Hace unos días vi
una boda… Pero ¡no! Será mejor que les hable sobre la fiesta del Árbol de
Navidad. La boda estuvo bien; me gustó mucho, pero aún mejor fue otro
acontecimiento. Ignoro de qué modo, al observar la boda me acordé de esa fiesta
del Árbol de Navidad. Ocurrió del siguiente modo. Hace exactamente cinco años,
en vísperas de Año Nuevo, me invitaron a un baile infantil. La persona que me
invitaba era muy célebre e importante, con contactos, influencias e intrigas,
de modo que uno podía pensar con facilidad que el baile infantil no era más que
una excusa para reunirse los padres y charlar sobre ciertos asuntos de la forma
más casual e inocente. Yo era ajeno a aquellas cuestiones, no tenía ningún
asunto que tratar, y por ello pasé la tarde de un modo bastante independiente.
Había allí también otro señor, que a mi parecer no se distinguía ni por su
posición social ni por parentesco alguno, pero que, al igual que me ocurriera a
mí, se encontró en la feliz fiesta del mismo modo que yo… Fue la primera
persona en quien me fijé. Era un hombre alto, enjuto, bastante serio y bien
vestido. Pero resultaba evidente que en absoluto le divertía aquella alegre
fiesta familiar. Cuando se apartaba hacia algún rincón, al instante dejaba de
sonreír y fruncía sus espesas y negruzcas cejas. Exceptuando al dueño, no
conocía a nadie de aquella fiesta de baile infantil. Era visible que se aburría
a más no poder, pero que soportaba heroicamente, hasta el final, el papel de
hombre absolutamente feliz y divertido. Después me enteré de que se trataba de
un señor de provincias, que vino a la capital a solucionar alguna cuestión
importante, y que le traía una carta de recomendación al dueño, nuestro
anfitrión, que le mostró su tono protector, no precisamente con amore, y que le
invitaba por pura cortesía a su fiesta de baile infantil. Como no jugaba a las
cartas y nadie le había ofrecido un cigarro, ni entraba en conversación con él
—probablemente al reconocer ya a distancia al pájaro por su pluma—, y por no
saber qué hacer con las manos, se vio el caballero obligado a atusarse las
patillas durante toda la tarde. Estas eran verdaderamente hermosas. Pero se las
atusaba con tanta insistencia que, al mirarle, resultaba difícil no pensar que
en el mundo fueron primeramente creadas las patillas, y que solo después se les
añadió el hombre para que se las atusara.
Al margen de ese
caballero, que participaba de ese modo de la felicidad familiar del dueño de la
casa, y que tenía cinco hijos regordetes, también llamó mi atención otro
caballero. Pero este otro ya era de otra naturaleza. ¡Se trataba de todo un
personaje! Se llamaba Iulián Mastákovich. Desde el primer golpe de vista se
percataba uno de que se trataba de un invitado de honor y de que tenía la misma
relación con el anfitrión que este último con el caballero que se atusaba las
patillas. Los dueños le prodigaban infinidad de amabilidades, tenían muchas
atenciones con él, le ofrecían bebidas, lo jaleaban, le acercaban a sus
invitados para recomendarle, pero en lo que a él se refiere no lo presentaban a
nadie. Observé que al dueño le brilló una lágrima en el ojo cuando Iulián
Mastákovich, refiriéndose a la velada, dijo que en escasas ocasiones había
pasado un rato tan agradable. De pronto me estremecí ante la presencia de aquel
personaje, y, por ello, tras deleitarme mirando a los niños, me marché a un
pequeño saloncito, que estaba completamente vacío, y me senté en el cenador de
la dueña, que tenía muchas plantas y ocupaba casi la mitad de la habitación.
Todos los niños eran
increíblemente enternecedores, y decididamente se negaban a comportarse como
mayores a pesar de todas las observaciones de las institutrices y las madres.
En un abrir y cerrar de ojos habían dejado el árbol prácticamente vacío, hasta
el último bombón, y ya les había dado tiempo a romper la mitad de los juguetes,
sin saber previamente a quién correspondía cada uno. Especialmente agradable me
pareció un niño de ojos negros y pelo rizado, que no hacía más que querer
dispararme con su rifle de madera. Pero, de todos los niños, la que más llamó
mi atención fue su hermana, una niña de aproximadamente once años, maravillosa,
tierna, silenciosa, pensativa y pálida, con ojos grandes, penetrantes y algo
saltones. Los niños la habían ofendido por algo, por eso decidió marcharse al
salón donde estaba yo, y ponerse a jugar con su muñeca en un rinconcito. Los
invitados indicaban con respeto a un rico comerciante, su padre, y alguno que
otro señalaba, en voz baja, que ya se había asignado a la niña una dote de
trescientos mil rublos. Me di la vuelta para echar un vistazo a los que
curioseaban sobre el acontecimiento, y mi mirada cayó en Iulián Mastákovich,
quien, con las manos a la espalda y la cabeza algo ladeada, ponía especial
atención para escuchar la vanilocuencia de aquellos caballeros. A continuación
no pude por menos de sorprenderme por la sabiduría de los dueños ante la
entrega de los regalos de los niños. La niña que ya tenía trescientos mil
rublos de dote recibió una impresionante muñeca. Después se fueron entregando
los regalos en línea descendente, conforme al nivel y rango de los padres de
todas aquellas felices criaturas. Finalmente, el último niño, de unos diez
años, delgadito, pequeño, pecosillo y pelirrojo, recibió solo un libro de
cuentos sobre la grandeza de la naturaleza, las lágrimas de la emoción y otras
cosas, sin una sola estampa ni viñeta.
Era el hijo de
la institutriz de los niños del dueño: una pobre viuda que tenía un niño
extremadamente introvertido y asustadizo. Llevaba puesta una chaquetita de
nanquín barato. Tras recibir su librito, estuvo un largo rato dando vueltas
alrededor de otros juguetes; tenía muchas ganas de jugar con otros niños, pero
no se atrevía; era evidente que ya tenía conciencia de su situación y la
comprendía. Me gusta observar a los niños. Lo extraordinariamente curioso en
ellos viene a ser la primera revelación de independencia en la vida. Observé
que al niño pelirrojo le atrajeron sobremanera los juguetes de más categoría de
otros niños, especialmente las marionetas de teatro, con las que le habría
encantado jugar representando algún papel, hasta el extremo de hacer alguna
gamberrada. Se reía y jugaba con otros niños, y le dio su manzana a un niño
regordete que tenía anudado un pañuelo lleno de golosinas; incluso accedió a
llevar sobre su espalda a otro niño, con tal de que no le apartaran del teatro
de las marionetas. Pero, al cabo de un minuto, un chaval travieso le dio una
considerable paliza. El niño no se atrevió a llorar. En ese momento llegó la
institutriz, su madre, y le ordenó que no molestara a los otros niños. Él entró
en la habitación donde estaba la niña. Ella dejó que se le acercara y los dos,
bastante entretenidos, se pusieron a vestir a la preciosa muñeca.
Ya llevaba yo
una media hora sentado en el saloncito del cenador y casi me adormecí
escuchando el silencioso susurro entre el niño pelirrojo y la preciosa niña de
trescientos mil rublos de dote, que departían sobre la muñeca. De pronto entró
en la habitación Iulián Mastákovich. Aprovechó el momento de una ruidosa pelea
entre los niños para escabullirse despacio del salón. Me percaté de que solo un
minuto antes había estado hablando bastante acalorado con el padre de la futura
y rica novia, al que acababa de conocer, ensalzando las ventajas de un empleo
respecto a otro. Ahora estaba pensativo y parecía estar echando cuentas con los
dedos.
—Trescientos…
trescientos —susurraba—. Once… doce… trece… ¡Dieciséis; cinco años! Supongamos
que cuatro por ciento; doce por cinco, igual a sesenta; si sobre estos sesenta…
supongamos que dentro de cinco años, entonces serán cuatrocientos. ¡Sí! Pero no
se conformará con el cuatro por ciento, el muy estafador. Puede que quiera el
ocho o el diez por ciento. Bueno, supongamos que quiera quinientos, quinientos
mil, que será lo más probable; y el resto será para la renta, ¡hum…!
Había dejado de
darle vueltas, se sonó la nariz y ya se disponía a salir de la habitación
cuando de pronto miró a la niña y se quedó parado. Como yo estaba detrás de las
macetas y las plantas, no me veía. Pero me pareció que estaba muy excitado. Tal
vez le afectaron las cuentas que echó, o alguna otra cosa, pero se frotaba las
manos sin poder quedarse quieto. Aquella preocupación aumentó hasta nec plus
ultra, cuando de pronto se detuvo, y echó otro vistazo a la futura novia. Quiso
avanzar un paso, pero, antes de hacerlo, miró alrededor. Después, y de
puntillas, como si se sintiera culpable, se fue aproximando a la criatura. Se
le acercó sonriendo, se agachó y le dio un beso en la cabeza. La niña, que
estaba abstraída jugando, lanzó un grito asustada.
—¿Y qué hace
usted aquí, preciosa niña? —le preguntó él, a media voz, mirando alrededor y
dándole una palmadita en la mejilla.
—Estamos
jugando…
—¿Cómo? ¿Con este
niño? —Iulián Mastákovich miró de reojo al niño—. ¿Y no sería mejor que tú,
cielito, fueras al salón? —le dijo al niño.
El niño le miró
abiertamente a los ojos. Iulián Mastákovich echó nuevamente un vistazo
alrededor y se inclinó otra vez sobre la niña.
—¿Qué es esto,
una muñequita, querida niña? —preguntó él.
—Sí —respondió
la pequeña, frunciendo el entrecejo y ligeramente apocada.
—Una muñequita…
¿sabes, querida niña, de qué está hecha tu muñeca?
—No lo sé…
—respondió ella a media voz y con la cabeza completamente gacha.
—De guata,
querida. Pero sería mejor que el niño se fuera al salón con los demás niños —dijo
Iulián Mastákovich, mirando severamente al niño. La niña y el niño fruncieron
el ceño y se apretujaron el uno contra el otro. Al parecer, no querían
separarse.
—¿Y sabes por
qué te han regalado esta muñequita? —le preguntó Iulián Mastákovich, bajando
cada vez más el tono de voz.
—No lo sé.
—Pues para que
te portes durante toda la semana como una niña buena y cariñosa.
En aquel momento
Iulián Mastákovich, excitado hasta más no poder, miró alrededor y, bajando cada
vez más la voz, le preguntó finalmente con un tono apenas perceptible por el
nerviosismo y la inquietud:
—¿Vas a ser
cariñosa conmigo, querida niña, cuando yo venga a visitar a tus padres?
Al decir esto,
Iulián Mastákovich quiso darle de nuevo un beso a la preciosa niña, pero el
niño, al ver que esta se encontraba a punto de romper a llorar, la cogió de las
manos y se puso a gemir compadeciéndose de ella. En esta ocasión, Iulián
Mastákovich se enfureció.
—¡Largo, largo
de aquí, vamos! —le dijo al niño—. ¡Márchate al salón! ¡Vete allí, con los
demás niños!
—¡No! ¡Que no se
vaya! ¡Márchese usted! ¡Déjelo en paz! ¡Déjelo! —le dijo la niña, a punto de
romper a llorar.
Se oyeron voces
en la puerta y Iulián Mastákovich se estremeció, irguiendo al instante su
majestuoso cuerpo. Pero el niño, aún más asustado, dejó a la niña y, apoyándose
despacito en la pared, pasó del salón al comedor. Para no levantar sospechas,
Iulián Mastákovich también se dirigió al comedor. Estaba más colorado que un
cangrejo, y al verse en un espejo pareció turbarse por su aspecto.
Probablemente se disgustara por su acaloramiento y falta de paciencia.
Posiblemente, sus cálculos le impresionaran sobremanera, seduciéndole y
entusiasmándole de tal modo que, sin reparar en la formalidad y la importancia
de su persona, decidiera comportarse como un chiquillo y abordar su objetivo
directamente, sin percatarse de que este podría haber sido verdaderamente
factible pasados, al menos, cinco años. Salí al comedor, siguiendo al
distinguido caballero, y presencié un espectáculo bochornoso. Iulián
Mastákovich, completamente enrojecido de rabia y enojo, iba tras el niño
pelirrojo, asustándole; este, preso del miedo, retrocedía cada vez más sin
saber dónde meterse.
—¡Largo de aquí!
¿Qué estás haciendo? ¡Vamos, granuja, fuera! Has venido aquí para robar la
fruta, ¿verdad? ¿Estás robando fruta? ¡Vete, granuja! ¡Márchate, mocoso!
¡Vamos! ¡Vamos! ¡Ve con los demás niños!
El niño,
completamente asustado, decidió finalmente intentar colarse debajo de la mesa.
En aquel momento, su instigador, acalorado a más no poder, sacó su largo
pañuelo de batista y comenzó a agitarlo debajo de la mesa para sacar al niño,
que estaba tremendamente asustado. Hay que señalar que Iulián Mastákovich era
un hombre algo corpulento. Se trataba de un individuo bien alimentado, de
mejillas sonrosadas, carnes prietas, barriguita y muslos rellenos; en una
palabra, lo que se dice un fortachón, redondo como una nuez. Sudaba, jadeaba y
estaba todo congestionado. Finalmente, se enfureció completamente, tal era la
indignación que sentía o (¿quién sabe?) puede que también los celos. Yo solté
una incontenible carcajada. Iulián Mastákovich se dio la vuelta y, sin reparar
en su posición social, se quedó completamente confuso. En aquel momento, por la
puerta de enfrente, entró el dueño de la casa. El niño salió de debajo de la
mesa limpiándose los codos y las rodillas. Iulián Mastákovich se apresuró a
acercarse a la nariz el pañuelo que sostenía entre los dedos, cogido por la
punta.
El dueño de la
casa nos miró a los tres algo turbado, pero, como hombre que sabía de cosas de
la vida y que la miraba desde un ángulo serio, aprovechó al instante la ocasión
para hablar en privado con su invitado.
—Aquí está el
niño —le dijo, indicando al crío pelirrojo— de quien tuve el honor de
solicitarle…
—¿Cómo?
—respondió Iulián Mastákovich sin que aún le diera tiempo a reponerse.
—Es el hijo de
la institutriz de mis hijos —continuó el dueño con tono suplicante—; una pobre
mujer, viuda de un honesto funcionario; y por ello… Iulián Mastákovich, si
fuera posible…
—¡Oh, no, no!
—exclamó apresuradamente Iulián Mastákovich—. No; discúlpeme, Filipp
Alekséievich, pero es de todo punto imposible. Ya me informé debidamente; no
hay vacantes, y, de haberlas, habría diez candidatos aspirando a ellas con
bastantes más derechos adquiridos que él… Es una lástima, una lástima…
—Es una pena
—repitió el dueño—; el niño es muy discreto y modesto…
—Bastante
travieso, por lo que he podido observar —respondió Iulián Mastákovich,
torciendo histéricamente la boca—. ¡Vamos, niño! ¿Qué haces aquí parado? ¡Ve
con los otros muchachos! —dijo, dirigiéndose al niño.
En aquel
instante, no pudo resistir más y me miró de reojo. Tampoco yo pude resistir y
me eché a reír directamente en su cara. Iulián Mastákovich se dio la vuelta al
instante y, con voz bastante perceptible para mí, le preguntó al dueño quién
era aquel joven tan raro. Salieron susurrando entre ellos de la habitación.
Después pude observar cómo Iulián Mastákovich, escuchando al dueño, movía la
cabeza con cierta desconfianza.
Tras reírme lo
mío regresé al salón. Allí, el aspirante a marido, rodeado de padres y madres
de familia y los dueños de la casa, le decía algo acaloradamente a una señora a
la que le acababan de presentar. La señora sujetaba la mano de la niña con
quien Iulián Mastákovich había tenido aquella escena en el salón hacía diez
minutos. Ahora se estaba deshaciendo en halagos y asombros de la belleza, el
talento, la gracia y la buena educación de aquella tierna criatura. Le hacía
visiblemente la pelota a la madre. Esta le escuchaba emocionada, casi con
lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa
participaba de la felicidad general. Incluso los invitados se emocionaron y los
juegos de los niños se interrumpieron para no molestar la conversación. El aire
que se respiraba era pletórico. Más tarde pude oír cómo la madre de la niña, profundamente
emocionada, le rogaba con exquisitas expresiones a Iulián Mastákovich que les
otorgara el honor de visitarles; también oí después con qué sincero entusiasmo
acogía Iulián Mastákovich la invitación, y cómo los invitados, al dirigirse
cada uno a su casa, tal y como mandan los cánones de las buenas costumbres, se
despedían los unos de los otros, repletos de halagos hacia el comerciante, su
mujer y la niña, y, muy especialmente, hacia Iulián Mastákovich.
—¿Está casado
este caballero? —pregunté yo, casi en voz alta, a uno de mis conocidos, que se
encontraba al lado de Iulián Mastákovich.
Este me echó una
mirada escudriñadora y malévola.
—¡No! —respondió
mi conocido, disgustado hasta el fondo de su corazón por mi torpeza, cometida
intencionadamente…
Hace poco pasaba
yo cerca de la iglesia ***. Me impresionó la muchedumbre que allí se agolpaba.
Alrededor se hablaba de una boda. El día estaba nublado y empezaba a caer
escarcha; entré en la iglesia introduciéndome en la muchedumbre y vi al novio. Era
un hombre regordete, con barriguita y luciendo todas sus condecoraciones.
Corría de un lado para otro, gestionando algo y dando órdenes. Finalmente, se
oyó que la novia había llegado. Me abrí paso entre la gente y vi a la bella
novia para la que apenas despuntaba la primera primavera. La joven estaba
pálida y triste. Miraba tímidamente; incluso me pareció que tenía los ojos
enrojecidos por las recientes lágrimas. La severa hermosura de cada uno de los
rasgos de su rostro le otorgaba cierta importancia triunfal a su belleza. Pero
a través de esa pureza y solemnidad, a través de aquella tristeza, todavía se
traslucía un semblante infantil e ingenuo; se veía algo indescriptiblemente
inocente, inmaduro, joven, que sin hacerlo parecía estar rogando piedad.
Se comentaba que la novia apenas tendría
dieciséis años. Miré atentamente al novio y de pronto reconocí a Iulián
Mastákovich, al que no veía desde hacía cinco años. También miré a la novia…
¡Dios mío! Me puse a toda prisa a abrirme paso entre la gente para salir de la
iglesia. Entre la muchedumbre se hablaba de que la novia era rica, de que tenía
quinientos mil rublos de dote… y no se sabía cuánto más en renta…
«Pues, pese a
todo, ¡le salió bien la cuenta!», pensé yo saliendo a la calle…
FIN
Notas domésticas,
1848
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