Mientras tanto, en Arkham, tras la puerta cerrada de una estancia que contenía las paredes repletas de estanterías, se desarrollaba otra fase del horror. Algo más apacible, pero no menos estimulante desde una perspectiva espiritual. El extraño manuscrito o diario de Wilbur Whateley, entregado a la Universidad de Miskatonic para su oportuna traducción, había sido la causa de muchos quebraderos de cabeza y muchas muestras de desconcierto entre los especialistas en lenguas antiguas y modernas del claustro. Su alfabeto guardaba similitudes con la variante del árabe hablado en Mesopotamia, esto resultaba totalmente desconocido a las autoridades en la materia. La conclusión final de los lingüistas fue que el texto representaba un alfabeto artificial, que incluía antiguos criptogramas. A pesar del esfuerzo por descifrar el texto, ninguno de los métodos criptográficos normalmente utilizados, pudo aportar la menor pista para entender el texto. No obstante, se aplicaron diversas técnicas para intentar entender la función de las lenguas que, se suponía, conocía el autor de aquellas páginas.

En cuanto a los antiguos libros encontrados en el domicilio de los Whateley, si bien eran de gran interés y en varios casos prometían abrir nuevas y tenebrosas vías de investigación entre los filósofos y hombres de ciencia, no contribuyeron para nada a dilucidar el enigma. Uno de ellos, un pesado volumen con un cierre metálico, estaba escrito en otro alfabeto igualmente desconocido, si bien sus caracteres eran muy diferentes al resto de las lenguas modernas, guardaba cierta semejanza con el sánscrito.

Finalmente, el viejo libro cayó en manos del doctor Armitage, no por casualidad, sino porque él tenía un especial interés por el caso Whateley y también porque en las páginas se encontraban párrafos extensos, que ponían a prueba sus vastos conocimientos lingüísticos y su experiencia en las fórmulas místicas de la antigüedad, especialmente en el medioevo.

Armitage sabía que el alfabeto era utilizado con fines esotéricos por ciertos cultos arcanos procedentes de épocas pasadas, quienes adoptaron numerosos rituales y tradiciones de los zahoríes, provenientes del mundo sarraceno. Ahora bien, aquello no pasaba de tener una importancia secundaria, pues no era necesario conocer el origen de los símbolos si, como sospechaba, eran utilizados a modo de criptogramas dentro de una lengua moderna. Estaba persuadido de que, tomando en cuenta la voluminosa cantidad de texto que contenía, el autor difícilmente se habría tomado la molestia de utilizar otra lengua que la suya, salvo, quizá, a la hora de expresar ciertas fórmulas mágicas o conjuros especiales. En consecuencia, se dispuso a estudiar el manuscrito, partiendo de la hipótesis de que el grueso del mismo se hallaba en inglés.

Armitage sabía muy bien, tras los repetidos fracasos de sus colegas, que el enigma que encerraba aquel texto, resultaría difícil de desentrañar y sería una tarea bastante difícil, por lo que había que desechar cualquier intento de aplicar métodos sencillos de investigación. La última decena de agosto, la dedicó a recopilar todos los tratados de criptografía que pudo encontrar, echando mano de la copiosa bibliografía con que contaba la biblioteca. Así pudo descifrar, noche tras noche de estudio, los saberes arcanos que se ocultaban en textos como la Poligraphia, de Tritomio; el De furtivis literarum notis, de Giambattista Porta; el Traité des chiffres, de De Vigenere; el Cryptomenysis patefacta, de Falconer; los tratados del siglo XVIII, de Davys y Thicknesse y otros de autoridades contemporáneas, especializadas en la materia, como Blair y Von Marten. Además, estudió extensamente los escritos de Klüber.

Con el tiempo acabó por convencerse de que se enfrentaba a uno de esos criptogramas especialmente sutiles e ingeniosos, en los que muchas listas de letras estaban separadas y que, de alguna manera, se corresponden entre sí. Además descubrió que la colocación de las palabras se hallaba esparcida como si se tratara de una tabla de multiplicar, construyéndose el mensaje a partir de palabras clave arbitrarias sólo conocidas por los iniciados. Las autoridades de mayor antigüedad parecían ser de ayuda bastante más valiosa que las de épocas más recientes, por lo que Armitage dedujo que el código del manuscrito debía tener una gran antigüedad y que, sin duda, fue transmitido a través de una larga cadena de ensayistas místicos.

En diversas ocasiones estuvo a punto de encontrar una respuesta en el libro. Sin embargo, siempre aparecía algún obstáculo que hacía retroceder su la marcha en la investigación. Hasta que, estando prácticamente en septiembre, las nubes empezaron a despejar el cielo nublado. Ciertas letras, tal como estaban utilizadas en determinados pasajes del manuscrito, fueron identificadas definitiva e inequívocamente, poniéndose de manifiesto que el texto se hallaba escrito en inglés.

Durante la tarde del 2 de septiembre, por fin cayó la última barrera importante que se interponía a la inteligibilidad del texto. Armitage vio coronados sus esfuerzos al leer por vez primera un pasaje entero de los anales de Wilbur Whateley. En realidad se trataba de un diario, como todo hacía suponer. Estaba redactado en un estilo que mostraba claramente una mezcolanza de profunda erudición en el campo de las ciencias ocultas y de incultura general por parte del extraño ser que lo escribió.

El primer pasaje extenso que logró descifrar Armitage –una anotación fechada el 26 de noviembre de 1916– resultó demasiado asombroso e intranquilizador. Recordó que el autor de aquellas líneas era un niño de tres años y medio en ese entonces, aunque aparentaba ser un adolescente de doce o trece.

Hoy aprendí el Aklo para el Sabaoth, pero no me gustó, pues podía responderse desde la montaña y no desde el aire. Lo del piso de arriba me aventaja más de lo que pensaba y no parece que tenga mucho cerebro terrestre. Al ir a morderme, maté de un tiro a Jack, el perro pastor de Elam Hutchins. Elam dijo que si llegaba a morderme, me mataría. Confío en que no lo haga. Anoche el abuelo me hizo pronunciar la fórmula mágica Dho y me pareció ver la ciudad secreta en los dos polos magnéticos. Una vez arrasada la tierra, iré a esos polos, si es que no logro comprender la fórmula Dho-Hna cuando la aprenda. Los del aire me dijeron, en el Sabath, que la tarea de arrasar la tierra me llevará muchos años. Para entonces supongo que ya habrá muerto el abuelo, así que voy a tener que aprender la posición de todos los ángulos de las superficies planas y todas las fórmulas mágicas que hay entre Yr y Nhhngr.

Los del exterior me ayudarán, pero para cobrar forma corpórea requieren sangre humana. Parece que lo de arriba tendrá buen aspecto. Puedo vislumbrarlo cuando hago la señal Voorish o soplo los polvos de Ibu Ghazi. Ibu se parece mucho a ellos el día de la víspera de mayo en la montaña. La otra cara la encuentro algo borrosa. Me pregunto cómo seré cuando la tierra haya sido arrasada y no quede ni un solo ser sobre ella. El que vino con el Aklo Sabaoth dijo que podría transfigurarme para parecer menos del exterior y seguir haciendo cosas.

El amanecer encontró al doctor Armitage, sudoroso y repleto de terror, totalmente enfrascado en su lectura. No había levantado los ojos del manuscrito en toda la noche. Sentado en su escritorio, a la luz de una lámpara eléctrica, fue pasando página tras página –a medida que descifraba el texto críptico– con una mano temblorosa. En medio de semejante estado de agitación, había telefoneado a su mujer para decirle que no iría a dormir aquella noche y, cuando a la mañana siguiente, le llevó el desayuno a la biblioteca apenas probó bocado.

No paró de leer ni un instante durante todo el día, deteniéndose con gran desesperación una que otra vez, mientras fuera necesario volver a aplicar la intrincada clave para desentrañar el texto. Le llevaron la comida y la cena a su despacho, pero apenas tomó una pizca. Al día siguiente, ya bien entrada la noche, se quedó dormido sobre la silla, pero no tardaría en despertarse tras asaltarle unas pesadillas casi tan horribles como la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera y que acababa de descubrir.

La mañana del 4 de septiembre, el profesor Rice y el doctor Morgan insistieron en ver a Armitage siquiera un momento. Cuando hablaron con él, salieron de la entrevista temblorosos y con el semblante demudado. Al anochecer, Armitage se fue a la cama, pero sólo esporádicamente pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, que era miércoles, volvió a enfrascarse en la lectura del manuscrito y tomó infinidad de notas, tanto de los pasajes que iba leyendo como de los ya descifrados.

En la madrugada se quedó dormido unos momentos en un sillón del despacho, pero antes de que amaneciera ya estaba de nuevo con la vista sobre el manuscrito. Aún no habían dado las 12 cuando su médico, el doctor Hartwell, fue a verle e insistió, por su propio bien, en la necesidad de que dejase de trabajar. Pero Armitage se negó a seguir los consejos del médico, alegando que para él era de vital importancia acabar de leer el diario y que, cuando terminara su labor, le prometía una explicación más detallada del asunto.

Aquella tarde, justo en el momento en que empezaba a oscurecer, acabó su alucinante y agotadora lectura y se dejó caer sobre la silla totalmente exhausto. Su mujer, que acudió a llevarle la cena, lo encontró postrado en un estado casi vegetal, pero Armitage aún conservaba la conciencia suficiente como para proferir un fenomenal grito, que la hizo retroceder, al advertir que sus ojos se posaban en las notas que había tomado.

Levantándose a duras penas de la silla, recogió las hojas garrapateadas que había sobre la mesa y las metió en un gran sobre que guardó en el bolsillo interior del abrigo. Aún le quedaban fuerzas para regresar a casa por su propio mérito, pero era tan evidente que necesitaba de auxilios médicos que su esposa tuvo que llamar urgentemente al doctor Hartwell. Al irse a la cama, siguiendo las indicaciones del médico, no cesaba de repetir una y otra vez “Pero ¿qué hacer, Dios mío? ¿Qué hacer?”

Armitage durmió toda la noche, pero al día siguiente estuvo delirando a intervalos. No dio ninguna explicación al doctor Hartwell, pero en sus momentos de lucidez hablaba de la imperiosa necesidad de mantener una larga reunión con Rice y Morgan. No había quien entendiera sus desvaríos. Hacía desesperados llamamientos para que destruyera algo que se encontraba en una casa herméticamente cerrada con tablones. También hacía increíbles alusiones a un plan para eliminar de la faz de la Tierra a toda la especie humana, y a toda la vida vegetal y animal. El plan incluía traer una terrible y antiquísima raza de seres procedentes de otras dimensiones siderales.

En sus gritos decía cosas como que el mundo estaba en peligro, pues los Seres Ancianos se habían propuesto desmantelarlo y barrerlo del Sistema Solar y del cosmos de la materia para sumirlo en otro nivel, o fase incorpórea, del que había salido hacía billones y billones de milenios. En otros momentos, pedía que le trajeran el temible Necronomicón y el Daemonolatreia de Remigio, en los que estaba seguro que podría encontrar la fórmula mágica con la que se podía conjurar tan aterrador peligro.

–¡Hay que detenerlos, hay que detenerlos como sea! –se lanzaba a gritar desesperadamente–. Los Whateley se proponen abrirles el camino y, lo peor de todo, aún está por llegar. Digan a Rice y Morgan que hay que hacer algo. Es una operación que entraña un gran peligro. Yo sé cómo fabricar los polvos… No ha recibido ningún alimento desde el 2 de agosto, el día en que Wilbur vino a morir aquí, y a estas alturas…

Pero Armitage, pese a sus setenta y tres años, tenía aún una naturaleza resistente y el trastorno se le pasó en el curso de la noche, afortunadamente no padeció de fiebres. El viernes se levantó ya avanzado el día, con la cabeza despejada, aunque con el semblante adusto por el miedo que le roía las entrañas y por la tremenda responsabilidad que ahora pesaba sobre él.

El sábado por la tarde se sintió con fuerzas para ir a la biblioteca y mantener una conversación con Rice y Morgan. Los tres hombres estuvieron devanándose los sesos el resto del día con las más increíbles especulaciones y los más alucinantes debates. Sacaron, de las estanterías y de los lugares donde estaban encerrados a buen recaudo, montones de terribles libros sobre saberes arcanos y estuvieron copiando esquemas y fórmulas mágicas con febril premura y en cantidades ingentes. No cabía la menor duda al respecto. Los tres habían visto el agonizante cuerpo de Wilbur Whateley postrado en una estancia de aquel mismo edificio, por lo que ninguno de ellos se le pasó siquiera por la cabeza considerar el diario como los delirios de un loco.

Las opiniones sobre la conveniencia de dar cuenta a la policía de Massachusetts estaban encontradas, y terminó imponiéndose la negativa. Había cosas en todo aquello que resultaban muy difíciles, por no decir imposibles, de creer para quienes no estaban al tanto de todo lo que allí sucedía.

Ya entrada la noche, la sesión se levantó sin que hubieran trazado un plan definitivo. Sin embargo, durante todo el domingo, Armitage estuvo ocupado cotejando fórmulas mágicas y haciendo combinaciones de productos químicos que había sacado del laboratorio de la universidad. Cuanto más pensaba en el infernal diario, más dudas le asaltaban sobre la eficacia de cualquier agente material para destruir al ser que, Wilbur Whateley, había dejado tras de sí… el amenazador ser, desconocido para él, que unas horas después habría de abatirse sobre la localidad y acabaría siendo trágicamente conocido como el horror de Dunwich.

El lunes apenas difirió de la víspera para Armitage, pues la tarea en que estaba embarcado requería continuas búsquedas y experimentos. Nuevas consultas del diario de aquel monstruoso ser, trajeron como consecuencia una serie de cambios en el plan originalmente trazado. Sabía que al final seguiría adoleciendo de grandes fallas y riesgos. Para el martes ya había esbozado una línea precisa de actuación, creía que en menos de una semana estaría en condiciones óptimas para trasladarse a Dunwich. No obstante, el miércoles vino la gran conmoción. Casi inadvertido, en una esquina del Arkham Advertiser, podía verse una pequeña publicación de la agencia Associated Press, en la que se comentaba en tono jocoso que el whisky introducido de contrabando en Dunwich, había producido un monstruo que batía todos los récords.

Armitage, sobrecogido ante la noticia, telefoneó al instante a Rice y a Morgan. Durante la noche estuvieron debatiendo los planes por seguir y, al día siguiente, se lanzaron apresuradamente a hacer los preparativos para el viaje. Armitage sabía muy bien que iban a tener que enfrentarse con pavorosas fuerzas, pero también veía claramente que era el único medio para acabar con aquel maléfico embrollo que otros, antes que él, habían venido a complicar y agravar la situación.


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EL HORROR DE DUNWICH (IX PARTE)