, estuvo cavilando sobre la misma cuestión. ¿Qué iba a hacer con aquel regalo?

“Es una obra magnífica -pensaba-. Sería lástima tirarla, pero tampoco es posible guardarla. Lo mejor será regalarlo a alguien… ¿Y si lo llevara esta noche al cómico Schaschkin. A este sinvergüenza le gustan objetos de esta clase y, además, hoy tiene un festival benéfico…”

Y dicho y hecho, por la noche envolvió el candelabro en un papel y lo envió al cómico Schaschkin.

El camerino del artista estuvo lleno toda la tarde; a cada momento entraban hombres a contemplar el regalo: allí sólo se oía un rumor mezcla de exclamaciones y de risas, algo así como un relinchar. Cuando alguna de las artistas se acercaba a la puerta y preguntaba si podía entrar, en seguida se oía la voz ronca del cómico que gritaba:

-No chica, no. Estoy sin vestir.

Después de aquel espectáculo, el cómico, alzando sus brazos y gesticulando, decía todo preocupado:

-Bueno, ¿y dónde meteré yo esta porquería de candelabro? Tengo un piso particular, pero es imposible llevarlo allí. Vienen a verme artistas, y esto no es una fotografía que se pueda esconder en el cajón de la mesa.

-Puede venderlo, señor -le aconsejó el peluquero, consolándolo-. No muy lejos de aquí vive una vieja que compra antigüedades… Pregunte por la Smirnova. Todo el mundo la conoce.

El cómico siguió este consejo…

Dos días más tarde, cuando el médico Kochelkov estaba sentado en su gabinete con la cabeza entre las manos y pensando en los ácidos biliares, se abrió la puerta de repente y entró en la habitación Sacha Smirnov. Sonreía resplandeciente de felicidad. Llevaba en las manos algo envuelto en un papel de periódico.

-¡Doctor! -exclamó todo sofocado-. ¡Figúrese qué alegría! Ha sido una suerte enorme para usted. Hemos encontrado la pareja de su candelabro… Mi madre está tan contenta… Usted me salvó la vida.

Y Sacha, cuya voz temblaba de emoción, colocó delante del médico el candelabro. El médico abrió la boca, intentó decir algo, pero no pudo: su lengua estaba paralizada.

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