Fue en Dunwich, en una granja grande y parcialmente deshabitada, elevada sobre una ladera a cuatro millas del pueblo y a una media de la casa más cercana, donde el domingo 2 de febrero de 1913, a las 5 de la mañana, nació Wilbur Whateley. Esa fecha ha sido inolvidable, porque era el día de la Candelaria y los vecinos escucharon ruidos resonantes y prolongados que provenían de la montaña. Sin olvidar el terrorífico alboroto de los perros de la comarca, que no cesaron de ladrar en toda la noche. La madre de Wilbur pertenecía a la rama degradada de los Whateley. Era una mujer albina de treinta y cinco años de edad, un tanto deforme y sin el menor atractivo. Vivía en compañía de su anciano y enloquecido padre, de quien se cuentan escalofriantes rumores sobre sus temibles actos de brujería durante su juventud.

Lavinia Whateley no tenía marido, pero siguiendo la costumbre de la comarca, no hizo nada por repudiar al niño y, en cuanto a la paternidad del recién nacido, la gente especulólo de manera denigrante. Pero a la madre no le importó eso, estaba extrañamente orgullosa de aquella criatura de tez morena y facciones de chivo que tanto contrastaban con su enfermizo semblante y sus rosáceos ojos de albina. .Cuentan que se le oyeron susurrar multitud de extrañas profecías sobre las extraordinarias facultades de que estaba dotado el niño y el impresionante futuro que le aguardaba. Lavinia siempre había sido una criatura solitaria a quien le encantaba correr por las montañas cuando se desataban tormentas con truenos ensordecedores. Gustaba de leer los voluminosos y añejos libros que su padre había heredado tras dos siglos de existencia de los Whateley, libros que empezaban a caerse a pedazos por los  viejos y apolillados que estaban. Lavinia se entregaba a visiones alucinantes y grandiosas, a la vez que a singulares ocupaciones. Su tiempo libre apenas estaba reducido a los cuidados domésticos en una casa en que ni los menores principios de orden y limpieza se observaban desde hacía tiempo. Nunca había ido a la escuela, pero sabía de memoria fragmentos inconexos de antiguas leyendas populares que el viejo Whateley le había contado.

Los vecinos de la localidad siempre tuvieron miedo de la solitaria granja a causa de la fama de brujo  Whateley, y de lamuerte violenta e inexplicable que sufrió su mujer cuando Lavinia apenas tenía  doce años. Siempre solitaria y aislada, Lavinia entregaba su tiempo a imaginar y a ocuparse en diversos trabajos domésticos que no incluían ordenar ni limpiar el lugar donde habitaba.   

Sin embargo, la noche en que Wilbur nació pudo oírse un grito espantoso, que retumbó incluso por encima de los ruidos de la montaña y de los ladridos de los perros, pero se sabe que ninguna partera o algún médico estuvieron presentes en el parto de Lavinia..

Los vecinos no supieron nada del parto hasta una semana después cuando vieron que el viejo Whateley recorrió en su trineo el camino nevado que separaba su casa y el condado de Dunwich. Cuando se encontró con los aldeanos del lugar, reunidos en la tienda de Osborn, se puso a hablar de forma incoherente, parecía como si se hubiera producido en el anciano un cambio abrupto, como si se encontrara en una pérdidaperdida pasajera de entendimiento. Estaba transformado en un sujeto repletolleno de temor, repitiendo que la paternidad del recién nacido sería recordado años después por quienes entonces escucharon sus palabras.

–No me interesa  lo que piense la gente.No existen  razones para creer que no hay otras personas diferentes a las diferente que se ven por estos lugares . Lavinia ha leído, pero no ha visto cosas que la mayoría de ustedes. Ella no es capaz de imaginar un mundo fuera de la granja. Espero que su hombre sea tan buen marido como el mejor que pueda encontrarse por esta parte de Aylesbury, y si supieran la mitad de cosas que yo sé, no desearían mejor casamiento por la iglesia ni aquí ni en ninguna otra parte. Escuchen bien esto que les digo: algún día todos escucharán al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill.

Las únicas personas que vieron a Wilbur durante su  primer mes de vida fueron el viejo Zacarías Whateley, de la rama aún no degenerada de los Whateley, y Mamie Bishop, la mujer con quien vivía desde hace dos años Earl Sawyer. La visita de Mamie obedeció a la pura curiosidad y las historias que contó confirmaron sus observaciones; en tanto que Zacarías fue por allí a llevar un par de vacas de raza Alderney que el viejo Whateley le había comprado a su hijo Curtis. Dicha adquisición marcó el comienzo de una larga serie de compras de ganado vacuno por parte de la familia del pequeño Wilbur, que no finalizaría sino hasta 1928 –el año en que el horror abatió Dunwich–, pero en ningún momento dio la impresión de que el destartalado establo de Whateley estuviese lleno de ganado. A ello siguió un periodo en que la curiosidad de ciertos vecinos los motivara a subir, a escondidas, hasta los pastos para contar las cabezas de los animales que pacían precariamente en la empinada ladera, justo por encima de la vieja granja. Jamás pudieron contar más de diez o doce anémicos y casi exangües ejemplares.

Debía ser una plaga o enfermedad, originada quizás en los insalubres pastos o transmitida por algún hongo o madera contaminados del sucio establo, lo que producía un aumento en de las tasas de mortalidad en el ganado de Whateley. Extrañas heridas o llagas, semejantes a incisiones, aparecían en las vacas mientras pacían por aquellos contornos. Además, una o dos veces en el curso de los primeros meses de la vida de Wilbur, algunas personas que visitaron a los Whateley, creyeron ver llagas similares en la garganta del anciano canoso y sin afeitar y en la de su desaliñada y desgreñada hija albina.

En la primavera que siguió al nacimiento de Wilbur, Lavinia reanudó sus habituales recorridos por las montañas, llevando en sus desproporcionados brazos a su criatura de tez oscura. La curiosidad de los aldeanos hacia los Whateley disminuyó tras ver al retoño. A nadie se le ocurrió hacer el menor comentario sobre el portentoso desarrollo del recién nacido, que era visible de un día para otro. La realidad fue que Wilbur crecía a un ritmo impresionante, pues a los tres meses había alcanzado ya una talla y fuerza muscular que raramente se observa en niños menores de un año. Sus movimientos y hasta sus sonidos vocales mostraban una contención y ponderación demasiado singulares en una criatura de su edad.  Prácticamente nadie se asombró cuando, a los siete meses, comenzó a andar sin ayuda alguna, aunque con algunos tropezones, situación que al cabo de un mes había desaparecido por completo.

Al poco tiempo, exactamente en la víspera de todos los santos, las personas observaron una gran hoguera a medianoche, en la cima de Sentinel Hill. Allí se levantaba la antigua piedra con forma de mesa en medio de un túmulo de antiguas osamentas. Por el pueblo corrieron toda clase de rumores a raíz de que Silas Bishop –de la rama no degradada de los Bishop– dijese haber visto al chico de los Whateley subiendo a toda prisa la montaña delante de su madre, justo una hora antes de que comenzaran las llamaradas.

Silas estaba buscando un ternero extraviado, pero casi olvidó la misión que le había llevado allá al ver fugazmente, a la luz del farol que portaba, las dos figuras que corrían montaña arriba: madre e hijo se deslizaban sigilosamente por entre la maleza. Silas, que no salía de su asombro, creyó ver que iban completamente desnudos. Al recordarlo posteriormente, no estaba del todo seguro por cuanto al niño respecta, y cree que es posible que llevase una especie de cinturón con flecos y un par de calzones o pantalones de color oscuro. Lo cierto es que a Wilbur nunca se le volvió a ver, al menos vivo y en estado consciente, sin toda su ropa encima y ceñidamente abotonado, y cualquier desarreglo, real o supuesto, en su indumentaria parecía irritarle muchísimo. Su contraste con el escuálido aspecto de su madre y de su abuelo, era tremendamente marcado, algo que no se explicaría del todo sino hasta 1928, año en que el horror se abatió sobre Dunwich.

Por el mes de enero, entre los rumores que corrían por el pueblo se hacía mención de que el “rapaz negro de Lavinia” había comenzado a hablar, cuando apenas cumplió once meses. Su lenguaje era tan impresionante, porque se diferenciaba de los acentos normales que se oían en la región y también por la ausencia del balbuceo infantil que se podía apreciar en muchos niños de tres y cuatro años. No era una criatura parlanchina, pero cuando se ponía a hablar parecía expresar algo inaprensible y totalmente desconocido para los vecinos de Dunwich. La extrañeza no radicaba en lo que decía ni en las sencillas expresiones a las que recurría, sino que parecía guardar una vaga relación con el tono o con los órganos vocales productores de los sonidos silábicos. Sus facciones se caracterizaban, asimismo, por una nota de madurez, pues si bien tenía en común con su madre y abuelo la falta de mentón, la nariz, firme y precozmente perfilada, junto con la expresión de los ojos –grandes, oscuros y de rasgos latinos–, hacían que pareciese casi adulto y dotado de una inteligencia fuera de lo común. Pese a su aparente brillantez era, empero, extremadamente feo. Tenía cierto parecido a una cabra u a otro animal con sus carnosos labios, en su tez amarillenta y porosa, en su áspero y desmarañado cabello y, sobre todo, en sus orejas increíblemente alargadas. Pronto, la gente empezó a sentir aversión hacia él, de forma incluso más marcada que hacia su madre y abuelo. Todo lo que se aventuraban a decir sobre él, se hallaba salpicado de referencias al pasado del viejo brujo Whateley, también de cómo retumbaron las montañas cuando gritó el espantoso nombre de Yog-Sothoth, en medio de un círculo de piedras y con un gran libro abierto entre sus manos.

Los perros se enfurecían ante la sola presencia del niño, hasta el punto de que continuamente se veía obligado a defenderse de sus amenazadores ladridos.


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EL HORROR DE DUNWICH (III PARTE)