Aquel invierno trajo consigo el nada desdeñable primer viaje de Wilbur, quien salía lejos de la comarca de Dunwich. Pese a la correspondencia que mantenía con la Biblioteca de Widener de Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Universidad de Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, todos sus intentos por conseguir un libro que buscaba desesperadamente, habían resultado fallidos. En vista de su fracaso, terminó por desplazarse en persona –andrajoso, mugriento, con la barba sin cuidar y aquel nada pulido dialecto que hablaba– a consultar el ejemplar que se conservaba en Miskatonic, la biblioteca más próxima a Dunwich. Con casi ocho pies de altura y portando una maleta de ocasión recién comprada en la tienda de Osborn, aquel espantajo de tez trigueña y rostro de chivo, se presentó un día en Arkham en busca del temible volumen guardado bajo siete llaves en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic: el pavoroso Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred, en versión latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII.

Wilbur jamás había visto una ciudad, no le importaba descubrir los edificios ni las tiendas de lujo, porque su único interés al llegar a Arkham, fue encontrar el camino que llevaba al recinto universitario. Una vez que llegó a la entrada de la biblioteca, pasó sin inmutarse por delante del gran perro guardián de la entrada que se echó aladrar, mostrándole sus colmillos filosos con inusitado furor, al tiempo que tiraba con violencia de la gruesa cadena a la que estaba atado. Wilbur llevaba consigo el inapreciable, pero incompleto, ejemplar de la versión inglesa del Necronomicón del doctor Dee, que su abuelo le había heredado. En cuanto le permitieron acceder al ejemplar en latín, se puso a cotejar los dos textos con el propósito de descubrir cierto pasaje que, de no hallarse en condiciones defectuosas, habría debido encontrarse en la página 751 del volumen de su propiedad.

Por más que intentó refrenarse, no pudo dejar de decírselo con buenos modales al bibliotecario –Henry Armitage, hombre de gran erudición y licenciado en Miskatonic, doctor por la Universidad de Princeton y por la Universidad de John Hopkins–, que en cierta ocasión había acudido a visitarle a la granja de Dunwich y que ahora, en buen tono, le acribillaba a preguntas.

Wilbur acabó por decirle que buscaba una especie de conjuro o fórmula mágica que contuviese el espantoso nombre de Yog-Sothoth, pero las discrepancias, repeticiones y ambigüedades existentes complicaban la tarea de su localización, sumiéndole en un mar de dudas. Mientras copiaba fragmentos en latín, el doctor Armitage miró accidentalmente por encima del hombro de Wilbur y vio claramente las páginas en las que el libro estaba abierto: a la izquierda, en la versión latina del Necronomicón, contenía toda una retahíla de estremecedoras amenazas contra la paz y el bienestar del mundo:

Tampoco debe pensarse –rezaba el texto que Armitage fue traduciendo mentalmente– que el hombre es el más antiguo o el último de los dueños de la tierra, ni que la semejante combinación de cuerpo y alma se concibe como un elemento único del universo. Los Ancianos eran, los Ancianos son y los Ancianos serán. No en los espacios que conocemos, sino entre ellos. Se pasean serenos y primigenios en esencia, sin dimensiones e invisibles a nuestra vista. Yog-Sothoth conoce la puerta. Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la puerta. Pasado, presente y futuro, todo es uno en Yog-Sothoth. Él sabe por dónde entraron los Ancianos en el pasado y por dónde volverán a hacerlo cuando llegue la ocasión. Él sabe qué regiones de la tierra hollaron, dónde siguen hoy hollando y por qué nadie puede verlos en Su avance. Los hombres perciben, a veces, Su presencia por el olor que despiden, pero ningún ser humano puede ver Su semblante, salvo a través de las facciones de los hombres engendrados por Ellos, y son de las más diversas especies, difiriendo en apariencia desde la mismísima imagen del hombre hasta esas figuras invisibles o sin sustancia que son Ellos. Se pasean inadvertidos y pestilentes por los lugares solitarios donde se pronunciaron las Palabras y se profirieron los Rituales en su debido momento. Sus voces hacen vibrar y temblar el viento. Sus conciencias trepidan la tierra, doblegan bosques enteros y aplastan ciudades, pero jamás bosque o ciudad alguna ha visto la mano destructora. Kadath los ha conocido en los páramos helados, pero ¿quién conoce a Kadath? En el glacial desierto del Sur y en las sumergidas islas del Océano se levantan piedras en las que se ve grabado Su sello, pero ¿quién ha visto la helada ciudad hundida o la torre secularmente cerrada y recubierta de algas y moluscos? El Gran Cthulhu es Su primo, pero sólo difusamente puede reconocerlos. ¡Ia! ¡Shub-Niggurath! Por su insano olor los conocerás. Su mano les aprieta las gargantas pero ni aun así los ven, y Su morada es una misma con el umbral que ustedes guardan. Yog-Sothoth es la llave que abre la puerta, por donde las esferas se encuentran. El hombre rige ahora donde antes regían Ellos, pero pronto regirán Ellos donde ahora rige el hombre. Tras el verano, el invierno, y tras el invierno, el verano. Aguardan, pacientes y confiados, pues saben que volverán a reinar sobre la tierra. 

El doctor Armitage asoció la lectura con lo que había oído hablar de Dunwich y de sus misteriosas apariciones. Además de la lúgubre y horrible aureola que rodeaba a Wilbur Whateley y que, desde su nacimiento en circunstancias extrañas hasta una fundada sospecha de matricidio, sintió como si el temor lo sacudiera como un oleaje intenso, como si pudiera sentir una corriente de aire frío y pegajoso emanando de una tumba. Parecía como si el gigante de cara de chivo –que estaba enfrascado en la lectura de aquel libro– hubiese sido engendrado en otro planeta o dimensión, como si fuese humano parcialmente y procediese de los tenebrosos abismos de una esencia y una entidad que se extendía, como un titánico fantasma, más allá de las esferas de la fuerza y la materia, del espacio y del tiempo. De pronto, Wilbur levantó la cabeza y se puso a hablar con voz extraña y resonante, que hacía pensar en unos órganos vocales distintos a los del común de los mortales.

–Señor Armitage –dijo–, me temo que voy a tener que llevarme el libro a casa. En él se habla de cosas que tengo que experimentar bajo ciertas condiciones que no reúno aquí, y sería una verdadera lástima que no se me permitiera sacar el texto, alegando cualquier absurda norma burocrática. Se lo ruego, señor, déjeme llevármelo a casa y le juro que nadie advertirá su falta. Lo trataré con el mejor cuidado. Lo necesito para poner mi versión de Dee en la forma en que…

No logró terminar su frase al ver la expresión negativa que se dibujaba en el rostro del bibliotecario, esto generó que Wilbur adquiriera un aire de astucia y tratara de convencer al encargado de los libros. Sin embargo, antes de que Armitage le dijera que podía sacar copia de cuanto precisara, repentinamente pensó en las consecuencias que podrían originarse de semejante contravención y se echó atrás. Era una responsabilidad demasiado grande el entregar a aquella monstruosa criatura la llave de acceso a tan tenebrosas esferas de lo exterior.

Whateley, al ver el cariz que tomaban las cosas, trató de poner la mejor cara posible.

–¡Bueno! ¡Qué le vamos a hacer si se pone así! A ver si en Harvard no son tan quisquillosos y hay más suerte.

Y sin decir una palabra más, se levantó y salió de la biblioteca, agachando la cabeza por cada puerta que pasaba. Armitage escuchó el tremendo aullido del perro que había en la entrada y, a través de la ventana, observó las zancadas de gorila de Whateley, mientras cruzaba el pequeño trozo de campus que podía divisarse desde la biblioteca. Le vinieron a la memoria las espantosas historias que habían llegado a sus oídos y recordó lo que se decía en las ediciones dominicales del Advertiser, así como en las impresiones que pudo recoger entre los campesinos y vecinos de Dunwich durante su visita a la localidad. Horribles y malolientes seres invisibles que no eran de la tierra –o, al menos, no de la tierra tridimensional que conocemos– corrían por los barrancos de Nueva Inglaterra y acechaban impúdicamente desde las montañosas cumbres. Hacía tiempo que estaba convencido de ello, pero ahora creía experimentar la inminente y terrible presencia del horror extraterrestre y vislumbrar un prodigioso avance en los tenebrosos dominios de tan antigua y hasta entonces aletargada pesadilla.

Estremecido y con una honda sensación de repugnancia, encerró el Necronomicón en su sitio, pero un atroz e indefinido hedor seguía impregnado aún toda la estancia. “Por su insano olor los conoceréis”, citó. Sí, no cabía duda, aquel fétido olor era el mismo que hacía menos de tres años le provocó náuseas en la granja de Whateley. Pensó en Wilbur, en sus siniestras facciones de chivo, y soltó una irónica risotada al recordar los rumores que corrían por el pueblo sobre su paternidad.

–¿Incestuoso vástago? –Armitage murmuró para sus adentros–. ¡Dios mío, pero sí serán simplones! ¡Dales a leer El gran dios Pan, de Arthur Machen, y creerán que se trata de un escándalo normal y corriente como los de Dunwich!

Pero ¿qué informe y maldita criatura salida o no de esta tierra tridimensional, era el padre de Wilbur Whateley? Nació el día de la Candelaria, a los nueve meses de la víspera del primero de mayo de 1912, fecha en que los rumores sobre extraños ruidos en el interior de la tierra llegaron hasta Arkham. ¿Qué pasaba en las montañas aquella noche de mayo? ¿Qué horror engendrado el día de la Invención de la Cruz[1] se había abatido sobre el mundo en forma de carne y hueso semihumanos?

Durante las semanas que siguieron, Armitage estuvo recogiendo toda la información que pudo encontrar sobre Wilbur Whateley y aquellos misteriosos seres que poblaban la comarca de Dunwich. Se puso en contacto con el doctor Houghton, de Aylesbury, que había asistido al viejo Whateley durante su postrera agonía y que, después de ese suceso, estuvo meditando detenidamente sobre las últimas palabras que pronunció el horrendo anciano. Una nueva visita a Dunwich apenas reportó fruto alguno. No obstante, un detenido examen del Necronomicón –en concreto, de las páginas que con tanta avidez había buscado Wilbur– pareció aportar nuevas y terribles pistas sobre la naturaleza, métodos y apetitos del extraño y maligno ser cuya amenaza se cernía difusamente sobre la tierra.

Las conversaciones sostenidas en Boston con varios estudiosos sobre mitos arcanos y la correspondencia mantenida con muchos otros eruditos de los más diversos lugares, no hicieron sino incrementar la perplejidad de Armitage, quien, tras pasar gradualmente por varias fases de alarma, acabó sumido en un auténtico estado de intenso temor espiritual. A medida que se acercaba el verano, creía cada vez más que debía hacerse algo para interrumpir la escalada de terror que asolaba los valles regados por el curso superior del Miskatonic e indagar quién era el monstruoso ser conocido entre los humanos por el nombre de Wilbur Whateley.


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EL HORROR DE DUNWICH (VI PARTE)