El horror de Dunwich - H. P. Lovecraft (I PARTE) - Amantes de la literatura

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16.11.23

El horror de Dunwich - H. P. Lovecraft (I PARTE)





Tanto las gorgonas como las
hidras y las quimeras, las
leyendas terroríficas de
Medusa y las otras arpías
pueden fijarse en las mentes
de los supersticiosos… pero
son transcripciones de
cosas que ya estaban allí
desde mucho antes. Los
arquetipos están dentro de
nosotros y son eternos. ¿De
qué otra manera podría
llegar a aterrarnos un relato
que sabemos que es falso?
¿Será que naturalmente nos
aterra sufrir un daño físico,
sin importar el ser que
pueda infringirlo? ¡No, ni
mucho menos! Esos terrores
están ahí desde mucho
tiempo atrás. Existen antes
que el propio ser humano…
No necesitan de la
humanidad, pues habrían
existido igualmente… El
miedo al que nos referimos
es puramente espiritual –tan
intenso que no tiene cabida
en la Tierra– y tiene mayor
fuerza en nuestra inocente
infancia; eso puede
aportarnos una idea de
nuestra condición previa a la
venida al mundo o, cuando
menos, un atisbo del
tenebroso reino de
la preexistencia.
Charles Lamb,
Brujas y otros miedos nocturnos

Cuando el que viaja por el norte de la región central de Massachusetts se equivoca de dirección y llega al cruce de la carretera de Aylesbury, porque deseaba pasar por Dean’s Corners, verá que se adentra en una extraña y apenas poblada comarca. El terreno se hace más escabroso y las paredes de piedra cubiertas de maleza encajonan cada vez más el  ondulante camino de terracería. Los bosques de allí tienen árboles excesivamente grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una frondosidad rara vez vista en las regiones civilizadas. Por el contrario, los campos de cultivo son pocos y casi improductivos, mientras que las pocas casas esparcidas a lo largo del camino presentan todas un sorprendente aire de vejez, suciedad y ruina. Inexplicablemente, uno no se atreve a preguntar nada a las personas arrugadas y solitarias que, de vez en cuando, aparecen en las puertas destartaladas o desde pendientes y rocosos prados en actitud vigilante. Esa gente es tan silenciosa y huraña que uno tiene la impresión de verse frente a un oculto misterio del que más vale no intentar averiguar nada. Y esa extraña inquietud se recrudece cuando, desde un alto del camino, se divisan las montañas que se alzan por encima de los cerrados bosques que cubren la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y simétrica como para ser obra de la naturaleza y, a veces, pueden verse claramente contra el cielo unos extraños círculos formados por altas columnas de piedra en las cimas de las montañas.

El camino se halla dividido por barrancos y fosos de una profundidad incalculable; los rudimentarios puentes de madera que los atraviesan no ofrecen suficiente seguridad al viajero. La parte baja del camino atraviesa terrenos pantanosos que provocan repulsión y, al ponerse el Sol, invisibles chotacabras comienzan a lanzar estridentes chillidos; las luciérnagas, en anormal multitud, danzan al ritmo grave y horriblemente rítmico croar de los sapos, provocando un indescriptible miedo al viajero.


Las angostas y resplandecientes aguas del curso superior del Miskatonic adquieren una extraña forma serpenteante mientras discurren al pie de las abovedadas cumbres montañosas entre las que nace.

A medida que el viajero va acercándose a las montañas, repara más en sus frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas por altas piedras. Las vertientes de aquellas montañas son tan inclinadas y sombrías que uno desearía que se mantuviesen a distancia, pero  hay que seguir adelante, pues no hay camino que permita  evadirlas. Pasando un puente cubierto puede verse un pueblecito que se encuentra  oculto entre el curso del río y la ladera cortada a pico de Round Mountain. El viajero siempre se maravilla ante aquel puñado de  tejado al estilo holandés en ruinoso estado, que hacen pensar en un periodo arquitectónico anterior al de la comarca circundante. Y cuando se acerca más no resulta nada tranquilizador comprobar que la mayoría de las casas están desiertas y medio  destruidas y que la iglesia –con el chapitel quebrado– alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de toda la aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto temor, pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es difícil que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la calle principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de siglos. Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el angosto camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se extiende una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar en la carretera de Aylesbury. Una vez allí, es posible que el viajero se entere de que ha pasado por Dunwich.


Apenas se ven forasteros en Dunwich y, tras los horrores padecidos en el pueblo, todas las señales que indicaban cómo llegar hasta él, han desaparecido del camino. No obstante, ser una región de singular belleza, según los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a artistas ni a  turistas. Hace dos siglos, cuando a la gente no le pasaba por la cabeza reírse de brujerías, cultos satánicos o siniestros seres que poblaban los bosques, daban muy buenas razones para evitar el paso por la localidad. Pero en los racionales tiempos que corren, –silenciado el horror que se desató sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el bienestar del pueblo y del mundo– la gente  evita el pueblo sin saber exactamente por qué razón. Quizá el motivo de ello radique –aunque no puede aplicarse a los forasteros desinformados– en que los naturales de Dunwich se han degradado de forma  bastante repulsiva, habiendo rebasado  por mucho esa senda de regresión tan común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra.

Los vecinos de Dunwich han llegado a constituir un tipo racial propio, con señales físicas y mentales de  degradación bien definidos debido al matrimonio entre miembros de su misma familia. Su nivel medio de inteligencia es increíblemente bajo, mientras que sus anales (escritos históricos que registran los hechos cronológicamente) despiden un apestoso olor a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a infinidad de actos de indecible violencia y maldad. La aristocracia local representada por los dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de Salem, en 1692, ha logrado mantenerse  por encima del nivel general de degradación, aunque numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse tanto entre la  miserable plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio del origen de su desgracia.

Algunos de los Whateley y de los Bishop continúan enviando a sus primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van rara vez regresan a las destruidas construcciones de estilo holandés bajo las que tanto ellos como sus antepasados nacieron y crecieron. Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos por los que se desató el reciente horror, pueden decir qué le ocurre a Dunwich, aunque las viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves (reunión que celebra el Colegio Cardenalicio de la Iglesia católica para elegir a un nuevo obispo de Roma) de los indios en los que invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas rematadas en forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales orgiásticos contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del interior de las montañas.

En 1747, el reverendo Abijah Hoadley fue  incorporado al ministerio  de la iglesia congregacional de Dunwich, en la que predicó un sermón inolvidable sobre la amenaza de Satanás y  los demonios que  misteriosamente acechaban  la aldea. Poco después, hizo notar su experiencia infernal y nauseabunda con seres que innegablemente habían erradicado toda calma de un lugar antes pasivo: “Es inconcebible negar la presencia de fenómenos tan aberrantes, que no pertenecen a ningún  lugar de este mundo.  Provenientes de un infierno inexplicable. Son demonios que no han tenido inconvenientes para darse a conocer, por lo que sería absurdo negar su existencia . Las incrédulas voces de Azazel, Buzrael, Belcebú y  Belial se escuchan de manera angustiosa saliendo sin misericordia desde el interior de la tierra. Somos muchos los que hemos escuchado el infierno retumbar en nuestros oídos. Incluso no hace más de dos semanas pude percibir, detrás de mi casa, el sonido más monstruoso que me haya atormentado día y noche. Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se oían, no podían proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo pueden salir de los rincones más profanos de la tierra, y que únicamente la magia negra puede descubrir y al diablo desentrañar”-dijo con voz temblorosa-.

No había pasado mucho tiempo desde la lectura de este sermón cuando el reverendo Hoadley desapareció sin señal alguna. Jamás se supo  más de él; aunque el texto que contiene tan terrorífico sermón aún se conserva impreso en Springfield, es más, no  había año en que no se oyese y diese cuenta de estrepitosos estruendos en el interior de las montañas. En la actualidad todavía se pueden escuchar tales ruidos que siguen sumiendo en la mayor perplejidad a geólogos y fisiógrafos. Otras tradiciones hacen referencia a fétidos olores en las inmediaciones de los círculos de columnas rocosas que coronan las cumbres montañosas y a entes etéreos, cuyas presencias pueden detectarse difusamente a horas especificas en el fondo de los grandes barrancos. Otras leyendas tratan de explicarlo todo en función del Devil’s Hop Yard, una ladera totalmente baldía en la que ningún árbol florece, tampoco matorrales ni hierba alguna. Por si fuera poco, los nativos  del lugar tienen un miedo desmesurado al bullicio que se produce en las cálidas noches, provocado por la legión de chotacabras que puebla la comarca. Afirman que tales pájaros son psicopompos[1] que están al acecho de las almas de los muertos y que sincronizan, al mismo tono, sus pavorosos chirridos con la jadeante respiración de un  moribundo. Si consiguen atrapar el alma fugitiva en el momento en que el difunto abandona el cuerpo, comienzan su revoloteo insistente y prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven frustradas sus intenciones se sumen poco a poco en el silencio. Sin embargo, estas  historias ya no se oyen, pues ya no hay quien crea en ellas, pues datan de tiempos muy remotos e inciertos.

Dunwich es un pueblo que posee la vejez en sus calles, en sus construcciones, incluso en el aire que se respira al entrar en él. En el Sur aún pueden observarse las paredes del sótano y la chimenea de la antigua  casa de los Bishop, construida antes de 1700. También existe una cascada que alberga las ruinas de un molino construido en 1806. Estas ruinas resguardadas por el tiempo constituyen un conjunto arquitectónico más reciente de la localidad. Sin embargo,  la industria no tuvo tanto éxito en Dunwich y las construcciones de fábricas urbanas en el siglo XIX, resultaron ser de corta duración en la localidad. Pero de todas las construcciones arquitectónicas de Dunwich, son las grandes circunferencias de las columnas de piedra labradas bruscamente en las cumbres montañosas y que resaltan por su gran ornamentación. Construcciones atribuidas más a los indios que a los colonos.

En el interior de dichos círculos y en torno a la gran roca en forma de mesa, se han encontrado restos de cráneos y huesos humanos, de Sentinelilent Hill. Los pobladores apoyan la creencia de que tales lugares fueron, en épocas remotas, cementerios de los “Indios pocumtuk”, aun cuando numerosos etnólogos han demostrado la imposibilidad de tan disparatada teoría, los habitantes de este lugar siguen empeñados en creer que se trata de restos caucásicos.


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EL HORROR DE DUNWICH (II PARTE)

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