Yo soy novelista y, al parecer, he inventado una «historia». ¿Por qué digo «al parecer», si sé con certeza que la he inventado? Y sin embargo no dejo de imaginarme que algo así ocurrió realmente, en algún lugar y en algún momento; más aún, que ocurrió precisamente en la víspera de Navidad, en alguna ciudad inmensa y bajo un frío espantoso.
Me imagino a un niño muy pequeño, de unos seis años o incluso menos. Se despierta una mañana en un sótano húmedo y frío. Va vestido con una especie de bata y tiembla. Su aliento se escapa en forma de vapor blanco y, sentado en un rincón sobre un baúl, por puro aburrimiento expulsa ese vaho de la boca y se entretiene mirándolo disiparse. Pero tiene muchísima hambre. Desde la mañana se ha acercado varias veces al camastro, donde, sobre una yacija fina como un papel y con un hatillo bajo la cabeza a modo de almohada, yace su madre enferma.
¿Cómo llegó ella hasta allí? Debió de haber venido con su hijo desde alguna ciudad lejana y cayó enferma de pronto. A la patrona de aquel lugar la habían llevado a la policía dos días antes; los demás inquilinos se dispersaron, pues eran días festivos, y el único que quedó fue un haragán que, sin haber esperado siquiera a la fiesta, llevaba ya veinticuatro horas borracho como una cuba. En otro rincón del cuarto gemía una anciana de unos ochenta años, enferma de reumatismo, que había trabajado en otros tiempos como niñera, no se sabe dónde, y que ahora agonizaba sola, quejándose, rezongando y refunfuñando contra el niño, hasta el punto de que él ya tenía miedo de acercarse a ella. Beber, había conseguido beber algo de agua en el zaguán; pero no había encontrado ni una sola corteza de pan, y ya por décima vez se acercaba a despertar a su madre.
Por fin, la angustia empezó a apoderarse de él: hacía mucho que había anochecido y nadie había encendido fuego alguno. Al palpar el rostro de su madre, se sorprendió de que no se moviera en absoluto y de que estuviera tan fría como la pared. «Aquí hace muchísimo frío», pensó. Permaneció un instante de pie, olvidando inconscientemente la mano sobre el hombro de la difunta; luego sopló sobre sus deditos para calentarlos y, de pronto, al tantear en el camastro, encontró su gorrita y salió sigilosamente, a oscuras, del sótano.
Habría salido antes, pero le daba miedo el enorme perro que había estado aullando todo el día en la escalera, junto a la puerta del vecino. Pero el perro ya no estaba y, de pronto, el niño se encontró en la calle.
¡Dios mío, qué ciudad! Nunca había visto nada parecido. Allí de donde venía, por la noche reinaba una oscuridad negra, con un solo farol para toda la calle. Las casitas bajas de madera se cerraban con postigos; en cuanto oscurecía, no quedaba nadie en la calle: todos se encerraban en sus casas, y sólo aullaban manadas enteras de perros, cientos y miles de ellos, que ladraban y aullaban toda la noche. Pero allí al menos hacía calor y le daban de comer, mientras que aquí… ¡Dios mío, si pudiera comer algo! ¡Y qué estrépito y qué ruido, cuánta luz y cuánta gente, caballos y carruajes! ¡Y el frío, el frío! Un vapor helado se eleva de los caballos extenuados, de sus hocicos ardientes y humeantes; las herraduras repican contra las piedras a través de la nieve blanda, y todos se empujan. ¡Dios mío, cómo desearía comer aunque fuera un pedacito de algo!
De pronto le dolieron terriblemente los deditos. Pasó un guardia y apartó la mirada para no fijarse en el niño.
Otra calle más, ¡qué ancha! Aquí seguro que lo atropellan. ¡Cómo gritan todos, cómo corren y se apresuran, a pie y en carruajes! ¡Y cuánta luz! ¿Y eso qué es? ¡Ah, qué vidrio tan grande! Detrás del vidrio hay una habitación, y en ella un árbol que llega hasta el techo: es un árbol de Navidad, con cuántas luces, cuántos papeles dorados y manzanas, y alrededor juguetes y caballitos. Por la habitación corren niños elegantes y limpios, que ríen y juegan, comen y beben. Esa niña ha empezado a bailar con un muchacho; ¡qué niña tan bonita! Hasta se oye la música a través del vidrio.
El niño mira, se maravilla, incluso sonríe; pero ya le duelen los dedos de los pies, y los de las manos se le han puesto completamente rojos, no se le doblan y le duele moverlos. De pronto recuerda cuánto le duelen los dedos, rompe a llorar y echa a correr; y entonces ve, a través de otro vidrio, otra habitación: también hay árboles, pero sobre las mesas hay pasteles de toda clase, de almendra, rojos, amarillos, y allí están sentadas cuatro señoras ricas; a quien entra le dan pasteles, y la puerta se abre a cada momento, dejando pasar a muchos señores que llegan desde la calle. El niño se acerca sigilosamente, abre de pronto la puerta y entra.
¡Cómo le gritan y le hacen aspavientos! Una señora se acerca deprisa, le mete una moneda de kopek en la mano y ella misma le abre la puerta a la calle. ¡Qué susto pasó! Y la moneda rodó en seguida y tintineó por los escalones: no pudo doblar sus dedos enrojecidos para retenerla. El niño salió corriendo, sin saber adónde iba. Le dan ganas de llorar otra vez, pero tiene miedo, y corre, corre, soplando sobre sus manitas.
La angustia se apodera de él, porque se siente tan solo y asustado, y de repente, ¡Dios mío! ¿Qué es esto ahora? La gente se ha detenido en grupo y mira con asombro: en una ventana, tras el vidrio, hay tres muñecos pequeños, vestidos completamente con trajes rojos y verdes, como si estuvieran vivos. Un viejecito está sentado y parece tocar un gran violín; otros dos están de pie a su lado y tocan violines pequeños; mueven las cabezas al compás, se miran unos a otros, mueven los labios, hablan, sí, hablan de verdad, sólo que no se oye nada a través del vidrio.
Al principio el niño pensó que eran personas vivas; cuando comprendió que eran muñecos, se echó a reír. Nunca había visto muñecos así ni sabía que existieran. Tiene ganas de llorar, pero le resulta tan divertido mirarlos.
De pronto le pareció que alguien lo agarraba por detrás de la bata: un muchacho grande y malvado estaba junto a él y de repente le dio un golpe en la cabeza, le arrancó la gorra y le dio una patada. El niño rodó por el suelo; se oyeron gritos; quedó aturdido, se levantó de un salto y echó a correr, corrió sin saber adónde, se metió en un portal, en un patio ajeno, y se acurrucó detrás de la leña: «Aquí no me encontrarán, y además está oscuro».
Se acurrucó y se encogió; no podía recuperar el aliento del miedo y, de pronto, de repente, se sintió tan bien: las manos y los pies dejaron de dolerle y sintió tanto calor, tanto calor, como si estuviera sobre la estufa. Todo su cuerpo se estremeció: ¡ah, si se había quedado dormido! Qué bien era dormirse allí. «Me sentaré un poco más y luego iré otra vez a ver los muñecos», pensó el niño, y sonrió al recordarlos; «parecen de verdad…». Y de pronto le pareció oír que su mamá cantaba una canción sobre él. «Mamá, estoy durmiendo. ¡Qué bien se duerme aquí!».
—Ven conmigo al árbol de Navidad, hijo —susurró de pronto una voz suave sobre él.
Pensó al principio que era su madre, pero no, no era ella. No veía a quien lo había llamado, pero alguien se inclinó sobre él y lo abrazó en la oscuridad; él le tendió la mano y… y de pronto… ¡oh, qué luz! ¡Oh, qué árbol! Pero no es un árbol de Navidad; nunca había visto árboles así. ¿Dónde estaba ahora? Todo brillaba, todo resplandecía, y alrededor había muñecos… no, no eran muñecos, eran niños y niñas, tan luminosos; todos giraban a su alrededor, volaban, todos lo besaban, lo tomaban, se lo llevaban consigo, y él mismo volaba, y veía que su mamá lo miraba y le sonreía con alegría.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Qué bien se está aquí, mamá! —le grita el niño, y vuelve a besar a los demás niños, y quiere contarles cuanto antes lo de los muñecos tras el vidrio—. ¿Quiénes sois, niños? ¿Quiénes sois, niñas? —pregunta, riendo y queriéndolos.
—Éste es el «árbol de Navidad de Cristo» —le responden—. Cristo siempre tiene en este día un árbol de Navidad para los niños pequeños que no tienen el suyo.
Y comprendió que aquellos niños y niñas habían sido todos como él: unos se habían congelado en sus cestas, abandonados en un rellano, ante la puerta de algún funcionario de Petersburgo; otros se habían asfixiado en casa de las nodrizas finesas, entregados para la cría por la Casa de Expósitos; otros habían muerto junto al pecho seco de sus madres durante la hambruna de Samara; otros se habían asfixiado en la atmósfera pestilente de los vagones de tercera clase; y todos estaban ahora allí, todos eran como ángeles, todos estaban con Cristo, y Él mismo estaba en medio de ellos, extendía las manos hacia ellos y los bendecía, a ellos y a sus madres pecadoras…
Y las madres de esos niños estaban también allí, a un lado, y lloraban; cada una reconocía a su hijo o a su hija, y ellos volaban hacia ellas, las besaban, les secaban las lágrimas con sus manitas y les rogaban que no lloraran, porque allí eran tan felices…
Y abajo, a la mañana siguiente, los porteros encontraron el pequeño cadáver del niño que había huido y se había congelado detrás de la leña; encontraron también a su madre… Ella había muerto antes que él. Ambos se reencontraron junto al Señor Dios en el cielo.
¿Y por qué he inventado una historia así, tan impropia de un diario ordinario y sensato, y más aún del Diario de un escritor? Y eso que había prometido contar principalmente hechos reales. Pero ahí está precisamente el asunto: todo me parece y se me figura que esto pudo haber ocurrido de verdad, es decir, lo que sucedió en el sótano y detrás de la leña; y en cuanto al árbol de Navidad de Cristo… no sé cómo decíroslo: ¿pudo haber ocurrido o no? Para eso soy novelista: para inventar.
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