Esto fue el prólogo del verdadero horror de Dunwich. Las autoridades oficiales estaban desconcertadas. Sin embargo, llevaron a cabo todas las formalidades necesarias, silenciando acertadamente los detalles más alarmantes para que no llegasen a oídos de la prensa y al público en general. Mientras, unos funcionarios fueron a Dunwich y Aylesbury para levantar acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley y notificar, en consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos.

A su llegada, encontraron a la gente de la comarca presa de una gran agitación, tanto por el fragor creciente que se oía en las montañas abovedadas, como por el insoportable olor putrefacto y los sonidos –semejantes a un oleaje– que salían cada vez con mayor intensidad de aquella especie de gran estructura vacía, que era la granja herméticamente entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del caballo y del ganado desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una crisis aguda de nervios.

Los funcionarios crearon una excusa para que nadie entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a inspeccionar rápidamente los aposentos que habitaba el difunto. Es decir, los cobertizos que Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso informe que entregaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre el destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables Whateley, tanto de la rama degenerada como de la no degenerada. Además, todo se complicaba porque los familiares vivían regados y distantes por el curso superior del Miskatonic.

En la casa encontraron un inmenso manuscrito, que fue redactado en extraños caracteres y que, por su extensión, formaba un gran libro. El texto daba toda la impresión de una especie de diario por las separaciones existentes y las variaciones de tinta y caligrafía. Esto desconcertó por completo a quienes lo encontraron en el viejo escritorio de Wilbur. Tras una semana de debates, se decidió enviarlo a la Universidad de Miskatonic, junto con la colección de libros sobre saberes arcanos del difunto. Así lo podrían estudiar y traducir, pero no se pudo, porque al poco tiempo hasta los mejores lingüistas comprendieron que no iba a ser possible descifrarlo. Misteriosamente, no se encontró el menor rastro del oro antiguo que utilizaba Wilbur y el viejo Whateley para pagar sus deudas.

El horror se desató en el transcurso de la noche del 9 de septiembre. Los ruidos de la montaña habían sido muy intensos y los perros ladraron desenfrenadamente durante toda la noche. Quienes madrugaron el día 10, percibieron un peculiar hedor en la atmósfera.

Cerca de las siete de la mañana, Luther Brown –el mozo de la granja de George Corey, que se encontraba situada entre el barranco de Cold Spring y el pueblo– bajó corriendo del pastizal de diez acres, donde había llevado a pacer las vacas. Estaba agitado y su cara revelaba un aterrador espanto, nos dimos cuenta cuando entró a trompicones en la cocina de la granja. De igual manera, las vacas estaban pavoridas, pataleaban y mugían con tono lastimero en el corral, pues siguieron al chico todo el camino de vuelta, estaban tan atemorizadas como él.

Sin dejar de jadear, Luther trató de decir a la señora Corey lo que había visto.

–Arriba, en el camino que hay por encima del barranco, señora Corey… ¡Algo pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo. Todos los matorrales y arbolillos del camino han sido segados como si toda una casa les hubiera pasado por encima. Y eso no es lo peor, ¡caramba! Hay huellas en el camino, señora Corey… tremendas huellas circulares, tan grandes como la tapa de un tonel, y muy hundidas en la tierra, como si hubiese pasado un elefante por allí, ¡sólo que las huellas tendrán más de cuatro pies! Miré de cerca una o dos antes de salir corriendo y pude ver que todas estaban cubiertas por unas líneas que salían del mismo lugar, en abanico, como si fuesen grandes hojas de palmera, sólo que dos o tres veces más grandes, incrustadas en el camino. Y el olor era insoportable, igual al que se respira cerca de la vieja casa de Whateley…

Al llegar aquí, el muchacho titubeó y parecía como si el miedo que le había hecho venir corriendo todo el camino, se apoderase de él de nuevo. La señora Corey, al no obtener más detalles, se puso a telefonear a los vecinos. No pasaron dos minutos cuando empezó a expandir el pánico, anticipando nuevos y mayores horrores por toda la comarca.


Cuando llamó a Sally Sawyer –ama de llaves en la granja de Seth Bishop, la finca más próxima a la de los Whateley–, le tocó escuchar en lugar de hablar, pues el hijo de Sally, Chauncey, que no podía dormir, había subido por la ladera en dirección a la casa de los Whateley y bajó corriendo a toda prisa aterrado de espanto, porque echó una mirada a la granja y al pastizal donde habían pasado la noche las vacas de los Bishop.

–Sí, señora Corey –dijo Sally con voz trémula desde el otro lado del hilo telefónico–. Chauncey acaba de regresar despavorido, casi no podía hablar del miedo que traía. Dice que la casa entera del viejo Whateley ha volado por los aires y que hay un montón de restos de madera desperdigados por el suelo, como si hubiese estallado una carga de dinamita en su interior. Apenas queda otra cosa que el suelo de la planta baja, pero está enteramente cubierto por una especie de sustancia viscosa que huele horriblemente y corre por el suelo hasta donde están los trozos de madera desparramados. En el corral hay unas huellas espantosas, unas tremendas huellas de forma circular, más grandes que la tapa de un tonel, y todo está lleno de esa sustancia pegajosa que se ve en la casa destruida. Chauncey dice que el reguero llega hasta el pastizal, donde hay una franja de tierra aplastada mucho más grande que un establo y que por todos los sitios se ven bardas de piedra destruidas y regadas por el suelo.

–Chauncey dice, señora Corey, que se quedó aterrado a la vista de las vacas de Seth. Las encontró en los pastizales altos, muy cerca de Devil’s Hop Yard, pero daba pena verlas. La mitad estaban muertas y las demás les habían chupado la sangre. Tenían unas llagas igualitas a las que le salieron al ganado de Whateley a partir del día en que nació el rapaz hijo de Lavinia. Seth ha salido a ver cómo están las vacas, aunque dudo mucho que se acerque a la granja del brujo Whateley. Chauncey no se paró a mirar qué dirección seguía el gran sendero aplastado una vez pasado el pastizal, pero cree que se dirigía hacia el camino del barranco que lleva al pueblo.

 –Créame lo que le digo, señora Corey, hay algo suelto por ahí que no me augura nada bueno. Pienso que Wilbur Whateley –que tuvo el horrendo fin que merecía– está detrás de todo esto. No era un ser enteramente humano, y conste que no es la primera vez que lo digo. El viejo Whateley debía estar criando algo aún menos humano que él en esa casa toda tapiada con clavos. Siempre han existido seres invisibles merodeando por Dunwich, seres invisibles que no tienen nada de humano ni presagian nada bueno.

 –La tierra estuvo hablando anoche y, cerca del amanecer, Chauncey oyó a las chotacabras armar un griterío en el barranco de Cold Spring que no lo dejaron dormir nada. Luego le pareció escuchar otro ruido débil hacia donde está la granja del brujo Whateley. Una especie de rotura o crujido de madera, como si alguien abriese a lo lejos una gran caja o embalaje de madera. Entre unas cosas y otras, no logró dormir hasta bien entrado el día. Hoy se propone volver a la finca de los Whateley a ver qué sucede por allí. Pero ya ha visto suficiente, se lo digo yo, señora Corey. No sé qué pasara, aunque no se presagia nada bueno. Los hombres deberían organizarse e intentar hacer algo. Todo esto es verdaderamente espantoso, y creo que se acerca mi turno. Sólo Dios sabe qué va a pasar.

–¿Le ha dicho algo Luther sobre la dirección que seguían las gigantescas huellas? ¿No? Pues bien, señora Corey, si estaban en este lado del camino del barranco y todavía no se han dejado ver por su casa, supongo que deben haber descendido hasta el fondo del barranco, ¿dónde, si no, podrían estar? Siempre he dicho que el barranco de Cold Spring no es un lugar saludable, no me inspira la menor confianza. Los chotacabras y las luciérnagas que hay en sus entrañas no parecen criaturas de Dios. Hay quienes dicen que, allá abajo, pueden oírse extraños ruidos y murmullos si uno se pone a escuchar en el lugar apropiado, que es entre la cascada y la Guarida del Oso.

A eso del mediodía, las tres cuartas partes de los hombres y jóvenes de Dunwich salieron a dar un recorrido por los caminos y prados que había entre las recientes ruinas de lo que fue la finca de los Whateley y el barranco de Cold Spring. Quedaron aterrados cuando vieron las grandes y monstruosas huellas, las agonizantes vacas de Bishop, la vegetación aplastada y pulverizada por los campos, y toda la misteriosa y apestosa desolación que reinaba sobre el lugar.

Fuese cual fuese el mal que se había desatado sobre la comarca, era seguro que se encontraba en el fondo de aquel enorme y tenebroso barranco, pues todos los árboles de las laderas estaban doblados o tronchados, y una gran avenida se había abierto entre la maleza que crecía en el precipicio. Daba la impresión de que una avalancha hubiese arrastrado con toda la casa, colocándola en la profundidad de ese siniestro lugar.

Ningún ruido llegaba del fondo del barranco, tan sólo se percibía un lejano e indefinible hedor. No fue extraño que los hombres prefirieran quedarse al borde del precipicio y se pusieran a discutir, en lugar de bajar y meterse de lleno en el cubil de aquel desconocido horror ciclópeo.

Tres perros que acompañaban al grupo se lanzaron a ladrar furiosamente en un primer momento, pero una vez al borde del barranco cesaron de hacerlo, parecían amedrentados e intranquilos. Alguien llamó por teléfono al Aylesbury Chronicle para comunicar la noticia, pero el director, acostumbrado de oír las más increíbles historias procedentes de Dunwich, se limitó a redactar un artículo humorístico sobre el tema, artículo que posteriormente sería reproducido por la Associated Press.

Aquella noche todos los vecinos de Dunwich y su comarca se reunieron solidariamente para enfrentar cualquier situación y también para cuidar a todos los animales del pueblo. Esa noche ni una sola cabeza de ganado estuvo en los pastizales.

Hacia las dos de la mañana, un irrespirable hedor broto del barranco. Los ladridos furiosos de los perros despertaron a la familia de Elmer Frye, cuya granja se hallaba situada al extremo este del barranco de Cold Spring, y todos coincidieron en que habían oído afuera una especie de chapoteo o golpe seco. La señora Frye propuso telefonear inmediatamente a los vecinos, pero cuando su marido estaba a punto de decirle que lo hiciese, se oyó un crujido de madera que vino a interrumpir sus deliberaciones. Al parecer, el ruido procedía del establo, y fue acompañado con escalofriantes mugidos y pataleos de las vacas.

Los perros arrojaron espuma por el hocico y, despavoridos de terror, se acurrucaron a los pies de los miembros de la familia Frye. El dueño de la casa, movido por la fuerza de la costumbre, encendió un farol, pero sabía bien que salir hacia el oscuro corral significaba la muerte. Los niños y las mujeres lloriqueaban, pero evitaban hacer ruido obedeciendo a algún oscuro y atávico sentido de conservación que les decía que sus vidas dependían del silencio absoluto.

Finalmente, el ruido del ganado disminuyó hasta no pasar de lastimeros mugidos, seguidos de una serie de chasquidos, crujidos y fragores impresionantes. Los Frye, apiñados en el salón, no se atrevieron a moverse para nada hasta que no se desvanecieron los últimos ecos dentro del barranco de Cold Spring. Luego, entre los débiles mugidos que seguían saliendo del establo y los endiablados chirridos de los últimos chotacabras, que permanecían despiertos en el fondo del barranco, Selina Frye se acercó, tambaleándose, al teléfono y difundió a los cuatro vientos cuanto sabía sobre la segunda fase del horror.

Al día siguiente, la comarca entera era presa de un pánico atroz. A lo lejos podían verse grupos de personas que se acercaban atemorizadas y silenciosas hasta el lugar donde se había producido el horripilante acontecimiento nocturno. Dos impresionantes franjas de destrucción se extendían desde el barranco hasta la granja de Frye. Además, unas monstruosas huellas cubrían la tierra desprovista de toda vegetación y, para formar un escenario monstruoso, una fachada del viejo establo que estaba pintado de rojo, se hallaba tirada por el suelo. De los animales, sólo se logró encontrar e identificar a la cuarta parte. Algunas de las vacas estaban pulverizadas en pequeños fragmentos, mientras que las que sobrevivieron no hubo más remedio que sacrificarlas.

Earl Sawyer propuso ir en busca de ayuda a Arkham o Aylesbury, pero muchos rechazaron su propuesta por estimarla inútil. El anciano Zebulón Whateley, de una rama de la familia que se hallaba entre el sano juicio y la degradación, aventuró, de forma impresionante, que lo mejor sería celebrar rituales en las cumbres montañosas. Siempre se habían observado escrupulosamente en su familia las tradiciones y sus recuerdos de cantos en los grandes círculos de piedra, no tenían nada que ver con lo que pudieran haber hecho Wilbur y su abuelo.

La noche cayó sobre la consternada comarca de Dunwich, que permanecía demasiado pasiva para lograr una eficaz defensa contra la amenaza que aparecía frente a los habitantes. En algunos casos, las familias con estrechos vínculos, se cobijaron bajo un mismo techo para estar alertas en medio de la densa oscuridad, pero, por lo general, volvieron a presenciar las escenas del levantamiento de barricadas de la noche anterior y también los fútiles e ineficaces gestos de cargar los herrumbrosos mosquetes para colocar las horcas al alcance de la mano. Sin embargo, aquella noche no aconteció nada nuevo, salvo uno que otro ruido intermitente en la montaña. Al despuntar el día, muchos confiaban en que el nuevo horror hubiese desaparecido con igual presteza con la que se presentó. Incluso había algunos espíritus temerarios que proponían lanzar una expedición de castigo al fondo del barranco, aunque esta situación se consideraba aventurera, los pobladores no quisieron arriesgar su pellejo ni su alma.

Al caer de nuevo la noche, se repitieron las escenas de las barricadas, sólo que esta vez fueron menos las familias que se agruparon bajo un mismo techo. A la mañana siguiente, tanto en la granja de Frye como en la de Bishop, pudo advertirse cierta agitación entre los perros. Se percibieron fétidos olores e indefinidos sonidos llegaban de la lejanía, mientras que los expedicionarios más madrugadores se horrorizaron al ver de nuevo las monstruosas huellas en el camino que limitaba Sentinel Hill.

Al igual que en ocasiones anteriores, los bordes del camino estaban aplastados, indicio de que por allí había pasado el imponente y monstruoso horror infernal que asolaba la comarca. Esta vez la conformación de las huellas, sugerían que había marchado en ambas direcciones, como si una montaña movediza hubiese salido del barranco de Cold Spring para regresar, posteriormente, por la misma senda.

Al pie de la montaña podía verse una franja de unos treinta pies de ancho, repleta de matorrales y arbolillos aplastados. Quienes vieron tan macabro escenario, no salían de su asombro al comprobar que ni siquiera las más empinadas pendientes hacían torcer la trayectoria del inexorable sendero. Fuese lo que fuese, aquel horror podía escalar paredes de roca desnuda, que fueron cortadas a pico.

Los expedicionarios optaron por subir a la cima por una ruta más segura. Sin embargo, al seguir el camino, encontraron que una vez arriba terminaban las huellas… o, mejor dicho, daban la vuelta. Era precisamente allí, en la cumbre de Sentinel Hill, donde los Whateley solían celebrar sus diabólicas hogueras y entonar sus infernales rituales ante la piedra con forma de mesa en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. Ahora, la piedra constituía el centro de una amplia extensión de terreno arrasado por el horror de la montaña, mientras que encima de su superficie –que era ligeramente cóncava– podía verse una masa espesa y fétida de la misma sustancia pegajosa que había en el piso de la derruida granja de los Whateley.

Los hombres se miraron unos a otros y se susurraron algo al oído. Después, dirigieron la mirada hacia abajo. Al parecer, el horror había descendido prácticamente por el mismo sendero por el que había ascendido. Sobraba toda especulación. La razón, la lógica y las ideas normales que pudieran ocurrírseles se hallaban sumidas en el más completo marasmo. Sólo el anciano Zebulón, que no iba acompañando al grupo, habría sabido apreciar, en su justo término, la situación o simplemente hallar una posible explicación a todo ello.

La noche del jueves comenzó igual que todas las anteriores, pero acabó bastante peor. Los chotacabras del barranco no pararon de chirriar ni un momento y armaron tal estrépito que, muchos de los vecinos de Dunwich que no lograron conciliar el sueño a las 3 de la madrugada, escucharon el sonido trémulo de los teléfonos de toda la localidad.

Quienes descolgaron el auricular oyeron una voz aterradora que gritaba con tono desgarrador “¡Socorro! ¡Dios mío!…”, algunos creyeron escuchar un estruendo y después ni un sonido más. Nadie se atrevió a salir sino hasta la mañana siguiente, cuando no se supo de dónde procedía la llamada.

Todos los que escucharon el mensaje, decidieron comunicarse por teléfono, advirtiendo que únicamente los Frye no contestaban. La verdad se descubrió al cabo de una hora cuando, tras juntarse a toda prisa, un grupo de hombres armados se dirigió a la finca de los Frye, que sorprendentemente se encontraba en la boca misma del barranco. Lo que allí se veía era espantoso, pero en modo alguno constituía un gran asombro: había nuevas franjas aplastadas y huellas monstruosas. La casa de los Frye se había hundido como si del cascarón de un huevo se tratase y, entre las ruinas, no pudo encontrarse resto alguno. Sólo un insoportable hedor y una gran viscosidad. La familia Frye había sido por completo borrada de la faz de Dunwich.


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EL HORROR DE DUNWICH (VIII PARTE)