1. El bajorrelieve de arcilla
Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une los muelles a la casa del muerto, en la Calle Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas… y algo más que dudas.
Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz mental del anciano.
El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación.
Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura ciclópea.
Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera tenía el siguiente título: “1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Calle Thomas 7, Providence, R.I.”, y la segunda: “Informe del inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121, Nueva Orleáns, a la Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos (principalmente La Atántida y la Lemuria perdida de W. Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como la La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925.
La primera parte del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo “físicamente hipersensitivo”; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente “raro”. No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadorismo, lo había desahuciado.
En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual.
-Es nueva, es cierto -le dijo-, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida de jardines.
Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve temblor de tierra -el más violento de los que habían sacudido Nueva Inglaterra en esos últimos años- que había afectado terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.
Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu y R’lyeh.
El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa de sus padres, en la Calle Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca “de varios kilómetros de altura” que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro.
El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista.
Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado diversas personas en el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia y los hombres de negocios -la tradicional “sal de la tierra” de Nueva Inglaterra- dieron un resultado casi completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor a algo anormal.
Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones, y es mejor así.
Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes, pues el número de estos extractos era prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso acontecimiento”, que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se referían cautelosamente a una seria agitación de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores mencionados por el profesor.
2. El informe del inspector Legrasse
El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleáns a Saint-Louis en busca de cierta información que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar.
No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes.
El inspector Legrasse no había esperado que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.
La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.
El material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.
Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y explorador de bastante renombre.
Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.
Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus ídolos:
Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas palabras. Era algo así:
En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.
Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre parias y vagabundos.
El 1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tamtam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.
En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los vehículos y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.
La región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.
Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea:
Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.
En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro, colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el círculo de fuego.
Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las supersticiones locales.
La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R’lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí, esperándolo.
Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto significaba: “En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando”.
Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los Alas-Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún -le habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas piedras ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.
Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la gran ciudad de R’lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles moldeándoles los sueños.
Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno.
En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente, el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería europea y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan discutido dístico:
Legrasse, profundamente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se encontraba nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb.
El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox.
No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información recogía por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.
Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de la Calle Thomas, desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en Norteamérica. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era profundo y auténtico.
Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles en versos y pinturas.
Moreno, frágil y de aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar.
Poco tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía haber recibido esas impresiones sobrenaturales.
Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.
Esas palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de R’lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que su talento prometía.
El asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros de los que habían participado en aquella vieja expedición, examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell.
Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también he aprendido mucho.
3. La locura del mar
Despojé vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido:
Misterioso barco a la deriva rescatado en alta mar
El Vigilant arribó remolcando a un yate neozelandés armado. Un muerto y un sobreviviente a bordo. Relatan combates furiosos y muertes en alta mar. Marinero rescatado se niega a dar detalles de la misteriosa experiencia. Ídolo extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación.
El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34°21′ de latitud sur, y a los 152°17′ longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo.
El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana.
El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real y el museo de la Calle College no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario.
Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la goleta Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación de 20 hombres.
El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51′ de latitud sur y a los 128°54′ de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos2 y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada.
Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.
Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo.
Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas.
Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril.
Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones.
Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela.
Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.
El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente.
Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío?
El 1° de marzo -el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario internacional- se habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres.
Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas.
En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de la Calle West había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su nueva dirección.
Volví entonces a Sidney y hablé sin éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: “Vinieron de las estrellas y trajeron consigo sus imágenes”.
Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg.
La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo.
No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito, que trataba “asuntos técnicos”, escrito en inglés con la intención manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general.
Sentí entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno reposo, “accidentalmente” o por otro motivo, me traspasaba los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de esos “asuntos técnicos” me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía a Londres.
Era un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos.
Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del sol.
El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba con un horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado, Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los 49°9′ de latitud oeste, y 126°43′ de longitud sur, se encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R’lyeh, construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había visto bastante!
Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert.
Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas… superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad la misma impresión.
Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad.
Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar -vanamente, como comprendieron más tarde- algo que sirviese de recuerdo.
Rodríguez, el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente.
Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de la grotesca moldura de piedra -puede decirse que subió si se admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal-, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba.
Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la perspectiva.
La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de pesadilla.
La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez.
Tres hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del agua.
Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la persecución con golpes que levantaron enormes olas. Briden volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro.
Pero Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés; pero Johansen no retrocedió.
Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde -Dios del cielo- la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad.
Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que reía a carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias, vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago.
Luego de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.
Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero que nunca volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco demasiado y el culto todavía existe.
Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará el día… ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos.
FIN
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