Una mañana, cuando ya me disponía a dirigirme a mis tareas, entró en mi habitación Agrafena, mi cocinera, lavandera y ama de llaves, y, para mi sorpresa, se dirigió a mí.
Hasta aquel momento era una mujer tan callada y sencilla que, al margen de dos palabras que dijera al día sobre lo que iba a preparar para comer, no había dicho más durante seis años. O, al menos, yo no había oído nada.
—He venido a decirle, señor —empezó de pronto—, que podría usted alquilar el desván.
—¿Qué desván?
—Pues el que está junto a la cocina. Ya sabe al que me refiero.
—¿Para qué?
—¡Para qué! Pues porque la gente los alquila. Está claro para qué.
—Pero ¿a quién se lo alquilaría?
—¡A quién! A un inquilino. ¿A quién si no?
—Pero si allí, madrecita mía, no cabe ni una cama; es muy estrecho. ¿Quién podría vivir allí?
—¿Qué falta hace que viva allí? Solo hace falta un hueco para dormir; y para vivir está el alféizar de la ventana.
—¿Qué alféizar?
—Está claro cuál, como si no lo supiera. El que está en el vestíbulo. Allí podría sentarse, coser o hacer alguna cosa. También puede sentarse en una silla. Él tiene una silla; y también una mesa; lo necesario.
—Pero ¿de quién se trata?
—Pues de una buena persona, de confianza. Yo le haría la comida. Por la habitación y la comida, le cobraría, al mes, tres rublos…
Finalmente, y después de un buen rato, supe que un hombre entrado en años le pidió a Agrafena que le dejara vivir en la cocina, en calidad de inquilino con derecho a comida. Lo que a Agrafena se le metiera en la cabeza necesariamente había de llevarse a cabo, ya que, de otro modo, sabía que no me dejaría en paz. Cuando algo no salía como ella quería, se quedaba apesadumbrada y presa de una profunda melancolía que podía durarle dos o tres semanas. Durante ese tiempo, solía estropeársele la comida, no me lavaba la ropa, ni el suelo; en un palabra, sucedían cosas desagradables. Hace tiempo que me había dado cuenta de que aquella mujer silenciosa no sabía tomar decisiones ni defender ninguna idea propiamente suya. Pero cuando en su floja inteligencia pudiera componerse de alguna manera algo parecido a una idea o determinación, negárselo significaba aniquilarla moralmente durante algún tiempo. Y por ello, como yo por encima de todo quería mi propia tranquilidad, al instante me conformé con su propuesta.
—Pero ¿tendrá al menos un documento, pasaporte o algo por el estilo?
—¡Cómo! Claro que sí. Es una buena persona y con experiencia; me ofreció pagarme tres rublos.
Al día siguiente, en mi humilde vivienda de soltero apareció un nuevo habitante; pero no me sentí enojado e incluso me alegré en mi interior. En general, vivo muy solitario, como un ermitaño. Apenas tengo conocidos; y salgo en escasas ocasiones. Después de haber vivido durante diez años como un sordo, lógicamente me acostumbré a la soledad. Pero vivir otros diez, quince, o puede que más años, en soledad, con aquella misma Agrafena, y en aquel cuartito de soltero, era una perspectiva de lo más insulsa. Por ello, teniendo en cuenta la situación, una persona tranquila que viene de fuera es una bendición caída del cielo.
Agrafena no había mentido: mi inquilino era una persona decente. Por el pasaporte me enteré de que era un soldado retirado, cosa que había percibido al primer golpe de vista, sin necesidad de mirar el pasaporte. Era fácil de reconocer. Astáfi Ivánovich, mi inquilino, era un buen hombre, entre los de su clase. Comenzamos a tener una buena convivencia. Pero lo más divertido de Astáfi Ivánovich era la facilidad que tenía para relatar historias y sus vivencias. Para el transcurrir diario de mi habitual aburrimiento, alguien que relatara como él era un tesoro. En una ocasión me contó una de sus historias. Esta me impresionó. Pero he aquí el motivo por el que surgió esa historia:
Un día me quedé solo en casa: Astáfi y Agrafena habían salido a hacer recados. De pronto me pareció que un desconocido entraba en otra habitación. Salí, y vi que en el vestíbulo realmente había un desconocido. Era joven, bajito y, a pesar del frío otoñal, solo se cubría con una levita.
—¿Qué deseas?
—Quiero ver al funcionario Alexándrov. ¿Vive aquí, verdad?
—Esa persona no vive aquí. ¡Adiós!
—¡Cómo es posible! ¡Si el barrendero me dijo que vivía aquí! —dijo el visitante, retrocediendo cuidadosamente hacia la puerta.
—¡Vamos, vamos! ¡Márchate, hermano! ¡Fuera!
Al día siguiente, después del almuerzo, cuando Astáfi Ivánovich me estaba tomando medidas para una levita, que tenía que arreglar, de nuevo alguien volvió a entrar en el vestíbulo. Entreabrí la puerta.
El caballero del día anterior, ante mis propios ojos, descolgó tranquilamente de la percha mi abrigo de piel, lo cogió debajo del brazo y salió corriendo. Agrafena se quedó mirándole boquiabierta, sin hacer nada para recuperar mi abrigo. Astáfi Ivánovich salió corriendo tras el ladrón y al cabo de diez minutos volvió sofocado y con las manos vacías. ¡El hombre se había esfumado!
—¡Qué mala suerte, Astáfi Ivánovich! ¡Menos mal que aún me queda el capote! ¡De no ser así, el muy ladrón me habría dejado completamente desnudo!
Pero a Astáfi Ivánovich todo aquello le había dejado tan perplejo que, de contemplarle, hasta me olvidé del robo. No podía recomponerse. No hacía más que soltar la labor que tenía entre las manos, para ponerse al instante a contar nuevamente lo que había sucedido, y la forma en que aquello había pasado. Cómo, estando él allí, ante sus ojos y a dos pasos de él, un hombre cogía el abrigo de la percha y salía corriendo sin que se le pudiera alcanzar. Después, otra vez se puso a su labor, para dejarla de nuevo y bajar donde estaba el barrendero a ponerle al corriente y reprenderle para que tomara las medidas oportunas para que en su patio no sucedieran este tipo de cosas. Después, regresó y se puso a regañar a Agrafena. A continuación, de nuevo se puso con su labor, refunfuñando mucho rato para sus adentros sobre cómo había sucedido, cómo, estando él allí y yo aquí, delante de nosotros y a dos pasos, descolgaron el abrigo y etcétera, etcétera. En una palabra, Astáfi Ivánovich, a pesar de hacer bien su labor, era también muy charlatán.
—¡Nos han engañado, Astáfi Iványch! —le dije yo por la tarde, ofreciéndole una taza de té, con tal de salir del aburrimiento, y volviendo a sacar el tema del abrigo, que, de tanto repetirse, y al ver la sinceridad del que lo relataba, hacía que la situación se me presentara cada vez más cómica.
—¡Nos han timado, señor! Me da pena y lástima. Me puede la rabia aunque el abrigo no fuera mío. En mi opinión, no hay peor cosa en esta vida que un ladrón. ¡Otras veces te pueden quitar algo, pero en este caso se trata de tu trabajo, de tu sudor, y el tiempo robado…! ¡Uf! ¡Qué asco! No le apetece a uno ni hablar de ello, me da mucha rabia. ¿Y a usted, señor mío, no le da pena de una cosa suya?
—Sí, es cierto, Astáfi Iványch. ¡Es preferible que se queme una cosa que ceder ante un ladrón! ¡Es algo que da rabia y no se puede consentir!
—¡Hay que ver cómo son las cosas! Claro que hay ladrones diferentes. Pues yo, señor mío, me topé una vez con un ladrón honrado.
—¿Cómo que con un ladrón honrado? ¿Acaso existen ladrones honrados, Astáfi Iványch?
—¡Es verdad, señor! ¿Cómo puede un ladrón ser honrado? No puede ser. Yo solo quería decir que aquel hombre parecía honrado, pero robó. Sin embargo, me dio lástima de él.
—Y ¿cómo sucedió, Astáfi Iványch?
—Pues así, señor: de eso hace ya dos años. Por aquel entonces llevaba yo un año sin trabajar, y en esa situación hice buenas migas con un hombre completamente fracasado. Nos conocimos en un figón. Era un borrachín perdido y un gandul, que antes había prestado servicios en algún lugar, pero a causa de sus borracheras hacía tiempo que le habían echado del trabajo. ¡Era un impresentable! ¡Iba vestido Dios sabe cómo! ¡Alguna vez incluso se me pasó por la cabeza si debajo del capote llevaría camisa o no! Todo cuanto tenía se lo gastaba en la bebida. Pero no era escandaloso. Tenía un carácter tranquilo y era muy cariñoso, bondadoso, no pedía nada, y todo le intimidaba; cuando tú mismo veías que el pobre tenía ganas de beber, se lo alcanzabas. Bueno, pues no sé de qué manera nos hemos hecho el uno al otro, o, mejor dicho, no había forma de desprenderme de él… y a mí me daba lo mismo. ¡Y qué hombre más curioso! Se te pegaba como un perrillo; si ibas a un lugar, él detrás de ti. Solo nos habíamos visto una vez. ¡Era más enclenque! Al principio dejé que pasara una noche en casa. Vi que tenía el pasaporte en regla y que parecía decente. Al día siguiente me volvió a pedir lo mismo, y al tercero vino él solo y se pasó el día entero sentado en el alféizar de la ventana; también ese día se quedó a pasar la noche. «¿No se me habrá pegado demasiado?», pensé yo. Le das de beber, de comer y encima le dejas que pase la noche en tu casa. ¡A un pobre como yo, va y se le sube uno a la cabeza para que le des de comer! Antes de pegárseme a mí, también lo hizo con un funcionario. Se emborrachaban los dos hasta más no poder; pero el funcionario se alcoholizó completamente y murió de alguna desgracia. El de mi historia se llamaba Iemeléi. Iemeléi Ilich. Yo no hacía más que darle vueltas a qué hacer con él. Me daba apuro y lástima echarle a la calle. ¡Daba tanta pena verle! ¡Estaba tan perdido! ¡Dios mío! Y encima tan callado, no pedía nada, solo se estaba sentado y mirándote como un perrillo a los ojos. Quiero decir, ¡que hay que ver cómo deteriora al hombre la bebida! Y no hago más que pensar cómo le voy a decir: «¡Márchate de aquí, Iemeliánushka! ¡No tienes nada que hacer aquí! ¡Te has equivocado de persona! ¡Pronto ni yo mismo podré llevarme un pedazo de pan a la boca! ¿Cómo podré mantenerte?». Estoy sentando y pensando: «¿Qué va a hacer cuando le diga eso?». Y me lo imagino mirándome largo rato después de decirle aquello. Me lo imagino sentado sin entender palabra, y cómo después, tras recobrar el sentido, se levanta del alféizar, coge su hatillo, que parece que lo estoy viendo (a cuadros, de color rojo y todo agujereado), y en el que solo Dios sabe lo que guardaba llevándolo a todas partes; cómo se cubría con su pobre capote para parecer lo más presentable posible, y que le diera calor sin que se le vieran los agujeros. ¡Era una persona delicada! Me lo imaginaba abrir la puerta y salir hacia la escalera con los ojos empañados de lágrimas. ¡Me daba lástima, pues no quería que el hombre se extraviara del todo! Y al instante pensaba: «¿Y en qué situación estoy yo mismo? Espera Iemeliúshka», pensaba yo. «¡No te estarás mucho tiempo dándote banquetes en mi casa! ¡Pronto me marcharé y no me encontrarás!». ¡Y me marché! Por aquel entonces, mi señor, Alexander Filimónovich (que en paz descanse y que Dios lo tenga en su gloria), me dijo: «Estoy muy satisfecho de ti, Astáfi, y cuando regresemos a la aldea no nos olvidaremos de ti y te daremos trabajo». Yo vivía en su casa y trabajaba de mayordomo. Era un señor muy bondadoso, pero falleció ese mismo año. Bueno, pues, en cuanto nos despedimos, cogí mis bártulos y algún que otro ahorrillo, pensé que era hora de vivir tranquilo y me fui donde una viejecilla a la que alquilé el rincón de una habitación. Solo disponía de un rincón libre. También había trabajado de criada en una casa, pero por aquel entonces vivía sola y recibía una pensión. Y yo que pensé: «¡Pues ahora, Iemeliánushka, querido amigo, ya no me encontrarás!». ¿Y qué cree usted, señor? Por la tarde, de regreso a casa (después de hacerle una visita a un conocido), lo primero que vi al entrar fue a Iemeliá sentado sobre mi baúl y el hatillo a cuadritos junto a él, sin quitarse su viejo capote y esperándome… De lo aburrido que estaba le cogió a la vieja un libro de la iglesia que lo tenía cogido del revés. ¡A pesar de todo, me encontró! Me desanimé del todo. «No tengo nada que hacer», pensé. «¿Por qué no le habré echado al principio?». Y le pregunto directamente: «¿Has traído el pasaporte, Iemeliá?».
»Entonces, señor, me senté y me puse a pensar: «Bueno, puesto que es un vagabundo, ¿qué daño me puede hacer?». Y llegué a la conclusión de que no podría ocasionarme grandes trastornos. «Tendrá que comer», pensé yo. «Bueno, un trozo de pan por la mañana, y para que el bocado esté más sabroso tendré que comprarle cebolla. Al mediodía, también tendría que darle pan con cebolla; y, al anochecer, también cebolla con kvas y un mendrugo de pan, si es que quiere más pan. Y si surgiera el caso de que hubiera shi, nos llenaríamos las barrigas hasta más no poder». Si yo, lo que es comer, no como mucho, y todos saben que la persona que bebe apenas come: le bastaría solo con un licorcito o un vino verde. «Me puede arruinar con la bebida», pensé, y al momento, señor mío, se me pasó una idea por la cabeza, y ¡cómo me impresionó! Que si Iemeliá se marchara, ya no sería yo feliz en la vida… Y en aquel momento decidí ser para él como un padre bienhechor. «Lo apartaré del vicio», pensé, «y haré que aprenda a perder la afición a la bebida. Pero ¡espera un poco!», pensé. «¡Bueno, está bien, Iemeliá, quédate, solo que prepárate para vivir conmigo! ¡Tendrás que obedecer!».
»Y, mientras tanto, yo le daba vueltas en la cabeza a cómo enseñarle algún oficio, pero sin prisas. Ahora, al principio, que diera pequeños paseos, y, por el momento, yo iría mirando y buscando algún trabajo que Iemeliá pudiera hacer. Porque para todo, señor mío, es imprescindible tener un don. Y me puse a observarle de soslayo. Veo que es Iemeliánushka un hombre desesperado. Y comencé, señor mío, por hablarle con palabras amables: «Entre otras cosas», le digo, «Iemelián Ilich, podrías mirarte en el espejo y arreglarte un poco. ¡Ya está bien de pasear! ¡Mira cómo vas vestido! ¡Todo lleno de harapos, y tu viejo capote, con perdón, parece un colador! ¡No está bien! Creo que va siendo hora de pensar en la dignidad. Estás sentado, y me escuchas con la cabeza gacha, Iemeliánushka mío.
»Pero ¡Dios mío! ¡De tanto beber se le desarticulan las palabras y es incapaz de pronunciar algo con sentido! Si le hablas de pepinos, va él y te responde refiriéndose a las habas. Se pasa largo rato escuchándome y después lanza un suspiro.
»—¿Y por qué suspiras, Iemelián Ilich? —le pregunto.
»—Por nada, Astáfi Ivánovich, no se preocupe. Pues hoy, dos mujeres, Astáfi Iványch, se pelearon en la calle, y una le lanzó una cesta de bayas rojas a la otra.
»—Bueno, y ¿qué tiene eso de especial?
»—Y por hacerle eso, fue la otra y le tiró su cesta de bayas, y se puso a pisotearlas.
»—Bueno, y ¿qué más sucedió, Iemelián Ilich?
»—Pues nada, Astáfi Iványch, solo era un comentario.
»«Nada, solo un comentario. ¡Vaya, con Iemeliá, Iemeliúshka!», pensé yo. «¡Le ha dejado descerebrado la bebida…!».
»—En la calle Gorójovaia, o mejor dicho, en la Sadóvaia, a un señor se le cayeron al suelo unos billetes. Y un muzhik que lo vio dijo: «¡Qué felicidad la mía!». Pero en ese momento también lo vio otro, que dijo: «¡No! ¡La felicidad es mía! ¡Yo los vi primero…!».
»—¡Vaya, Iemelián Ilich!
»—Y se pelearon los campesinos, Astáfi Iványch. Y en ese momento llegó el guardia, recogió los billetes y se los devolvió al caballero amenazando a los dos muzhiks con encerrarles en un calabozo.
»—Bueno, y ¿qué es lo que hay de ejemplar en ello, Iemeliánushka?
»—Pues… yo… nada… La gente se reía, Astáfi Iványch.
»—¡Ay, Iemeliánushka! ¡Y qué importa la gente! Has vendido el alma por una moneda de cobre. Pero ¿sabes, Iemelián Ilich, lo que te voy a decir?
»—¿Qué, Astáfi Iványch?
»—Búscate algún trabajo; de verdad, búscatelo. Te lo he dicho ya cien veces, apiádate de ti.
»—Pero ¿qué tipo de trabajo podría buscarme, Astáfi Iványch? Si ni yo mismo sé qué trabajo podría hacer y además nadie me cogería, Astáfi Iványch.
»—Y ¿por qué te echaron del trabajo, Iemeliá? ¡Ay, borrachín!
»—Pues a Vlas, el camarero, le llamaron hoy para que se presentara en la oficina, Astáfi Iványch.
»—¿Y por qué le llamaron, Iemeliánushka? —le dije.
»—Pues a decir verdad, no lo sé, Astáfi Iványch. Será que tenían que hacerlo y por eso lo llamaron…
»«¡Vaya, vaya!», pensé. «¡Estamos perdidos los dos, Iemeliánushka! ¡Dios nos castigará por nuestros pecados! Pero ¡Señor mío! ¿Qué es lo que puedo hacer con un hombre así?».
»¡Sin embargo, era listo a más no poder! Prestaba oído y te escuchaba, pero, en cuanto veía que se aburría y que yo me ponía serio, agarraba su pobre capote, se escabullía y se largaba como si no te conociera. Se podía pasar todo el día deambulando por ahí y al llegar la tarde venía todo ebrio. ¡Solo Dios sabe quién le daba de beber, y dónde conseguía el dinero! ¡Yo no tengo la culpa de ello y mi conciencia está tranquila!
»—¡No! —le decía yo—. ¡Vas a perder la cabeza, Iemelián Ilich! ¡Ya has bebido mucho! ¿Lo has oído? ¡Ya es suficiente! Si otra vez vuelves borracho a casa, pasarás la noche en la escalera. ¡No te dejaré entrar!
»Después de escuchar la reprimenda, estuvo Iemeliá en casa dos días, y al tercero desapareció de nuevo. Yo esperándole, y él sin aparecer. Y si le soy sincero, incluso estaba preocupado, y sentía lástima. «¿Qué es lo que he hecho?», pensaba. «Le he metido miedo en el cuerpo. Pero ¿adónde habrá ido ahora, el muy desdichado? ¡Dios mío, si se puede perder!». Pasó la noche y él sin regresar. Y al amanecer, cuando salí al zaguán, vi que había pasado la noche allí. Estaba tumbado con la cabeza apoyada en un escalón; debía de estar completamente helado.
»—Pero ¿qué haces, Iemeliá? ¡Dios te ampare! ¿Dónde te has metido?
»—Usted se enfadó conmigo diciéndome que me mandaría a dormir al zaguán, por eso no me atreví a entrar en casa, Astáfi Iványch, y me quedé a dormir aquí.
»¡Sentí a la vez rabia y pena!
»—Pero si tú, Iemelián, podías buscarte otro trabajo —le dije yo—. ¿Por qué escoges el de guarda de la escalera?
»—¿Y qué otro trabajo podría buscarme, Astáfi Iványch?
»—Al menos podrías aprender el oficio de la costura, ¡alma de cántaro! —le dije yo (de la rabia que me dio)—. ¡Mira qué capote llevas! No te conformas con que esté lleno de agujeros y hasta quieres barrer las escaleras con él. Podías coger una aguja y remendarte los agujeros, aunque solo fuera por dignidad. ¡Ay, borrachín!
»—¡Bueno, señor! —y cogió la aguja. Yo se lo dije en broma, pero él se avergonzó y se puso manos a la obra. Se quitó el viejo capote y se puso a enhebrar la aguja. Le miro, y lo que esperaba: tenía los ojos irritados y enrojecidos; las manos temblorosas a más no poder. Intentaba enhebrar la aguja y no lo conseguía. ¡Y hay que ver cómo fruncía el ceño, humedecía el hilo, lo retorcía, pero no conseguía enhebrarlo! No había forma. Lo tiró y se me quedó mirando…
»—¡Bueno, bueno, Iemeliá! ¡Me dan ganas de cortarte la cabeza! Si te lo dije en broma, te reproché para hacerte reaccionar… Pero ¡que Dios te ampare! Puedes entrar, pero no me abochornes, ¡no pases la noche en la escalera avergonzándome…!
»—Pero ¿qué puedo hacer, Astáfi Iványch? Si yo mismo sé que siempre estoy bebido y que no sirvo para nada… Es solo que usted, mi… bienhechor, se interesa en vano por mí…
»Y de pronto empezaron a temblarle sus labios azules y una lágrima resbaló por su mejilla blanca. ¡Y cómo temblaba la lagrimilla sobre su barba sin afeitar, y cómo sollozaba, mi Iemelián! ¡Dios mío! ¡Aquello me dolió como si me pasaran un cuchillo por el corazón!
»«¡Vaya, qué sensible eres, y yo sin darme cuenta! ¿Quién podía saberlo y adivinarlo? ¡No!», pensé. «No voy a preocuparme por ti, Iemeliá. ¡Puedes convertirte en un guiñapo…!».
»Bueno, señor, de todo aquello podría contarle yo mucho. Pero esa historia es insignificante, mísera y no merece la pena; es decir, que usted, señor, no daría ni dos cópecs por una historia así, y, sin embargo, yo, de haberlos tenido, habría dado más, con tal de que no hubiera sucedido. Yo estaba cosiendo unos pantalones buenos (¡al diablo los pantalones!); eran fantásticos, de cuadros azules. Me los había encargado un terrateniente que venía por aquí, y que se marchó después diciéndome que le estaban estrechos, de modo que se quedaron en casa. Pensé que eran buenos y que en el mercadillo podían darme hasta cinco rublos, y que, de no ser así, podría sacar de ellos dos pantalones de caballero, y me sobraría además un trozo para una levita. Eso, a un hombre humilde, a uno de los nuestros, ¿sabe?, siempre le viene bien. Y Iemeliánushka, por aquel entonces, estaba pasando una mala temporada, estaba serio y triste. Veo que pasa un día sin beber nada: pasa otro y tampoco, el tercero y no prueba gota. Estaba completamente amodorrado, me daba verdaderamente lástima verle sentado y afligido. Y pensé: «Una de dos, o te has quedado sin dinero para beber, o tú mismo escogiste el camino adecuado de decir basta y vivir de forma racional». Pues así estaban las cosas, señor, cuando llegaron las fiestas. Yo me fui a la consueta. Cuando regreso a casa veo que mi Iemeliá está sentadito sobre el alféizar, completamente borracho y meciéndose de un lado a otro. «¡Hum!», pensé. «¡Conque estas tenemos!». Y me fui derecho al baúl. ¡Miro, y no están los pantalones…! Registré toda la casa: «Me los han robado», pensé. Cuando hube revuelto todo y comprobado que no estaban, pareció que algo me arañaba el corazón. Me dirigí enfurecido a la anciana, y pequé acusándola, descartando las dudas sobre Iemeliá, aunque tuviera mis sospechas, por lo borracho que estaba.
»—No —me dijo la ancianita—; que Dios le ampare, señorito, pero ¿qué falta me harían los pantalones? ¿Para ponérmelos? También a mí me desapareció hace unos días una falda, igual que a usted con este buen hombre… Bueno, no puedo decir lo que no he visto —me dijo.
»—¿Quién estuvo aquí? —le pregunté—. Y ¿quién ha pasado por aquí?
»—Pues nadie, señor —me respondió ella—; yo no me he movido de aquí. Iemelián Ilich salió de casa y regresó después. ¡Allí lo ve usted sentado! Pregúnteselo a él.
»—¿No habrás cogido los pantalones nuevos porque te surgiera alguna necesidad, Iemeliá? ¿Te acuerdas de cómo los cosía para aquel terrateniente?
»—No —responde—, Astáfi Iványch, yo no he cogido eso.
»¡Qué desdicha! De nuevo me puse a buscarlos, lo revolví todo y no encontré nada. Mientras tanto, Iemeliá seguía bamboleándose sobre el alféizar. Me senté, señor, sobre el baúl, frente a él, y de pronto le miré de reojo… «¡Vaya!», se me pasó por la cabeza: y en ese momento pareció que se me prendía el corazón; incluso enrojecí de rabia. De repente, también me miró Iemeliá.
»—No —me dijo—, Astáfi Iványch, yo sus pantalones, quiero decir… eso… que puede usted pensar… yo no he sido.
»—¿Pues cómo han podido desaparecer, Iemelián Ilich?
»—No sé —me respondió—, Astáfi Iványch; no los he visto en absoluto.
»—¿Entonces, Iemelián Ilich, debe ser que ellos solitos, como quiera que se mire, desaparecieron por sí mismos?
»—Puede que hayan desaparecido solos, Astáfi Iványch.
»En cuanto le oí decir eso, me levanté bruscamente, me acerqué a la ventana, encendí la lámpara y me puse a coser. A rehacerle una levita a un funcionario que vivía debajo de nosotros. No paraba de arderme el pecho, como si algo me aullara dentro. Es decir, habría tenido menos calor si hubiera metido toda la ropa del armario en la estufa. Y, por lo que se ve, sintió Iemeliá que la rabia me había punzado el corazón. Y parece, señor, que cuando un hombre está abocado al mal, ya desde lejos presiente la desgracia, igual que un pájaro que vuela por el cielo presintiendo la tormenta.
»—Astáfi Ivánovich —empezó Iemeliúshka (y la vocecilla le temblaba)—. Hoy Antip Projórich, el practicante, se casó con la mujer del cochero, que falleció hace unos días…
»Entonces le eché tal mirada de furia…
»Y Iemeliá lo comprendió. Veo que se levanta, se acerca a la cama y empieza a dar vueltas alrededor de ella. Yo estoy a lo mío y veo que lleva mucho tiempo trasteando y refunfuñando: «¡No aparecen! ¿Dónde se habrán metido, los muy granujas?». Yo seguía en la misma actitud expectante mientras que Iemeliá se puso de rodillas y se metió debajo de la cama. No pude aguantar más.
»—¿Qué hace usted, Iemelián Ilich, de rodillas?
»—Por si encuentro los pantalones, Astáfi Iványch. Registrando, por si se hubieran colado en algún sitio.
»—Pero ¡qué está haciendo, señor! —le dije (y de lo furioso que estaba lo traté de usted)—. ¿Qué necesidad tiene, señor, de hacer semejantes cosas por un pobre hombre como yo, destrozándose inútilmente las rodillas?
»—Pero si no estoy haciendo nada, Astáfi Iványch, nada… Puede que se encuentren si se buscan bien.
»—¡Hum!… —le dije yo—. ¡Escúchame, Iemelián Ilich!
»—¿Qué, Astáfi Iványch? —me dijo.
»—¿Y no habrás sido tú quien los ha cogido, como un simple ladronzuelo, en agradecimiento del pan y la sal que comparto contigo? —le dije yo. Es decir, que a mí, señor, me irritó de tal modo que estuviera de rodillas delante de mí arrastrándose por el suelo…
»—Pues no… Astáfi Ivánovich…
»Pero se quedó en la misma posición, tal y como estaba, debajo de la cama. Estuvo un largo rato allí tumbado; después salió a rastras. Le miro y veo que está completamente pálido. Al levantarse, se sentó cerca de mí en el alféizar de la ventana, y permaneció así sentado unos diez minutos.
»—No, Astáfi Iványch —me dijo. Y de pronto se levanta y se me acerca con un aspecto que daba miedo—. No, Astáfi Yványch —me vuelve a decir—. Yo no cogí los pantalones.
»Estaba temblando, golpeándose con el dedo tembloroso en el pecho; la voz le vibraba, lo que me hacía sentir tan avergonzado que parecía enteramente haberme quedado pegado a la ventana.
»—Bueno, Iemelián Ilich —le dije—. Está bien, le pido disculpas porque le reproché en vano. ¡Allá los pantalones! ¡Que desaparezcan! No nos va a pasar nada porque hayan desaparecido. Gracias a Dios tenemos manos, no vamos a robar a nadie… y tampoco vamos a pedirles limosna a otros pobres; nos ganaremos el pan…
»Me escuchó Iemeliá, se quedó un rato frente a mí, y después se sentó. Permaneció así toda la tarde, sin moverse lo más mínimo; a mí ya me había entrado sueño y Iemeliá seguía sentado en el mismo lugar. Solo al amanecer me di cuenta de que estaba tumbado en el suelo y tapado con su pobre capote. Se había sentido tan humillado que no se atrevió a tumbarse en la cama. Pues desde aquel momento, señor, le cogí manía, es decir, los primeros días incluso llegué a odiarle. Para ser más exactos, y por poner un ejemplo, era como si mi propio hijo me ocasionara un dolor horrible. «¡Vaya!», pensé. «¡Iemeliá, Iemeliá!». Mientras tanto él no paró de beber en dos semanas. Se emborrachaba hasta hartarse. Se marchaba por la mañana y no regresaba hasta bien entrada la noche, sin pronunciar palabra en dos semanas. Es decir, o que la pena le había carcomido, o que quisiera castigarse él mismo. Finalmente, dijo basta y dejó de beber. Al parecer se había gastado todo el dinero y otra vez se sentó sobre el alféizar de la ventana. Recuerdo que se estuvo así, sentado y callado, tres días enteros; de pronto, le miro, y lo veo llorando. Quiero decir, señor, que está sentado y llorando. ¡Sí, así, llorando! Como si fuera un río, sin sentir las lágrimas. Y es duro, señor, ver cuando un hombre maduro, y concretamente un anciano, como Iemeliá, llora de la pena y la tristeza que tiene dentro.
»—¿Qué, Iemeliá? —le dije.
»Y se puso a temblar. Se estremeció completamente. Desde lo sucedido, era la primera vez que me dirigía a él.
»—Nada… Astáfi Iványch.
»—¡Que Dios te ampare, Iemeliá, que se vaya todo al demonio! ¿Por qué estás ahí sentado como un búho? —me dio lástima de él.
»—Es que… Astáfi Iványch… bueno. Quisiera encontrar algún trabajo, Astáfi Iványch.
»—Pero ¿qué tipo de trabajo, Iemelián Ilich?
»—Pues así, uno cualquiera. Puede que encuentre algo útil que hacer como antes; ya fui a solicitarle trabajo a Fedoséi Iványch… No me siento bien cuando le ofendo, Astáfi Iványch. Yo, Astáfi Iványch, con un poco de suerte, encontraré algún trabajo, y entonces le devolveré todo, y le daré su compensación por lo que se ha gastado en alimentarme.
»—Bueno, Iemelián, ya está bien; lo que pasó, pasado está. ¡Allá los pantalones! ¿Por qué no volvemos a vivir como antes?
»—No, Astáfi Iványch, usted posiblemente siga pensando lo mismo… pero yo no le robé los pantalones…
»—Bueno, pues como quieras. ¡Que Dios te ampare, Iemeliánushka!
»—No, Astáfi Iványch. Veo que ya no puedo continuar viviendo aquí. Y discúlpeme usted, Astáfi Iványch.
»—¡Pues que sea lo que Dios quiera! —le dije—. ¿Quién te está ofendiendo y te echa al patio? ¿Acaso lo estoy haciendo yo?
»—No, pero me es incómodo vivir con usted de ese modo, Astáfi Iványch… Será mejor que me vaya…
»El hombre estaba ofendido y había tomado una determinación. Le miro y veo que ya se levanta y se echa al hombro su pobre capote.
»—Pero ¿adónde vas a ir, Iemelián Ilich? Sé racional y escucha: ¿qué piensas hacer?, ¿adónde vas a ir?
»—No, perdone usted, Astáfi Iványch, no me retenga —y de nuevo se puso a gemir—. Me voy, Astáfi Iványch. Usted ya no es el mismo de antes.
»—¿Cómo que no soy el mismo? ¡Soy el mismo! Si eres como un niño pequeño, irracional; te puedes perder solo, Iemelián Ilich.
»—No, Astáfi Iványch, usted ahora cuando se marcha cierra el baúl, y yo, Astáfi Iványch, que lo veo, me pongo a llorar… No, mejor será que me deje marchar, Astáfi Iványch, y perdone las ofensas que pude haberle infligido en nuestra convivencia.
»Y ¿qué piensa, señor? Se fue el hombre. Le esperé un día, pensando que regresaría al atardecer, pero no volvió. Al siguiente, tampoco, y al otro, igual. Estaba asustado y la tristeza no me dejaba vivir en paz. Ni bebía, ni comía, ni dormía. ¡El hombre me había dejado completamente desarmado! Al cuarto día salí a buscarle por todas las tascas, y nada. ¡No lo encontré! ¡Iemeliánushka había desaparecido!
»«¿No habrá perdido el hombre la cabeza?», pensé. «Puede que esté ahora tirado como un penco podrido junto a alguna valla, el muy borrachín». Regresé a casa ni vivo ni muerto. Al día siguiente también salí a buscarlo. Me maldecía a mí mismo por haber permitido que un hombre sin cabeza se fuera de mi lado por su propia voluntad. El quinto día al amanecer (era fiesta) oigo que cruje la puerta. Miro, y veo que entra Iemeliá. ¡Todo amoratado y con el pelo completamente sucio de haber dormido en la calle! Había adelgazado hasta quedarse como una astilla. Se quitó su pobre capote, se sentó junto a mí en el baúl y se me quedó mirando. ¡Qué alegría me dio verle, pero me sentí aún más triste que antes! Mire usted lo que pasa, señor: que caiga sobre mí el pecado, pero habría preferido verle muerto en un arroyo como un perro a que volviera en ese estado. ¡Pero Iemeliá volvió! Bueno, lógicamente, resulta duro ver a un hombre en ese estado. Empecé a animarle, a acariciarle y a tranquilizarle.
»—Bueno —le dije—, Iemeliánushka, estoy contento de que hayas vuelto. Si hubieras tardado un poco más, habría ido a buscarte por las tabernas. ¿Has comido algo?
»—Sí, Astáfi Iványch.
»—Y ¿lo suficiente? Aquí tienes, hermano, un poco de shi que quedó de ayer; es de carne; y aquí tienes un poco de pan y cebolla. Come —le digo—, no está de más para la salud.
»Le serví la sopa y vi que probablemente llevaba tres días sin probar bocado, ¡tal era su apetito! Lo que significa que el hambre fue lo que le hizo retornar de nuevo a mí. ¡Cómo me alegré de verle! «Espera», pensé, «en una carrera voy a por algo de beber. Le traeré algo para que se sienta feliz, y nos olvidemos de todo. ¡No te guardo ningún rencor, Iemeliánushka!». Le traje una botella de vino.
»—Aquí tienes —le digo—, Iemelián Ilich, bebamos un poco, hoy es fiesta. ¿Quieres beber? ¡Salud!
»Extendió ansioso la mano, y ya casi tenía cogido el vaso, cuando veo que se detiene; espera un rato; yo le miro: va y lo coge, se lo lleva a la boca, salpicándose la manga con el vino. Y no lo bebe. Se lo vuelve a llevar a la boca, pero al instante lo deja sobre la mesa.
»—¿Qué sucede, Iemeliánushka?
»—Pues nada; es que yo… Astáfi Iványch…
»—¿Acaso no te lo vas a beber?
»—Pues yo, Astáfi Iványch, eso… ya no voy a beber más, Astáfi Iványch.
»—¿Acaso has decidido dejarlo del todo, Iemeliúshka? ¿O solo se trata de hoy?
»Se quedó callado. Cuando le miro, veo que tiene apoyada la cabeza sobre la mano.
»—¿No te habrás puesto malo, Iemeliá?
»—No lo sé, no me encuentro muy bien, Astáfi Iványch.
»Lo conduje hasta la cama. Veo que realmente está mal: le ardía la cabeza y la fiebre le agitaba el cuerpo. Estuve junto a él todo el día; al llegar la noche se puso peor. Le di kvas con mantequilla y cebolla y añadí migas de pan. Le dije:
»—¡Vamos, tómate esta turia, que te sentará bien!
»Él movió la cabeza.
»—No —dijo—, no voy a comer hoy, Astáfi Iványch.
»Le preparé un té y mareé del todo a la ancianita; y nada, que no mejoraba. «¡Vaya! ¡Mal asunto!», pensé. Al tercer día fui en busca del médico. Conocía un médico que se apellidaba Kostoprávov, que me trató cuando yo vivía en casa de los señores Bosomiágin. Vino el médico, lo vio y dijo: «Pues no. La cosa está mal. No tenía que haberse molestado en buscarme. Pero puede darle estos polvos». Pero yo no se los di; pensé que el médico me lo decía por decir: y mientras tanto ya llegó el quinto día.
»Se estaba muriendo ante mis ojos, señor. Yo estaba sentado junto al alféizar de la ventana con la labor entre las manos. La viejecilla estaba echando leña en la estufa para caldear la habitación. Nadie hablaba. Tenía el corazón partido como si se me muriera mi propio hijo. Sabía que Iemeliá me miraba ahora a mí, me había dado cuenta de ello desde la mañana. Veía que el hombre quería sacar fuerzas, deseando decir algo, sin atreverse; y, en cuanto veía que yo le miraba, al instante desviaba la mirada hacia otro lado.
»—¡Astáfi Ivánovich!
»—¿Qué, Iemeliúshka?
»—Y si yo, por ejemplo, llevara mi capote a vender al mercadillo, ¿me darían mucho, Astáfi Iványch?
»—Bueno —le dije yo—, no creo que dieran mucho. Con un poco de suerte hasta unos tres rublos, Iemelián.
»«Pero, en realidad», pensaba yo para mis adentros, «si lo llevaras, no te darían nada salvo burlarse de ti en tu cara por ir a vender una cosa en tan mal estado». Solo que a él, hombre de Dios, conociéndole como le conocía, le dije lo contrario para consolarle.
»—Pues yo, Astáfi Iványch, creo que sí me darían tres rublos por la capa; si es de paño. ¿Cómo no iban a darme tres rublos por una cosa de paño?
»—No lo sé, Iemelián Ilich —le dije—. Si deseas llevarla, entonces desde el primer momento habría que pedir por ella tres rublos.
»Iemeliá se quedó un rato callado; y después de nuevo se puso a hablar:
»—¡Astáfi Iványch!
»—¿Qué quieres, Iemeliánushka? —le pregunté.
»—Venda usted el capote cuando me muera, no me entierre con él. No lo necesito; mientras que el capote es algo valioso, le hará falta.
»En ese momento, señor, se me encogió el corazón de tal modo que no supe qué decir. Veo que le rondaba la tristeza que uno siente antes de morir. De nuevo nos quedamos en silencio. Así transcurrió una hora. Otra vez le eché un vistazo: no retiraba la vista de mí, y, en cuanto se cruzaba con mi mirada, de nuevo la desviaba para otro lado.
»—¿No quieres beber un poco de agua, Iemelián Ilich? —le dije.
»—Si es tan amable, que Dios le bendiga, Astáfi Iványch.
»Le di de beber. Bebió con ansia.
»—Se lo agradezco, Astáfi Iványch —me dijo.
»—¿No quieres algo más, Iemeliánushka?
»—No, Astáfi Iványch; no me hace falta nada; solo que…
»—¿Qué?
»—Pues eso…
»—¿Qué quieres decirme, Iemeliúshka?
»—Pues eso… los pantalones… fui yo el que se los cogí entonces… Astáfi Iványch…
»«¡Bueno, pues que Dios te perdone, Iemeliánushka!», me dije. «¡Eres un pobre diablo! Vete en paz…». Se me detuvo la respiración y las lágrimas corrieron por mis mejillas. Me di la vuelta un instante.
»—Astáfi Iványch…
»Lo miro y veo que Iemeliá quiere decirme algo. Se irguió haciendo fuerzas y moviendo los labios… De pronto, se puso todo encarnado y con los ojos clavados en mí… Después, fue palideciendo cada vez más hasta quedarse un instante sin consciencia; echó la cabeza hacia atrás, respiró profundamente y en aquel instante entregó su alma a Dios.
FIN
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