Durante una década, la historia de los Whateley se mezcló inextricablemente con la existencia general de una comunidad patológicamente enfermiza, que estaba acostumbrada a su rara conducta y, por alguna razón, se había vuelto insensible a sus orgiásticas celebraciones de la víspera de mayo y de todos los santos. Dos veces al año, los Whateley encendían hogueras en la cima de Sentinel Hill y, en tales fechas, el fragor de la montaña se reproducía con violencia cada vez más inusitada. Tampoco era extraño que tuviesen lugar acontecimientos sobrenaturales y portentosos en su solitaria granja en cualquier otra época del año.

Con el tiempo, los visitantes afirmaron oír ruidos en la planta alta que permanecía cerrada, incluso escuchaban sonidos en momentos en los que todos los miembros de la familia estaban abajo. Las especulaciones nacían y las personas se preguntaban en qué días los Whateley solían sacrificar una vaca o un ternero. Se hablaba incluso de denunciar el caso a la Sociedad Protectora de Animales, pero al final no se hizo nada, pues los vecinos de Dunwich no tenían pruebas y no deseaban que el caso llegara a otras regiones del mundo.


Hacia 1923, siendo Wilbur un muchacho de diez años y con una inteligencia, voz, estatura y barba que le daban todo el aspecto de una persona madura, se inició una segunda etapa de obras de carpintería en la vieja finca de los Whateley. Las obras tenían lugar en la planta superior, y por los trozos de madera sobrantes que quedaban en el suelo, la gente dedujo que el joven y el abuelo habían tirado todos los tabiques y hasta levantado la tarima del piso, dejando sólo un gran espacio abierto entre la planta baja y el tejado rematado en pico. Asimismo, habían demolido la gran chimenea central e instalado, en el herrumbroso espacio que quedó al descubierto, una endeble cañería de hojalata que daba al exterior.

En la primavera continuaron las obras y el viejo Whateley advirtió el incremento de chotacabras que, procedentes del barranco de Cold Spring, acudían por las noches a chillar bajo su ventana. Whateley atribuyó a la presencia de tales pájaros un significado especial y un día dijo en la tienda de Osborn que creía cercano su fin:

–Ahora chirrían al ritmo de mi respiración –dijo–, así que deben estar ya al acecho para lanzarse sobre mi alma. Saben que pronto va a abandonarme y no quieren dejarla escapar. Cuando haya muerto sabrán si lo consiguieron o no. En caso de que así sea, no cesarán de chirriar y proferir risotadas hasta el amanecer. De lo contrario, se callarán. Espero a esos pájaros y a las almas que atrapan, pues si quieren mi alma les va a costar lo suyo.

En la noche de la fiesta de la recolección de la cosecha de 1924, el doctor Houghton, de Aylesbury, recibió una llamada urgente de Wilbur Whateley, quien se había lanzado a todo galope en medio de la oscuridad, en el único caballo que aún restaba a los Whateley, con el fin de llegar lo antes posible al pueblo y telefonear desde la tienda de Osborn. El doctor Houghton encontró al viejo Whateley en estado agonizante, con un ritmo cardiaco y una respiración estertórea que presagiaban un final inminente. La deforme hija albina y el nieto adolescente, pero ya barbudo, permanecían junto al lecho mortuorio, mientras que del tenebroso espacio que se abría por encima de sus cabezas llegaba la desagradable sensación de una especie de chapoteo u oleaje rítmico, algo así como el ruido del mar en una playa de aguas remansas. Con todo, lo que más le molestaba al médico era el ensordecedor griterío que armaban las aves nocturnas que revoloteaban en torno a la casa: una verdadera legión de chotacabras que chirriaba su monótono mensaje y que, por alguna razón, lo sincronizaban diabólicamente con los entrecortados estertores del agonizante anciano.

Aquello sobrepasaba decididamente lo siniestro y lo monstruoso, pensó el doctor Houghton que, al igual que el resto de los vecinos de la comarca, había acudido de muy mala gana a la casa de los Whateley en respuesta a la llamada urgente que se le había hecho.

Era madrugada, cerca de la una, cuando el viejo Whateley recobró la conciencia y, al tiempo que cesaban sus estertores, balbuceó algunas entrecortadas palabras a su nieto:

–Más espacio, Willy, necesita más espacio, cuanto antes. Tú creces, pero eso aún crece más deprisa. Pronto te servirá, hijo. Abre las puertas de par en par a Yog-Sothoth salmodiando el largo canto que encontrarás en la página 751 de la edición completa, luego préndele fuego a la prisión. El fuego de la tierra no puede quemarlo.

No cabía duda, el viejo Whateley estaba loco de remate. Tras una pausa, la bandada de chotacabras que permanecían fuera de la casa, sincronizaron sus chirridos al nuevo ritmo jadeante de la respiración del anciano. Pudieron oírse ruidos extraños, parecidos a quejidos que venían de algún lugar remoto de las montañas. Aún tuvo fuerzas para pronunciar una o dos frases más.

–No dejes de alimentarlo, Willy, y ten presente la cantidad en todo momento. Pero no dejes que crezca deprisa, sería malo para el lugar, pues si revienta en pedazos o sale antes de que abras a Yog-Sothoth, no habrán servido de nada todos los esfuerzos. Sólo los que vienen del más allá pueden hacer que se reproduzca y surta efecto… Sólo ellos, los ancianos que quieren volver…

Pero tras las últimas palabras, continuaron los estertores del viejo Whateley. Lavinia no soportó ver tanto sufrimiento y lanzó un pavoroso grito al ver cómo el escándalo de los chotacabras se modificaba para adaptarse al nuevo ritmo de la respiración. No hubo ningún cambio durante una hora, hasta que la garganta del moribundo emitió el postrer vagido.

El doctor Houghton cerró los arrugados párpados sobre los resplandecientes ojos grises del anciano, mientras la barahúnda que armaban los pájaros disminuía por momentos hasta acabar en el absoluto silencio.

Lavinia no cesaba de sollozar, en tanto que Wilbur se echó a reír hasta rebotar su eco en el débil fragor de la montaña.

–No han conseguido atrapar su alma –susurró Wilbur con su potente voz de bajo.

Para entonces, él era ya un estudioso de impresionante erudición –si bien a su parcial manera–, y empezaba a ser conocido por la correspondencia que mantenía con numerosos bibliotecarios de lugares remotos, en donde se guardaban libros raros y misteriosos de épocas pasadas. Al mismo tiempo, cada vez se le detestaba y temía más en la comarca de Dunwich por la desaparición de ciertos jóvenes, ya que todas las sospechas confluían, difusamente, en el umbral de su casa. Pero siempre se las arregló para silenciar las investigaciones, ya fuese mediante el recurso de la intimidación o echando mano del caudal de antiguas monedas de oro que, al igual que en tiempos de su abuelo, salían de forma periódica y en cantidades crecientes para la compra de cabezas de ganado. Daba toda la impresión de ser una persona madura, pues su estatura, una vez alcanzado el límite normal de la edad adulta, parecía que fuese a seguir aumentando sin límite.

En 1925, lo visitó un sujeto de la Universidad de Miskatonic con quien mantenía correspondencia. Sin embargo, nadie sabe qué es lo que vio, porque los habitantes presenciaron que el sujeto abandonó la casa con una cara lívida, desconcertado de la reunión que sostuvieron. Wilbur medía ya sus buenos seis pies y tres cuartos y, con el paso de los años, fue tratando a su semideforme y albina madre con un desprecio cada vez mayor, hasta llegar a prohibirle que lo acompañara a las montañas en las fechas de la víspera de mayo y de todos los santos.

En 1926, la infortunada madre le dijo a Mamie Bishop que su hijo le inspiraba miedo.

–Sé multitud de cosas acerca de él que me gustaría poder contarte, Mamie –le dijo un día–, pero últimamente pasan muchas cosas que incluso yo ignoro. Juro por Dios que ni yo sé lo que quiere mi hijo ni lo que trata de hacer.

En aquella época, justamente en la víspera de todos los santos, los ruidos de la montaña resonaron con un inusitado furor y, al igual que todos los años, pudo verse el resplandor de las llamaradas en la cima de Sentinel Hill, era un suceso escabroso. Sin embargo, la gente prestó más atención a los chirridos rítmicos de enormes bandadas de chotacabras –extrañamente retrasados para la época del año en que se encontraban–, que parecían congregarse en las inmediaciones de la granja de los Whateley. Pasada la medianoche, sus estridentes notas estallaron en una especie de infernal barahúnda que pudo oírse por toda la comarca y, misteriosamente, no cesaron con su ensordecedor griterío hasta el amanecer. Después desaparecieron con aleteos veloces, dirigiéndose hacia el sur, donde llegaron con un mes de retraso respecto a la fecha normal. Lo que significaba tamaño estruendo, porque nadie supo con certeza lo sucedido hasta que pasó mucho tiempo. En cualquier caso, aquella noche no murió nadie en toda la comarca, pero jamás volvió a verse a la infortunada Lavinia Whateley, la deforme y albina madre de Wilbur.

En el verano de 1917, Wilbur reparó dos cobertizos que había en el corral y comenzó a trasladar a ellos sus libros y efectos personales. Al poco tiempo, Earl Sawyer dijo en la tienda de Osborn que en la granja de los Whateley habían vuelto a emprenderse obras de carpintería. Wilbur se aprestaba a tapar todas las puertas y ventanas de la planta baja, y daba la impresión de que estuviese tirando todos los tabiques, tal como su abuelo y él hicieron en la planta superior cuatro años atrás.

Se había instalado en uno de los cobertizos y, según Sawyer, tenía un aspecto un tanto preocupado y temeroso. La gente de la localidad sospechaba que sabía algo acerca de la desaparición de su madre. Eran pocos los que se atrevían a rondar por las inmediaciones de la granja de los Whateley. Por aquel entonces, Wilbur sobrepasaba ya los siete pies de altura y nada indicaba que fuese a dejar de crecer.


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EL HORROR DE DUNWICH (V PARTE)