Por: Julio Ramón Ribeyro
Cuando Memo García se mudó la quinta era nueva, sus muros estaban impecablemente pintados de rosa, las enredaderas eran apenas pequeñas matas que buscaban ávidamente el espacio y las palmeras de la entrada sobrepasaban con las justas la talla de un hombre corpulento. Años más tarde el césped se amarilló, las palmeras, al crecer, dominaron la avenida con su penacho de hojas polvorientas y manadas de gatos salvajes hicieron su madriguera entre la madreselva, las campanillas y la lluvia de oro. Memo entonces había ya perdido su abundante cabello oscuro, parte de sus dientes, su andar se hizo más lento y moroso, sus hábitos de solterón más reiterativos y prácticamente rituales. Las paredes del edificio se descascararon y las rejas de madera de las casas exteriores se pudrieron y despintaron. La quinta envejeció junto con Memo, presenció nacimientos, bodas y entierros y entró en una época de decadencia que, por ello mismo, la había impregnado de cierta majestad.
Todo el balneario había además cambiado. De lugar de reposo y baños de mar, se había convertido en una ciudad moderna, cruzada por anchas avenidas de asfalto. Las viejas mansiones republicanas de las avenidas Pardo, Benavides, Grau, Ricardo Palma, Leuro y de los malecones habían sido implacablemente demolidas para construir en los solares edificios de departamentos de diez y quince pisos, con balcones de vidrio y garajes subterráneos. Memo recordaba con nostalgia sus paseos de antaño por calles arboladas de casas bajas, calles perfumadas, tranquilas y silenciosas, por donde rara vez cruzaba un automóvil y donde los niños podían jugar todavía al fútbol. El balneario no era ya otra cosa que una prolongación de Lima, con todo su tráfico, su bullicio y su aparato comercial y burocrático. Quienes amaban el sosiego y las flores se mudaron a otros distritos y abandonaron Miraflores a una nueva clase media laboriosa y sin gusto, prolífica y ostentosa, que ignoraba los hábitos antiguos de cortesanía y de paz y que fundó una urbe vocinglera y sin alma, de la cual se sentían ridículamente orgullosos.
Memo ocupó desde el comienzo y para siempre un departamento al fondo de la quinta, en el pabellón transversal de dos pisos, donde se alojaba la gente más modesta. Ocupaba en la planta alta una pieza con cocina y baño, extremadamente apacible, pues limitaba por un lado con el jardín de una mansión vecina y por el otro con un departamento similar al suyo, pero utilizado como depósito por un inquilino invisible. De este modo llevaba allí, especialmente desde que se jubiló, una vida que se podría calificar de paradisiaca. Sin parientes y sin amigos, ocupaba sus largos días en menudas tareas como coleccionar estampillas, escuchar óperas en una vieja vitrola, leer libros de viajes, evocar escenas de su infancia, lavar su ropa blanca, dormir la siesta y hacer largos paseos, no por la parte nueva de la ciudad, que lo aterraba, sino por calles como Alcanfores, La Paz, que aún conservaban si no la vieja prestancia señorial algo de placidez provinciana.
Su vida, en una palabra, estaba definitivamente trazada. No esperaba de ella ninguna sorpresa. Sabía que dentro de diez o veinte años tendría que morirse y solo además, como había vivido solo desde que desapareció su madre. Y gozaba de esos años póstumos con la conciencia tranquila: había ganado honestamente su vida —sellando documentos durante un cuarto de siglo en el Ministerio de Hacienda—, había evitado todos los problemas relativos al amor, el matrimonio, la paternidad, no conocía el odio ni la envidia ni la ambición ni la indigencia y, como a menudo pensaba, su verdadera sabiduría había consistido en haber conducido su existencia por los senderos de la modestia, la moderación y la mediocridad.
Pero, como es sabido, nada en esta vida está ganado ni adquirido. En el recodo más dulce e inocente de nuestro camino puede haber un áspid escondido. Y para Memo García los proyectos edénicos que se había forjado para su vejez se vieron alterados por la aparición de doña Francisca Morales.
Primero fue el ruido de un caño abierto, luego un canturreo, después un abrir y cerrar de cajones lo que le revelaron que había alguien en la pieza vecina, esa pieza desocupada cuyo silencio era uno de los fundamentos de su tranquilidad. Ese día había estado ausente durante muchas horas y bien podía entretanto haberse producido, sin que él lo presenciara, alguna mudanza en la quinta. Para comprobarlo salió al balcón que corría delante de los departamentos, justo en el momento en que una señora gorda, casi enana, de cutis oscuro, asomaba con un pañuelo amarrado en la cabeza y una jaula vacía en la mano. Le bastó verla para dar media vuelta y entrar nuevamente a su casa tirando la puerta, al mismo tiempo que ella lo imitaba. Apenas habían tenido tiempo para mirarse a los ojos, pero les había bastado ese fragmento de segundo para reconocerse, identificarse y odiarse.
Memo permaneció un momento indeciso, poseído por un sentimiento nuevo, acompañado de vagos y puramente teóricos deseos homicidas, pero luego resolvió que el único partido a tomar era espiar a su vecina. Por intuición sabía que la única manera de derrotar a un enemigo —y esa señora gorda lo era— consistía en conocer escrupulosamente su vida, dominar por el intelecto sus secretos más recónditos y descubrir sus aspectos más vulnerables.
Al cabo de una semana de observación descubrió que se levantaba a las seis de la mañana para ir a misa, que había puesto una tarjeta en la puerta donde se leía Francisca Viuda de Morales, que hacía sus compras en la pulpería de la esquina, que no recibía visitas, que algunas tardes iba a curiosear tiendas al Parque, que usaba un sombrero de anchas alas y un traje negro muy largo para ir probablemente al cementerio y que el resto del día dormía, cosía, leía y canturreaba en su cuarto o en el balcón sentada en una vieja mecedora.
Mal que bien comenzó a sospechar que se trataba de una vecina soportable, que alteraba apenas sus hábitos y dotaba más bien a su soledad de un decorado sonoro hecho de los muros más inocuos, hasta la vez que se le ocurrió, como sucedía cada diez o quince días, escuchar una de sus óperas en su vitrola de cuerda. Apenas Caruso había atacado su aria preferida sintió en la pared un ruido seco. ¿Algún descuido de su vecina? Pero al poco rato el ruido se repitió y cuando Memo volvió a poner el disco los golpes se hicieron insistentes. “¿Va a quitar esa música de porquería?”. Memo quedó helado. Nadie en la vida lo había interpelado de esa manera. No solo era un insulto pérfido contra su persona sino una ofensa a su cantor favorito. Sin hacer caso continuó escuchando a Caruso. Pero la voz de contralto de su vecina se impuso: “Pedazo de malcriado, ¿no se da cuenta que me molesta con esos chillidos?”. Memo quedó un momento callado y al fin apretando los puños y los dientes gritó: “¡Aguántelos!”. A mala hora. Ya no fueron golpes esporádicos los que removieron la pared, sino un martilleo insoportable, hecho seguramente con el metal de una cacerola. Memo estuvo a punto de ceder, pero adivinando que una primera concesión lo llevaría al sometimiento absoluto, aumentó el volumen de su vitrola y prosiguió escuchando impasible su ópera. La vieja continuó golpeando y refunfuñando y al fin cansada se fue de su casa tirando la puerta.
Este primer incidente alarmó un poco a Memo, pero al mismo tiempo halagó su vanidad, no se había dejado impresionar por esas bravatas y al final había salido con su gusto. Una vecina vieja y gorda no iba a mudar su rutina ni a menguar su tranquilidad. En los días siguientes continuó escuchando óperas, sin que la vecina pudiera impedírselo. Después de algunas protestas como “¡Ya empieza usted con su fregadera! ¡Me quiere volver loca!”, optaba por irse de paseo hasta el atardecer. Memo tuvo la impresión de que el enemigo cedía terreno y que esa primera batalla estaba prácticamente ganada.
Una tarde vio llegar a doña Pancha con una enorme caja de cartón, que lo intrigó. Estuvo tentado primero de salir al corredor y espiarla por la ventana, pero finalmente optó por pegar el oído a la pared. La escuchó canturrear y deambular por la pieza desplazando muebles. Al poco rato una voz de hombre llenó la habitación vecina. Era alguien que hablaba de las ventajas de fijador de cabello Glostora. Memo se desplomó en su sillón: ¡un aparato de radio! El locutor anunciaba ahora el programa “Una hora en el trópico”. Y la hora en el trópico empezó con la voz aflautada de un cantante de boleros. Memo escuchó dos o tres canciones sin atinar a moverse, pero cuando se inició la siguiente avanzó hacia la vitrola y colocó su Caruso. Su vecina aumentó el volumen y Memo la imitó. Aún no se habían dado cuenta, pero había empezado la guerra de las ondas.
Ésta duró interminables días. Doña Pancha había descubierto un arma más poderosa que la música bailable: el radioteatro. Su habitación se llenó de exclamaciones, llantos, quejidos, mallas de una historia que se prolongaba de tarde en tarde y en la cual, mal que bien, Memo había terminado por reconocer algunos personajes siempre arruinados o atacados por enfermedades incurables, pero incapaces de morir. Como le pareció indecente enfrentar a Verdi con tales adefesios, hizo una inspección por una disquería y llegó cargado de viejas marchas militares. Desde entonces cada vez que doña Pancha prendía su aparato para sintonizar un episodio de su novela, Memo hacía sonar los clarines de la marcha de Uchumayo o los redobles de tambor de la carga de Junín. Fue una lucha grandiosa. Doña Pancha hacía esfuerzos inútiles por evitar que bombos y cornetas contaminaran el monólogo dramático de la hija abandonada o los lamentos del viejo padre ofendido en su honra. La equiparidad de fuerzas hizo que esta guerra fuera insostenible. Ambos terminaron por concluir un armisticio tácito. Memo fue paulatinamente acortando sus emisiones y bajando su volumen, lo mismo que doña Pancha. Al fin optaron por escuchar sus aparatos discretamente o por encenderlos cuando el vecino había salido. En definitiva, había sido un empate.
Este conflicto fue seguido por un largo periodo de calma, en el cual cada contrincante, después de tanto esfuerzo desplegado, pareció entregarse con delicias a los placeres de la paz recobrada. Como cada cual conocía los hábitos del otro, procuraban no encontrarse jamás en las escaleras ni en la galería. Esto los obligaba sin embargo a vivir continuamente pendientes el uno del otro. Y fue así como Memo notó que su vecina había iniciado un vasto plan de embellecimiento de su habitáculo. El interior debía haberlo remozado, pues la vio pasar con latas de pintura. Pero luego —y esto era imposible no verlo— amplió sus proyectos decorativos hacia la galería. Su vieja mecedora la forró con una cretona floreada y en la baranda que corría frente a su departamento colocó una docena de macetas vacías. Éstas fueron progresivamente llenándose de plantas. Detrás de su visillo, Memo vio surgir con asombro claveles, rosas, siemprevivas, dalias y geranios. Doña Pancha no cumplía esta labor en silencio, sino repitiendo entre dientes que algunas personas no sabían lo que era “vivir decentemente”, que tenían su casa como unos “verdaderos chanchos” y que cuando vivía su marido había estado acostumbrada siempre a tener un jardín.
Memo escuchaba estas palabras sin inmutarse, pero terminó por darse cuenta que eran el inicio de hostilidades muchísimo más sutiles. Doña Pancha quería imponerse a él, ya que no por la fuerza, al menos por el gusto y la ostentación. Memo no tenía ninguna pasión por las flores, de modo que renunció a emular a su vecina en este sentido, pero recordó haber visto en sus libros de viajes fotografías de arbustos exóticos. En una florería del parque descubrió un helecho sembrado en su caja de madera y haciendo un dispendio lo adquirió. Como era imposible ponerlo sobre la baranda, no tuvo más remedio que colocarlo en la galería, al lado de su puerta. Durante horas esperó que doña Pancha llegara de la calle. Al fin la vio subir pufando las escaleras y detenerse asombrada ante el arbusto que inesperadamente adornaba el balcón. Largo rato estuvo examinando la planta con una expresión de asco y al fin soltando la carcajada se retiró a su cuarto.
Memo, que esperaba verla palidecer de envidia, se sintió decepcionado. Haciendo una nueva pesquisa por las florerías compró esta vez un pequeño ciprés que instaló también en la galería, al otro lado de la puerta, lo que tampoco pareció impresionar a doña Pancha. Finalmente completó su colección con un cactus serrano que instaló en su macetón contra la balaustrada. Fue solo esta planta la que provocó en doña Pancha un fruncimiento de nariz, una mueca de estupor y un ademán de abatimiento, que Memo interpretó como la más inconfesable envidia. Y para redondear su ofensiva, cada vez que regaba su huerta portátil no dejaba de decir en voz alta: “Geranios, florecitas de pacotilla. Dalias que apestan a caca. Hay que ser huachafo, tener el gusto estragado. La distinción está en los arbustos de otros climas, en la gran vegetación que nos da la idea de estar en la campiña. Las plantas en maceta, para los peluqueros”.
La rivalidad de las plantas se hubiera limitado a una simple escaramuza sin mayor consecuencia, si es que para llegar a su departamento doña Pancha no tuviera que pasar frente al de Memo. Y sus plantas iban creciendo. El ciprés había engrosado y tendía a dirigir sus ramas hacia el centro del pasaje, mientras el cactus serrano prolongó sus brazos en la misma dirección. De este modo, lo que antes era un corredor amplio y despejado se había convertido en una pequeña selva que era necesario atravesar con precauciones.
Una mañana que doña Pancha salió apurada a misa se enganchó el vestido con una espina. Memo fue despertado por sus gritos: “¡Esto no puede seguir así! ¡El viejo me quiere asfixiar con sus árboles! Quiere cerrarme el paso de mi casa. Ha llenado esto de cosas inmundas”. Y al notar que el vuelo de su traje tenía una rasgadura voló de un carterazo una rama del cactus.
Memo esperó pacientemente que bajara las escaleras. Cuando la vio desaparecer salió a la galería, inspeccionó detenidamente las macetas y eligiendo los claveles dio un golpe con la mano y el tiesto cayó al jardín de los bajos.
Al día siguiente Memo notó que a su cactus le faltaba otro de sus brazos y esa misma noche, esperando que doña Pancha se durmiera, echó a los bajos su maceta con dalias.
Las represalias no se hicieron esperar: Memo comprobó que a su ciprés le habían cortado la guía, condenándolo en adelante a ser un ciprés enano. Presa de furor envió esa noche al jardín las dos macetas de siemprevivas. A la mañana siguiente —doña Pancha debía haber madrugado— su helecho estaba partido por la mitad. Memo vaciló entonces si valía la pena proseguir esa guerra secreta de golpes de mano nocturnos y silenciosos: ella los conducía a la destrucción recíproca. Pero jugándose el todo por el todo esperó como de costumbre que llegara la medianoche y salió a la galería dispuesto a destruir esta vez la más preciada joya de su vecina: su maceta con rosas. Cuando se acercaba a la balaustrada, la puerta del lado se abrió y surgió doña Pancha en bata: “¡Ya lo vi, sinvergüenza, viejo marica, quiere hacer trizas mi jardín!”. “Me estoy paseando, zamba grosera. Todo el mundo tiene derecho a caminar por el balcón”. “Mentira, si ya estaba a punto de empujar mi maceta. Lo he visto por la ventana, pedazo de mequetrefe. Ingeniero dice la tarjeta que hay en su puerta. ¡Qué va a ser usted ingeniero! Habrá sido barrendero, flaco asqueroso”. “Y usted es una zamba sin educación. Debían echarla de la quinta por bocasucia”. “Soy yo la que lo voy a hacer echar. Lo voy a llevar a los tribunales por daños a la propiedad”. Los insultos continuaron, subiendo cada vez más de tono. Algunas luces se encendieron en la quinta. Memo, temeroso siempre del escándalo, optó por retirarse, después de lanzar una última injuria que había tenido hasta entonces en reserva: “¡Negra!”. Cuando entraba a su cuarto la vieja se deshacía en improperios, amenazándolo con un hijo que vivía en Venezuela y que estaba a punto de llegar: “¡Lo va a hacer pedazos, empleadito de mierda!”.
Memo concilió tarde el sueño, temiendo que doña Pancha arrasara esa noche el resto de su boscaje. Pero a la mañana siguiente comprobó que no había pasado nada. Él tampoco tuvo ánimo para reanudar la contienda. Los intercambios de insultos parecía haberlos aliviado. Entraron a un nuevo periodo de paz.
Memo pasó unos días sosegados, observando por la ventana a su vecina ocupada en sus trajines cotidianos, regar el resto de sus flores, barrer y baldear la galería, ir de compras o a misa. Una mañana la vio salir con sombrero, llevando en la mano una pequeña maleta. En vano esperó que llegara al atardecer o en la noche. La habitación vecina estaba terriblemente silenciosa. Memo coligió que doña Pancha debía haber partido hacia alguna de esas estaciones de baños termales, uno de esos lugares donde los viejos se reúnen en pandilla con la esperanza de retardar la hora de la cita con la muerte. Entonces respiró a sus anchas, pudo poner de nuevo sus óperas a todo volumen, pasearse en pijama por la galería, fumar hasta tarde apoyado en la balaustrada y hasta darse el lujo de sentarse una tarde en la mecedora de su vecina.
La tranquilidad de Memo no duró sin embargo mucho tiempo. Doña Pancha apareció un día con su maleta, rozagante y cobriza, lo que parecía corroborar que había estado de vacaciones. Ese día Memo no salió de su casa y se dedicó a espiarla, deseando casi que lo provocara con alguna impertinencia, a fin de tener un pretexto para elevar la voz y demostrar que estaba allí, intacto y vigilante. Pero su vecina no le concedió ninguna importancia. Se dedicó a reanimar su mustio jardín, a coser nuevas cortinas para su ventana y a escuchar sus radionovelas, pero a media voz, como si su periodo de descanso la hubiera persuadido de las ventajas de la convivencia pacífica.
Como lo temía Memo —y en el fondo lo esperaba— esto era solo apariencia. La vieja debía haber urdido durante su retiro alguna nueva estrategia. En esos días Memo había contratado a una muchacha para que viniera una vez a la semana a lavarle la ropa. Era casi una niña, un poco retardada y dura de oído. Cada vez que venía, Memo se instalaba en su sillón, cogía un libro de viajes y mientras la fámula laboraba la vigilaba con un aire paternal y jubilado.
Doña Pancha no se percató al comienzo de esta novedad. Pero a la tercera semana, al ver entrar donde su vecino a una mujer sola y permanecer allí largo rato, concibió un montaje obsceno, se sintió vicariamente ultrajada en su virtud y puso el grito en el cielo: “¡Véanlo pues al inocentón! Tiene su barragana. A la vejez viruelas. ¡Trae mujeres a su cuarto!”. “¡Silencio, boca de desagüe!”. “No me callaré. Si quiere hacer cochinadas, hágalas en la calle. Pero aquí no. Éste es un lugar decente”. “¡Zamba grosera, chitón!”. “¡Es el baldón de la quinta!”, añadió doña Pancha y no contenta con vociferar en su cuarto salió al balcón, justo cuando la muchacha se retiraba. “¡No vuelvas donde ese viejo, es un corrompido! Ya verás, te va a hundir en el fango”. La muchacha, sin entender bien, se alejó haciéndole reverencias, mientras Memo, que había salido a la puerta de su casa, se enfrentó por primera vez directamente con su vecina: “¡Es mi lavandera, vieja malpensada! Tiene usted el alma tan sucia como su boca. ¡Cuídese del demonio!”. Ambos levantaron la voz a tal extremo que apenas se escuchaban. Como de costumbre terminaron por darse la espalda y refugiarse en sus cuartos tirando la puerta.
Desde entonces doña Pancha no cejó. Cada vez que venía la lavandera se deshacía en insultos contra Memo. Nosotros, los habitantes de la quinta, comenzamos a darnos cuenta que esa banal enemistad entre vecinos hollaba el terreno del delirio. Probablemente doña Pancha había terminado por comprender que esa visitante era una inocente empleada, pero embarcada en su nueva ofensiva no quería dar marcha atrás. Memo se limitaba a parar los golpes, pero su arsenal de injurias parecía haberse agotado. La situación, objetivamente, lo condenaba y tenía que mantenerse a la defensiva. Hasta que se le presentó la ocasión de pasar al ataque.
Fue cuando se le atoró a doña Pancha el lavadero de la cocina. Por más esfuerzos que hizo no pudo reparar el desperfecto y se vio obligada a llamar a un gasfitero. Una tarde apareció un japonés con su maletín de trabajo. Memo supuso que era un artesano del barrio y sospechaba a qué venía, pero no quiso desperdiciar la oportunidad de vengarse. Cuando el obrero se fue, salió a la galería e imitando a sus tenores preferidos improvisó un aria completamente destemplada: “¡La vieja tiene un amante! ¡Trae un hombre a su casa! Un japonés además. ¡Y obrero! ¡Y en la iglesia se da golpes de pecho, la hipócrita! ¡Que se enteren todos aquí, doña Francisca viuda de Morales con un gasfitero!”. Doña Pancha ya estaba frente a él, más cerca que nunca. Cara contra cara, sin tocarse, gruñían, babeaban, enronquecían de insultos, se fulminaban con la mirada, buscando cada cual la palabra mortal, definitiva. “¡Cobarde, pestífero, empleaducho!”, logró articular doña Pancha, cuando Memo disparaba su último cartucho: “¡Vieja puta!”. Doña Pancha estuvo a punto de desplomarse. “¡Eso no! ¡Ya verá cuando llegue mi hijo! Viene a vivir conmigo. Es rico además, no un pobretón como usted. ¡Lo aplastará como a una cucaracha!”.
Y el hijo que vivía en Venezuela no era una invención. En efecto, llegó. Un taxi se detuvo un día frente a la quinta y de él descendió un señor corpulento, de pies muy grandes y andar acompasado. El chofer lo ayudó a transportar hasta el departamento dos baúles claveteados, decorados con etiquetas de todos los hoteles del mundo.
Memo, impresionado por su talante, permaneció unos días recluido, tratando de no dar signos de vida. A través del visillo lo vio salir con doña Pancha, acompañándola de compras o de paseo. Usaba camisas de colores chillones y corbatas floreadas. Su corpulencia sin embargo era un poco engañosa, pues Memo advirtió que a pesar de su gordura era pálido y daba a veces la impresión de una extremada fragilidad. Era además de poco hablar, pues Memo trató en vano, pegando el oído a la pared, de sorprender lo que hablaban. Sus veladas eran más bien tristes, lánguidas y finalizaban al anochecer con un breve paseo por la galería por donde discurrían silenciosamente.
Memo comprendió que el hijo se aburría y añoraba algo. Cuando su mamá se ausentaba, salía al corredor y pasaba largo rato en la baranda junto a las macetas floridas, fumando y mirando el cielo opaco. A veces se aventuraba a pasearse por la galería. Luego descendió al jardín, para errar pensativo bajo las coposas palmeras. Más tarde, en las noches, se resolvió a caminar solo por el balneario. Debía llegar tarde, pues Memo lo escuchó varias veces desde la cama subir fatigadamente las escaleras.
En esos días Memo se cruzó por azar en la escalera con su vecina. Hizo lo posible por evitarla, pero ella lo interpeló: “Ya no se le oye chistar, corderito, ahora que hay un hombre en casa. ¿No lo decía? A ver, manifiéstese, pues”.
Memo no sabía aún qué partido tomar. Esa presencia varonil lo cohibía por un lado pero por otro despertaba su curiosidad. Una noche decidió seguir a su vecino en una de sus salidas nocturnas. El gordo inició una caminata oblicua, fue en dirección del parque, pasó persignándose frente a la parroquia, observó con parsimonia una vieja residencia, tomó la alameda Ricardo Palma y, cosa que extrañó a Memo, cruzó los rieles del tranvía rumbo a Surquillo. Este barrio siempre le había inspirado a Memo desconfianza. En muchas de sus calles se afincaban indigentes, borrachines, matones y rufianes. El gordo anduvo de un lado a otro, aparentemente desprevenido, hasta que entró a una chingana de trasnochadores. Acodado en el mostrador pidió una cerveza y al beber el primer trago su fisonomía se transformó, abandonó todo lo que en ella había de inseguridad y de desarraigo, como la de un hombre que regresa a su hogar luego de una penosa aventura. Después de una segunda cerveza el gordo miró con insistencia a un mancebo que bebía a su lado y trató de buscarle conversación. Ésta se entabló y el gordo le invitó una cerveza. Memo no quiso seguir observando, pues se sintió invadido por una invencible repugnancia. El gordo ofrecía cigarrillos a su vecino y pedía que le mostrara su mano para adivinarle las líneas de la fortuna.
Las conclusiones que Memo sacó de este incidente se las reservó y no tuvo por el momento ocasión de usarlas pues el hijo, así como vino, se fue. Una mañana se detuvo un taxi frente a la quinta, subió el chofer y ayudó al gordo a llevar sus baúles hasta el auto. Doña Pancha estaba en la vereda con un pañuelo en la mano. La despedida fue larga y, tal como la presenció Memo, extremadamente patética. Memo dedujo que el hijo regresaba a Venezuela, esta vez para siempre.
Doña Pancha pasó unos días inactiva, despatarrada en su mecedora, viendo por encima de la baranda la quinta, sus enredaderas y esas garúas matinales que un invierno mediocre enviaba por bravata antes de despedirse. En esa época una de las palmeras de la entrada se desplomó causando susto, pero no daño a los transeúntes. La casa de la familia Chocano amaneció un día con los muros agrietados y sus ocupantes tuvieron que mudarse precipitadamente. Nadie se daba el trabajo de renovar el césped del jardín central, que había terminado por convertirse en un lodazal. La quinta continuaba degradándose. Sus propietarios, un Banco, no hacían nada por repararla, esperaban que su decrepitud expulsaría a sus habitantes y que podrían así construir un edificio moderno en su solar. Memo vio por primera vez aparecer ratones en los corredores.
Doña Pancha no tardó mucho en reponerse de la partida de su hijo. Su temperamento imaginativo y hacendoso la empujó a colmar ese vacío con nuevas ocupaciones. Una mañana Memo descubrió que en la jaula vacía que doña Pancha trajera el día que se mudó y que desde entonces colgaba sobre el dintel de su puerta había un loro. Un loro enorme, verdirrojo, que lo observó inmutable con sus ojos colorados. Memo dedujo de inmediato que esa adquisición no era un mero pasatiempo sino una acción dirigida contra su persona. Pero esta vez se engañó, pues se trataba de un loro más bien reservado que solo de cuando en cuando emitía un graznido metálico. Doña Pancha pasaba horas cambiándole el agua de su tacita y dándole de comer en el pico un choclo fresco.
Ese animal contenía sin embargo elementos de perturbación que no tardaron en manifestarse. En esos días una estación de radio había convocado a un concurso, ofreciendo un premio de mil soles a quien presentara un loro que dijera “Naranjas Huando”. A partir de entonces doña Pancha se dedicó a enseñarle a su perico esas palabras. Desde la mañana se paraba en una silla bajo la jaula y repetía sin desmayar “Naranjas Huando, Naranjas Huando”, sin obtener del animal el menor eco.
Memo soportó los primeros días esa cantaleta, confiado en que su vecina terminaría por desistir. Pero doña Pancha era de una tenacidad inquebrantable y la estupidez de su loro parecía redoblar su ardor. Sus lecciones se fueron haciendo más sostenidas y estruendosas. Un día no pudo más y salió a la galería: “Vieja bellaca, ¿va a cerrar el pico?”. “Pico tendrá usted, cholo malcriado”. “Éste no es un corral para traer animales”. “Y a usted, ¿cómo lo han dejado entrar en la quinta?”. “Animal será usted, una verdadera bestia para decirlo en una palabra. Más bruta que su loro”. “No me siga hablando así que voy a llamar a la policía”. “Que venga pues la policía y verá como hago que le metan al loro donde no le dé el sol”. “A mí hablarme de bocas. ¿No se ha visto la jeta en un espejo? Cara de poto”. “Asqueroso, tísico, pestífero”.
Estos altercados no impidieron que doña Pancha siguiera aleccionando a su loro. Cada día Memo preparaba una batería de agravios inéditos, pero que no hacían mella en su vecina. El loro, por otra parte, recompensando los esfuerzos de doña Pancha, salió de su mutismo y demostró tener una voz particularmente chillona, incapaz de articular la frase “Naranjas Huando”, pero de bordar en torno a esas sílabas un estridente abecedario.
Memo comenzó a pensar que esta vez se había embarcado en una batalla sin salida o que tal vez era necesario replantear desde el comienzo toda su estrategia. Y al fin se le ocurrió la idea salvadora: así como durante la guerra de las flores opuso a las macetas de su vecina su pequeño jardín salvaje ahora era necesario enfrentar a su animal con otro animal. Y ya que en la quinta había ratones lo indicado era un gato.
Lo buscó afanosamente por el barrio y encontró al fin alguien que le cedió un capón negro, huraño, y un poco viejo. Los primeros días el gato anduvo refugiado bajo el sillón y apenas se atrevía a salir para comer en la cocina o hacer su caca en una caja de arena. Luego, cediendo a la curiosidad, se aventuró por la pieza oliendo cada objeto y dejándose incluso acariciar el lomo por su dueño. Cuando Memo juzgó que ya había ganado su confianza le colocó una cadenilla y salió a pasearse con él por la galería.
Doña Francisca no dijo nada, pero comenzó a evaluar qué inconvenientes podría traerle la presencia de ese felino. Ella lo veía chusco, demoniaco, con la cola demasiado larga, capaz de propagar enfermedades repugnantes. Pronto comenzó a quejarse, diciendo que apestaba, que se meaba en el muro de su casa. “Mentira —chillaba Memo—, solo orina en su caja. No se caga fuera de la jaula como su loro y llena todo de moscas”.
Las cosas no quedaron allí. Cuando el gato se familiarizó más con la casa, Memo le permitió salir al corredor y tomar el sol al lado de su ciprés. Solo entonces el capón reparó que en la jaula vecina había algo que se movía. Se dedicó entonces durante horas a observar las evoluciones del pajarraco, intrigado por el galimatías que era todo lo que había aprendido de su dueña. Doña Pancha notó que el gato se acercaba cada día más a la jaula. “¡Se quiere comer a mi loro! ¡Usted lo ha adiestrado para que lo mate!”. “A buena hora. Libraría a la quinta de una plaga”. “Si lo veo acercarse un centímetro más, ese animal va a saber lo que es un escobazo”. “Y usted una patada en el trasero”. “¡Ya se abrió el albañal! ¡Ahora van a salir sapos y culebras!”. “Sapo será usted y una culebra es lo que yo debería traer para que la estrangule”.
A pesar de las protestas de doña Pancha, Memo dejó que su gato siguiera paseándose por la galería. En buena cuenta había delegado a su felino la tarea de ocuparse de su vecina y podía pasar así largas horas leyendo tranquilamente en un sillón. Un día sintió caer en el balcón un chorro de agua y al poco rato su gato penetró despavorido por la ventana completamente mojado. En el acto salió, cuando doña Pancha entraba a su casa con un balde.
“¡Ya la vi, zamba canalla! Abusando de un animal indefenso”. Doña Pancha asomó: “Se había subido a mi ventana, iba a saltar a la jaula”. “No le creo. Además mi gato no quiere envenenarse mordiendo a ese pájaro inmundo”. “Viejo avaro, usted lo mata de hambre seguramente cuando quiere comerse a mi loro”. “Come mejor que usted, para que lo sepa, carne molida y sardinas”. “Por eso es que apesta a pescado podrido”.
Memo interrumpió la discusión pensando que su gato necesitaba socorro, mientras su vecina seguía refunfuñando, advirtiéndole que en adelante no toleraría amenazas contra su loro. El gato tiritaba acurrucado en un rincón de la pieza. Memo lo secó cuidadosamente con una toalla, lo envolvió en una chompa y le colocó una bolsa de agua caliente. El gato permaneció unos días encerrado, sin atreverse a salir. Pero más puede la curiosidad que el castigo y asomando primero la nariz, luego el pescuezo terminó por implantarse otra vez en la galería, vigilando al perico. Doña Pancha cumplió su palabra y el felino recibió un segundo chorro de agua fría. Esta vez Memo, que no esperaba tal ofensa se abstuvo de toda reacción, pero esa misma noche veló y cuando su vecina dormía salió, descolgó la jaula y la aventó con tal fuerza al jardín de los bajos que la jaula se despanzurró. El loro se fue volando.
Nunca Memo previó las consecuencias de este gesto y por primera vez pensó que tal vez había ido demasiado lejos. Doña Pancha estaba a la mañana siguiente aporreando la puerta de su cuarto y tan trastornada por lo ocurrido que apenas podía hablar. Gorda, oscura, envuelta en sus anchísimos vestidos, gesticulaba delante de él, movía los brazos, cerraba el puño, señalaba su puerta, la baranda, el jardín, sin lograr convertir su cólera en palabras. Memo vio en su rostro abotagado los signos de un colapso inminente. “Usted se lo ha ganado”, se atrevió a decir y doña Pancha solo pudo exclamar, pero con una carga de odio que lo aterrorizó: “¡Miserable!”.
Sobrevinieron unos días de paz forzosa. Doña Pancha, olvidándose de Memo, salía muy temprano en busca de su loro, preguntando en el barrio de puerta en puerta. Puso un aviso a la entrada de la quinta ofreciendo una recompensa por su hallazgo. El viejo pájaro sin embargo no se había ido muy lejos. Su larga cautividad lo había despojado de toda veleidad libertaria y había terminado por recalar en la rama de un ficus vecino, donde un transeúnte lo ubicó. Su captura fue un ejemplo de movilización social. Doña Pancha concientizó a la mayoría de los vecinos y hasta nosotros, observadores más bien morosos, participamos en la aventura. Con escaleras, cuerdas y pértigas tratamos de echarle mano. Cuando estábamos a punto de alcanzarlo se volaba a un árbol contiguo. La persecución se prolongó durante días de árbol en árbol y de cuadra en cuadra hasta que llegamos a las inmediaciones del parque. Al fin el loro encalló hambriento y fatigado en una florería y doña Pancha pudo recobrarlo y con él la tranquilidad y el honor perdidos. Esta vez lo instaló en una jaula de pie, metálica, roja e inexpugnable.
A partir de entonces sucedió algo extraño: entre el loro y el gato se estableció una rara complicidad. Bastaba que el loro lanzara en la mañana su primer graznido para que el gato saliera inmediatamente al corredor, empezara a hacer cabriolas, encorvar el lomo, enhiestar el rabo, dar saltos y volantines, hasta que fatigado terminaba por sentarse muy sosegado y ronroneando al lado de la jaula. El loro se pavoneaba en su columpio, improvisaba gorgoritos y cuando el gato se atrevía por juego a meter su mano peluda por las rejas, fingía el más grande temor para luego acercarse y darle un inocuo picotón en la garra. En ese juego siempre repetido parecían encontrar un deleite infinito.
El acercamiento entre lo que antes habían sido sus armas de combate no menguó la pugna entre los vecinos. Pero ésta asumió formas muchísimo más rutinarias y triviales. Sin pretextos graves para enfrentarse, recurrían al insulto maquinal. Cada vez que se cruzaban en las escaleras o la galería Memo decía entre dientes: “Zamba cochina” y obtenía como respuesta: “Cholo pulguiento”. A través del muro además se había entablado un diálogo que se cumplía rigurosamente. Con los años doña Pancha sufría de trastornos gástricos y soltaba muchos gases. Memo, atento a todos los ruidos, llevaba en voz alta una escrupulosa contabilidad: “Primer pedo”, “Segundo pedo” y como a fuerza de fumar él tosía y escupía a menudo, doña Pancha respondía: “Ya empieza a echar gargajos el viejo tísico”, “Un pollo más”. Así, ambos nada olvidaban ni perdonaban y ocupaban sus días seniles en una contienda más bien disciplinada, cada vez menos feroz, que iba tomando el aspecto de una verdadera conversación.
Un día el cielo raso de doña Francisca se agrietó y poco después en el muro de la fachada apareció una fisura. La quinta seguía cayéndose a pedazos. Doña Pancha fue al Banco y trató inútilmente de localizar al propietario. Le dijeron que era una sociedad anónima y que ésta la formaban un centenar de personas o, lo que era lo mismo, ninguna. Al fin logró hacerse escuchar por un empleado quien le dijo que las reparaciones corrían por cuenta de los inquilinos y que si no podía hacerlas se mudara. Poco después recibió una notificación judicial diciéndole que si las averías se agravaban se vería obligada a dejar la casa.
Esto la sumió en el más grande terror. Por el alquiler antiguo que ella pagaba en ese lugar solo encontraría un cuarto de esteras en una barriada. Cada mañana pasaba revista al cielo raso y los muros temerosa de ver surgir una nueva grieta. Pero la quinta se desmoronaba caprichosamente, sin seguir ningún orden preestablecido. Otra de las palmeras de la entrada se derrumbó, en los departamentos de los altos estallaron las cañerías inundando varios departamentos y las tejas de una casa exterior se vinieron abajo.
Memo no trató esta vez de sacar ninguna ventaja de las dificultades de su vecina. Varias veces estuvo tentado de intercalar, en uno de sus cotidianos diálogos murales, algo así como “Que se le caiga el techo encima” o “Reviente, zamba, bajo la pared”, pero el temor de que el deterioro de la casa contigua se hiciera extensivo a la suya lo paralizaba. Esto no le impedía llevar el registro de los ruidos de su vecina y aparte de los gases había detectado en su respiración, en las noches, un ronquido que le dio pábulo a nuevas invectivas: “Ahora son los bronquios; las pulmonías se llevan a la tumba a las viejas gordas” o “Dentro de unos meses a Jauja, a respirar el aire de los desahuciados. Así me dejará tranquilo, arpía”.
Una noche doña Pancha tosió sin interrupción, lo que redobló las pullas de Memo y el pleito que tendía a empantanarse en la moderación recobró su antiguo brío. “¡Asqueroso, insolente, no tiene respeto por una mujer de edad! A ver, ¿por qué cuando estuvo mi hijo aquí no levantó la voz? Se la pasó escondido bajo la cama, cobarde”. Por la mente de Memo pasó un viejo recuerdo y antes de que pudiera reprimirse gritó: “Sépalo bien, ¡su hijo era un rosquete!”. En vano esperó la respuesta. En el resto de la noche solo escuchó toses, ronquidos y suspiros.
Al día siguiente doña Pancha no salió de su cuarto. Memo esperó en vano verla regresar de misa o ir de compras para colocarle, de pasada, una de sus habituales estocadas. El loro estuvo más locuaz que de costumbre, probablemente esperando su choclo fresco y el gato trató de entretenerlo en vano con sus monerías de viejo capón. Memo permaneció todo el tiempo al acecho, escuchando tan solo en la pieza contigua el carraspeo y el trajín de una persona agotada. En los días siguientes el trajín se fue haciendo más lento hasta que cesó por completo. Memo se alarmó: ese silencio le parecía irreal, despojaba a su vida de todo un escenario que había sido minuciosa, arduamente montado durante años.
Saliendo al balcón observó al loro que yacía acurrucado en un rincón de su jaula encamada y, lo que nunca hacía, se atrevió a acercarse a la ventana de su vecina. Apenas vio su reflejo en los cristales dio un respingo. “Viejo idiota, ¿qué hace allí espiándome?”. “No estoy espiando a nadie. Ya le he dicho que el balcón es de todos los inquilinos”. “Ya que tiene usted dos patas, vaya a la botica y tráigame una aspirina”. “A la última persona que le haré un favor será a usted. Reviente, zamba sucia”. “No es un favor, pedazo de malcriado, es una orden. Si no me hace caso va a caer sobre usted la maldición de Dios”. “Esas maldiciones me importan un comino. Búsquese una sirvienta”.
Memo regresó a su cuarto y anduvo entre sus álbumes de estampillas y sus libros de viajes tratando de entretenerse en algo. Pero nada lograba retener su atención, a no ser el silencio que lo cercaba. Al fin pegó la boca al muro y gritó: “¡Le traeré la aspirina, bestia, pero lo hago solo por humanidad! Y aun así cuídese, no vaya a ser que le ponga veneno”.
Cuando regresó de la farmacia tocó la puerta de doña Francisca. “Un momento, cholo indecente, espere que me ponga la bata”. “¿Y cree que la voy a mirar? Lo último que se me ocurriría: ¡una chancha calata!”. La puerta se entreabrió y asomó por ella la mano de doña Pancha. Memo depositó el sobre con las aspirinas. “Un sol cincuenta. No va a querer además que le regale las medicinas”. “Ya lo sé, flaco avaro. Espere”. La mano volvió a asomar y arrojó al balcón un puñado de monedas. “¿Así me paga el servicio? ¡Sépalo ya, no cuente en adelante conmigo, muérase como una rata!”.
Pero esa noche cuando doña Pancha lo interpeló pidiéndole una taza de té caliente Memo, después de deshacerse en improperios, se la preparó. Esta vez la comunicación se efectuó a través de la ventana. Memo tuvo apenas tiempo de entrever el rostro de su vecina, ajado, sombrío, fláccido y violeta.
Al día siguiente fue un caldo lo que doña Pancha exigió. Memo preparaba su propia comida, a veces la encargaba a una pensión de donde se la traían en un portaviandas, muy rara vez iba a un restorán. Ese día no tenía caldo.
“¿Y por qué no un pavo al horno, vieja gorrera?”. “Un caldo, he dicho”. Memo cogió un poco de carne molida de su gato y preparó una sustancia. Doña Pancha lo esperaba en la ventana, apoyada en el alféizar. Memo la volvió a examinar y notó por primera vez que sus ojeras eran siniestras y que tenía dos enormes lunares de carne en la mejilla. Doña Pancha olió el caldo: “De hueso, seguramente, miserable”. “De caca de gato, para que lo sepa”.
Al día siguiente Memo se levantó temprano, fue a una pensión cercana y encargó para mediodía una doble ración de caldo de gallina. Cuando se lo trajeron lo puso en el fogón para que se mantuviera caliente. Sentado en su sofá esperó que doña Pancha se manifestara. Pero dieron las dos de la tarde y no escuchó ningún pedido. “¿No hay hambre, vieja pedorra?”. Más tarde volvió a interpelarla: “¡Eh, aquí no estamos para aguantar caprichos! La sopa a sus horas o nada”. Como doña Pancha no contestó, apagó la cocina y se echó a dormir la siesta. Despertó al atardecer en medio de un gran silencio, puntuado solo a veces por el cacareo de un loro cada vez más famélico. Memo se entretuvo escuchando sus discos de Caruso, a un volumen intencionalmente elevado, pero a diferencia de otras épocas no llegaron del otro lado ni protestas ni represalias. Cuando ya estaba oscuro volvió a encender la cocina para calentar el caldo y salió a la galería. Otra vez se vio circundado por una calma irreal. El departamento de su vecina estaba apagado. Memo se paseó delante de él taconeando fuerte sobre el enladrillado para hacer notar su presencia e interpelando al pajarraco: “Lorito de trapo sucio, a punto de estirar la pata, ¿no?”. Al fin, intrigado, se decidió a dar unos golpes en la puerta y como no obtuvo respuesta la empujó. Estaba sin picaporte y cedió. En la oscuridad avanzó unos pasos, tropezó con algo y cayó de bruces. “Vieja bruja, ¿así que poniéndome zancadillas, no?”. A gatas anduvo chocando con taburetes y mesas hasta que encontró el conmutador de una lámpara y alumbró. Doña Pancha estaba tirada de vientre en medio del piso, con un frasco en la mano. El vuelo de su camisón estaba levantado, dejando al descubierto un muslo inmensamente gordo, cruzado de venas abultadas. El primer impulso de Memo fue salir disparado, pero en la puerta se contuvo. Agachándose rozó con la mano ese cuerpo frío y rígido. En vano trató de levantarlo para llevarlo a la cama. Esos cien kilos de carne eran inamovibles.
“Ya lo decía —masculló—, tenías que reventar así. ¿Y ahora qué hago contigo? ¡Aun muerta tienes que seguir fregando! Dura como loza te has quedado, negra malcriada”. Su gato había aprovechado para entrar a husmear ese lugar no hollado y olía la mano de doña Pancha. “¡Fuera de aquí, bestia carachosa!”, gritó Memo y como nunca le encajó un puntapié en las costillas. Con una rápida mirada escrutó la pieza y notó el desorden que deja una persona que bruscamente se ausenta: cajones abiertos, ropa tirada en las sillas, platos sucios en la cocina. Saliendo del cuarto fue a su casa, se puso su pijama, probó un poco de caldo y se metió a la cama. Pero le fue imposible conciliar el sueño. Cerca de medianoche se vistió y se dirigió a la comisaría del parque para dar cuenta de lo sucedido.
En el resto de la noche y hasta la madrugada pasaron por el cuarto vecino policías, el médico forense, un sacerdote, algunos vecinos y dos monjitas que vistieron a la muerta. No hubo velatorio. Vino a llevarla al cementerio la carroza de los indigentes. Cuando en pleno día sacaban el ataúd de madera sin barnizar, Memo dudó si debía o no hacer acto de presencia. Estuvo a punto de ponerse el saco, pero finalmente por desidia o por terquedad renunció.
Y desde entonces lo vimos más solterón y solitario que nunca. Se aburría en su cuarto silencioso, adonde habían terminado por llegar las grietas de la pieza vecina. Pasaba largas horas en la galería fumando sus cigarrillos ordinarios, mirando la fachada de esa casa vacía, en cuya puerta los propietarios habían clavado dos maderos cruzados. Heredó el loro en su jaula colorada y terminó, como era de esperar, regando las macetas de doña Pancha, cada mañana, religiosamente, mientras entre dientes la seguía insultando, no porque lo había fastidiado durante tantos años, sino porque lo había dejado, en la vida, es decir, puesto que ahora formaba parte de sus sueños.
FIN
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