Dirección equivocada - Julio Ramón Ribeyro - Amantes de la literatura

Lo Nuevo

31.5.23

Dirección equivocada - Julio Ramón Ribeyro





Ramón abandonó la oficina con el expediente bajo el brazo y se dirigió a la avenida Abancay. Mientras esperaba el ómnibus que lo conduciría a Lince, se entretuvo contemplando la demolición de las viejas casas de Lima. No pasaba un día sin que cayera un solar de la colonia, un balcón de madera tallada o simplemente una de esas apacibles quintas republicanas, donde antaño se fraguó más de una revolución. Por todo sitio se levantaban altivos edificios impersonales, iguales a los que había en cien ciudades del mundo. Lima, la adorable Lima de adobe y de madera, se iba convirtiendo en una especie de cuartel de concreto armado. La poca poesía que quedaba se había refugiado en las plazoletas abandonadas, en una que otra iglesia y en la veintena de casonas principescas, donde viejas familias languidecían entre pergaminos y amarillentos daguerrotipos.


Estas reflexiones no tenían nada que ver evidentemente con el oficio de Ramón: detector de deudores contumaces. Su jefe, esa misma mañana, le había ordenado hacer una pesquisa minuciosa por Lince para encontrar a Fausto López, cliente nefasto que debía a la firma cuatro mil soles en tinta y papel de imprenta.


Cuando el ómnibus lo desembarcó en Lince, Ramón se sintió deprimido, como cada vez que recorría esos barrios populares sin historia, nacidos hace veinte años por el arte de alguna especulación, muertos luego de haber llenado algunos bolsillos ministeriales, pobremente enterrados entre la gran urbe y los lujosos balnearios del Sur. Se veían chatas casitas de un piso, calzadas de tierra, pistas polvorientas, rectas calles brumosas donde no crecía un árbol, una yerba. La vida en esos barrios palpitaba un poco en las esquinas, en el interior de las pulperías, traficadas por caseros y borrachines.


Consultando su expediente, Ramón se dirigió a una casa de vecindad y recorrió su largo corredor perforado de puertas y ventanas, hasta una de las últimas viviendas. Varios minutos estuvo aporreando la puerta. Por fin se abrió y un hombre somnoliento, con una camiseta agujereada, asomó el torso.


—¿Aquí vive el señor Fausto López?


—No. Aquí vivo yo, Juan Limayta, gasfitero.


—En estas facturas figura esta dirección —alegó Ramón, alargando su expediente.


—¿Y a mí qué? Aquí vivo yo. Pregunte por otro lado. —Y tiró la puerta.


Ramón salió a la calle. Recorrió aún otras casas, preguntando al azar. Nadie parecía conocer a Fausto López. Tanta ignorancia hacía pensar a Ramón en una vasta conspiración distrital destinada a ocultar a uno de sus vecinos. Tan solo un hombre pareció recurrir a su memoria.


—¿Fausto López? Vivía por aquí pero hace tiempo que no lo veo. Me parece que se ha muerto.


Desalentado, Ramón penetró en una pulpería para beber un refresco. Acodado en el mostrador, cerca del pestilente urinario, tomó despaciosamente una coca-cola. Cuando se disponía a regresar derrotado a la oficina, vio entrar en la pulpería a un chiquillo que tenía en la mano unos programas de cine. La asociación fue instantánea. En el acto lo abordó.


—¿De dónde has sacado esos programas?


—De mi casa, ¿de dónde va a ser?


—¿Tu papá tiene una imprenta?


—Sí.


—¿Cómo se llama tu papá?


—Fausto López.


Ramón suspiró aliviado.


—Vamos allí. Necesito hablar con él.


En el camino conversaron. Ramón se enteró que Fausto López tenía una imprenta de mano, que se había mudado hacía unos meses a pocas calles de distancia y que vivía de imprimir programas para los cines del barrio.


—¿Te pagan algo por repartir los programas?


—¿Mi papá? ¡Ni un taco! Los dueños de los cines me dejan entrar gratis a las seriales.


En los barrios pobres también hay categorías. Ramón tuvo la evidencia de estar hollando el suburbio de un suburbio. Ya los pequeños ranchos habían desaparecido. Solo se veían callejones, altos muros de corralón con su gran puerta de madera. Menguaron los postes del alumbrado y surgieron las primeras acequias, plagadas de inmundicias.


Cerca de los rieles el muchacho se detuvo.


—Aquí es —dijo, señalando un pasaje sombrío—. La tercera puerta. Yo me voy porque tengo que repartir todo esto por la avenida Arenales.


Ramón dejó partir al muchacho y quedó un momento indeciso. Algunos chicos se divertían tirando piedras en la acequia. Un hombre salió, silbando, del pasaje y echó en sus aguas el contenido dudoso de una bacinica.


Ramón penetró hasta la tercera puerta y la golpeó varias veces con los puños. Mientras esperaba, recordó las recomendaciones de su jefe: nada de amenazas, cortesía señorial, espíritu de conciliación, confianza contagiosa. Todo esto para no intimidar al deudor, regresar con la dirección exacta y poder iniciar el juicio y el embargo.


La puerta no se abrió pero, en cambio, una ventana de madera, pequeña como el marco de un retrato, dejó al descubierto un rostro de mujer. Ramón, desprevenido, se vio tan súbitamente frente a esta aparición, que apenas tuvo tiempo de ocultar el expediente a sus espaldas.


—¿Qué cosa quiere? ¿Qué hay? —preguntaba insistentemente la mujer.


Ramón no desprendió los ojos de aquel rostro. Algo lo fascinaba en él. Quizá el hecho de estar enmarcado en la ventanilla, como si se tratara de la cabeza de una guillotina.


—¿Qué quiere usted? —proseguía la mujer—. ¿A quién busca?


Ramón titubeó. Los ojos de la mujer no lo abandonaban. Estaba tan cerca de los suyos que Ramón, por primera vez, se vio introducido en el mundo secreto de una persona extraña, contra su voluntad, como si por negligencia hubiera abierto una carta dirigida a otra persona.


—¡Mi marido no está! —insistía la mujer—. Se ha ido de viaje, regrese otro día, se lo ruego…


Los ojos seguían clavados en los ojos. Ramón seguía explorando ese mundo inespacial, presa de una súbita curiosidad pero no como quien contempla los objetos que están detrás de una vidriera sino como quien trata de reconstruir la leyenda que se oculta detrás de una fecha. Solamente cuando la mujer continuó sus protestas, con voz cada vez más desfalleciente, Ramón se dio cuenta que ese mundo estaba desierto, que no guardaba otra cosa que una duración dolorosa, una historia marcada por el terror.


—Soy vendedor de radios —dijo rápidamente—. ¿No quiere comprar uno? Los dejamos muy baratos, a plazos.


—¡No, no, radios no, ya tenemos, nada de radios! —suspiró la mujer y, casi asfixiada, tiró violentamente el postigo.


Ramón quedó un momento delante de la puerta. Sentía un insoportable dolor de cabeza. Colocando su expediente bajo el brazo, abandonó el pasaje y se echó a caminar por Lince, buscando un taxi. Cuando llegó a una esquina, cogió el cartapacio, lo contempló un momento y debajo del nombre de Fausto López escribió: “Dirección equivocada”. Al hacerlo, sin embargo, tuvo la sospecha de que no procedía así por justicia, ni siquiera por esa virtud sospechosa que se llama caridad, sino simplemente porque aquella mujer era un poco bonita.


FIN


Las botellas y los hombres, 1964

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Todos los comentarios son revisados antes de su publicación por el administrador.