El horror de Dunwich - H. P. Lovecraft (X PARTE) - Amantes de la literatura

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16.11.23

El horror de Dunwich - H. P. Lovecraft (X PARTE)





Al final, los tres investigadores de Arkham –el doctor Armitage, de canosa barba; el profesor Rice, rechoncho y de cabellos plateados; y el doctor Morgan, delgado y de aspecto juvenil– acabaron subiendo solos la montaña.

Tras instruir con suma paciencia a los aldeanos sobre cómo enfocar y utilizar el catalejo, lo dejaron con el atemorizado grupo que se quedó en el camino. A medida que subían aquellos tres hombres, los aldeanos fueron pasando el instrumento de mano en mano para poder verlos con claridad. La subida era ardua y, en más de una ocasión, tuvieron que ayudar a Armitage. Muy por encima del esforzado grupo expedicionario, el gran sendero abierto en la montaña retumbaba como si su infernal creador volviera a pasar por él con apremiante alevosía. Así pues, era patente que los perseguidores cobraban terreno.

Curtis Whateley –de la rama no degenerada de los Whateley– era quien miraba por el catalejo cuando los investigadores de Arkham se desviaron del sendero. Curtis dijo al resto del grupo que, sin duda, los tres hombres trataban de llegar a un pico inferior desde el que se divisaba el sendero. Ese sitio estaba muy por encima de donde se estaba aplastando la vegetación en aquellos momentos. Y así fue en realidad, pues los expedicionarios alcanzaron la pequeña elevación al poco tiempo de que el invisible monstruo pasara por allí. Luego, Wesley Corey, que a la sazón miraba por el objetivo, gritó con todas sus fuerzas que Armitage se había puesto a ajustar el pulverizador que llevaba Rice. Todo indicaba que algo iba a ocurrir de un momento a otro.

El desasosiego empezó a cundir entre el grupo del camino, porque, según les habían dicho, el pulverizador debería hacer visible por unos instantes al desconocido horror. Dos o tres hombres cerraron los ojos, en tanto que Curtis Whateley arrebató el catalejo a Wesley y lo dirigió hacia el punto más distante posible. Pudo ver que Rice, desde el lugar de observación en que se encontraban los expedicionarios –por encima y justo detrás del monstruoso ser–, tenía una excelente oportunidad para intentar diseminar los potentes polvos de prodigiosos efectos. El resto de los que estaban en el camino sólo pudieron ver el fugaz resplandor de una nube grisácea –una nube del tamaño de un edificio relativamente alto–, de similar tamaño a la cima de la montaña.

Curtis, quien era eel que miraba por el catalejo en aquellos momentos, lo dejó caer sobre el barro que les cubría hasta los tobillos, mientras lanzaba un grito aterrador. Se tambaleó, y habría caído al suelo de no ser por dos o tres compañeros que lo ayudaron y lo sostuvieron en pie. Un casi inaudible gemido era lo único que salía de sus labios.

–¡Oh, oh, Dios Todopoderoso!… Eso… eso… Luego se organizó un auténtico pandemónium, pues todos querían preguntar a la vez, y sólo Henry Wheeler se ocupó de recoger el catalejo caído en tierra y de limpiarle el barro. Curtis seguía diciendo incoherencias y ni siquiera conseguía dar respuestas.

–Es mayor que un establo… todo hecho de cuerdas retorcidas… Tiene una forma parecida a un huevo de gallina, pero es enorme, con una docena de patas… como grandes toneles medio cerrados que se echaran a rodar…. No se ve que tenga nada sólido… es de una sustancia gelatinosa y está hecho de cuerdas sueltas y retorcidas, como si las hubieran pegado… Tiene infinidad de enormes ojos saltones… diez o veinte bocas o trompas que le salen por todos los lados, grandes como tubos de chimenea, y no paran de moverse: abriéndose y cerrándose continuamente… todas grises, con una especie de anillos azules o violetas… ¡Dios del cielo! ¡Y ese rostro semihumano!

El recuerdo de esto último, resultó demasiado fuerte para el pobre Curtis, quien perdió el sentido antes de poder articular una palabra más.

Fred Farr y Will Hutchins lo trasladaron a un lado del camino, dejándolo tendido sobre la hierba húmeda. Henry Wheeler, temblando, cogió entre las manos el catalejo y lo enfocó hacia la montaña, intentaba saber lo que pasaba. A través del objetivo, podían verse tres figuras pequeñas que ascendían, con la rapidez con que se lo permitía la abrupta pendiente, hacia la cumbre. Eso era todo cuanto veía, ni más ni menos. Luego, todos percibieron, a sus espaldas, un raro e intempestivo ruido que procedía del fondo del valle,  incluso salía de la misma maleza de Sentinel Hill. Era el griterío que armaba una legión de chotacabras y en su estridente coro parecía un corazón agitado, latiendo con una tensa y maligna expectación.

Earl Sawyer tomó el catalejo y dijo que se veía a las tres figuras de pie en la cumbre más alta, prácticamente al mismo nivel del altar de piedra, pero todavía a considerable distancia de éste. Uno de los hombres, dijo Earl Sawyer, parecía alzar los brazos por encima de su cabeza a intervalos rítmicos y, al decir esto, los demás creyeron oír, a lo lejos, un tenue sonido cuasi musical, como si una ruidosa salmodia acompañara sus gestos. La extraña silueta en aquel lejano pico, debía constituir todo un grotesco e impresionante espectáculo, pero ninguno de los presentes se sentía con humor para hacer consideraciones estéticas.

–Me imagino que ahora están entonando el conjuro –dijo Wheeler en voz baja, mientras arrebataba el catalejo de las manos de Sawyer.

Mientras tanto, los chotacabras chirriaban con singular estridencia y a un ritmo curiosamente irregular. Los sonidos no guardaban ningún parecido con las modulaciones del ritual. De repente, la luz del Sol disminuyó sin que, a primera vista, se debiera a la acción de ninguna nube. Era un fenómeno realmente singular, y así lo apreciaron todos. Parecía como si en el interior de las montañas estuviera gestándose un estrepitoso fragor, extrañamente acorde con otro ruido que vendría del firmamento. Un relámpago rasgó el aire y los asombrados hombres buscaron, en vano, los indicios de la tormenta. La salmodia que entonaban los investigadores de Arkham, llegaba nítidamente hasta ellos. Wheeler vio a través del catalejo, cómo los tres hombres levantaban sus brazos mientras lanzaban las palabras del conjuro.

Podía oírse, asimismo, el furioso ladrido de los perros en una granja lejana. Los cambios en las tonalidades de la luz solar fueron cada vez mayores, y los hombres apiñados en el camino, seguían mirando el horizonte, estaban perplejos. Unas tinieblas violáceas aparecieron e inundaron el cielo  y las colinas con una densa oscuridad. Después un relámpago volvió a rasgar el cielo, era más deslumbrante que el anterior. Todos creyeron ver cómo se levantaba una especie de nebulosidad sobre el altar de piedra, allá en la lejana cumbre. Nadie utilizaba el catalejo en aquellos instantes.

Los chotacabras seguían emitiendo sus chirridos irregulares, mientras los hombres de Dunwich se preparaban, en medio de una gran tensión, para enfrentarse con la imponderable amenaza que parecía rondar por la atmósfera. De repente, y sin que nadie lo esperara, el grupo de espectadores escuchó sonidos vocálicos sordos, cascados y roncos que jamás olvidarían. Sin embargo, aquellos sonidos no podían proceder de ninguna garganta humana, pues los órganos vocales del hombre no son capaces de producir semejantes atrocidades acústicas. Más bien se diría que habían salido del mismo Averno, si no fuese demasiado evidente que su origen se encontraba en el altar de piedra de Sentinel Hill.

Casi es erróneo llamar sonidos a semejantes atrocidades, porque su timbre era extremadamente bajo y horrible. Además, se dirigían más a lóbregos focos de la consciencia que al oído; aunque deben calificarse como sonidos, pues podían ser interpretadas como palabras semiarticuladas. Eran unos ecos estruendosos –semejantes a los fragores de la montaña, o truenos resonantes–, pero no procedían de ser visible alguno. Y como la imaginación es capaz de sugerir las más descabelladas suposiciones en cuanto a los seres invisibles se refiere, los hombres agrupados al pie de la montaña, se juntaron todavía más, y se echaron hacia atrás como si temiesen que fuera a alcanzarlos un golpe fortuito.

–Ygnaiih… ygnaiih… thflthkh’ngha… Yog-Sothoth… –sonaba el horripilante graznido procedente del espacio–. Y’bthnk… h’ehye… n’grkdl'lh…

En aquel momento, quienquiera que fuese el que hablase, pareció titubear, como si estuviera enfrentando una pavorosa pelea espiritual en su interior. Henry Wheeler volvió a enfocar el catalejo, pero tan sólo divisó a las tres figuras humanas grotescamente recortadas en la cima de Sentinel Hill, no paraban de agitar los brazos, los movían a un ritmo frenético, formulando gestos extraños, como si la ceremonia del conjuro estuviese culminando.

¿De qué lóbregos, terroríficos y diabólicos avernos, custodiados por Aqueronte; de qué insondables abismos de conciencia extracósmica; de qué sombría y secularmente latente estirpe infrahumana procedían aquellos semiarticulados sonidos: medio graznidos, medio truenos? De repente, volvían a oírse con renovado ímpetu y coherencia al acercarse a su máximo, final y más desgarrador frenesí.

–Eh-ya-ya-ya-yahaah-e’yayayayaaaa… ngh’aaaaa… ngh’aaa h’yuh… ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!… pp-pp-pp-¡PADRE! ¡PADRE! ¡YOG-SOTHOTH!

Eso fue todo. Los aldeanos quedaron con rostros lívidos mientras aguardaban en el camino. No salieron de su estupor ante las palabras indiscutiblemente inglesas que habían resonado, profusa y atronadoramente, en el enfurecido y vacío espacio que había junto a la asombrosa piedra altar. Sabían que no volverían a escucharlas. Al punto, que tuvieron que dar un violento respingo ante la terrorífica detonación que pareció desgarrar la montaña: un estruendo ensordecedor e imponente, cuyo origen –ya fuese en el interior de la tierra o en los cielos– nadie supo localizar.

Un único rayo cayó, desde el cenit violáceo, sobre la piedra altar. Además, una gigantesca ola de inconmensurable fuerza e indescriptible hedor, bajó desde la montaña, bañando la comarca entera. Árboles, maleza y diferentes hierbas fueron arrasados por la furiosa contienda. Los despavoridos aldeanos del grupo se encontraba al pie de la montaña, debilitados por el letal hedor que casi llegaba a asfixiarlos, estuvieron a punto de caer rodando por el suelo.

En la lejanía se oía el furioso ladrido de los perros. En los prados y el follaje se observaba cómo se marchitaba la naturaleza, cobrando una extraña y enfermiza tonalidad grisáceo-amarillenta. En los campos y bosques caían muertos los chotacabras. El hedor desapareció al poco tiempo, pero la vegetación no volvió a brotar con normalidad. Incluso hoy sigue percibiéndose una extraña y nauseabunda sensación ante las plantas que crecen en las inmediaciones de aquella montaña de infausto recuerdo.

Curtis Whateley comenzaba a volver en sí cuando vio descender lentamente a los tres hombres de Arkham. Los rayos de un Sol cada vez más resplandeciente e inmaculado golpeaba en sus rostros. Su semblante era grave y calmado, parecían consternados por lo que acababan de presenciar. El asunto era de naturaleza mucho más angustiosa que las cosas que habían reducido al grupo de aldeanos a un estado de postración y acobardamiento.

En respuesta a la lluvia de preguntas que cayó sobre ellos, los tres investigadores se limitaron a sacudir la cabeza y a reafirmar un hecho de vital importancia.

–El monstruo ha desaparecido para siempre –dijo Armitage–. Ha vuelto al seno de lo que era en un principio. Ya no puede volver a existir. Era una monstruosidad en un mundo normal. Sólo en una mínima parte estaba compuesto de materia, en cualquiera de las acepciones de la palabra. Era igual que su padre, y una gran parte de su ser ha vuelto a fundirse con él en algún reino o dimensión desconocido, más allá de nuestro universo material. Lo hemos enviado a algún abismo desconocido, del que sólo los más endiablados ritos de la maldad humana le permitirían salir tras invocarlo por unos momentos en las cumbres montañosas.

Luego de escuchar sus palabras, se hizo un breve silencio. Los sentidos del infortunado Curtis Whateley volvieron poco a poco, hasta formar una especie de continuidad. Sin embargo, cuando se llevó las manos a la cabeza, soltó un gemido sordo. La memoria lo traicionaba y lo regresaba al recuerdo de aquella bestia, el terror volvió a invadirlo con la horrorosa visión y lo hizo desfallecer.

–¡Oh, oh, Dios mío, aquel rostro semihumano… aquel rostro semihumano!… Aquel rostro de ojos rojos; ser albino con pelo ensortijado, sin mentón, igual que los Whateley… Era un pulpo, un ciempiés, una especie de araña, pero tenía una cara de forma semihumana encima de todo, se parecía al brujo Whateley, sólo que medía yardas y yardas y yardas…

Exhausto, enmudeció. El grupo entero de aldeanos, por otra parte, lo miraba fijamente con una perplejidad aterradora. Sólo entonces el viejo Zebulón Whateley, a quien solían venirle a la cabeza antiguos recuerdos, pero que no había abierto la boca hasta el momento, dijo en voz alta:

–Hace quince años –se puso a divagar–, oí decir al viejo Whateley que un día oiríamos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill…

Pero Joe Osborn lo interrumpió para volver a preguntar a los hombres de Arkham:

–Pero ¿qué era, después de todo, y cómo logró el joven brujo Whateley llamarlo para que acudiera de los espacios?

Armitage escogió sus palabras cuidadosamente a la hora de contestar.

–Era… bueno… era sobre todo una fuerza que no pertenece a la zona que habitamos del espacio sideral, una fuerza que actúa, crece y obedece a distintas leyes que rigen nuestra naturaleza. A ninguno de nosotros se nos ocurre invocar a tales seres del exterior, sólo lo intentan las personas y los cultos más abominables. Algo de ello puede decirse de Wilbur Whateley, algo que basta para hacer de él un ser demoníaco y un monstruo precoz y, a su vez, para hacer de su muerte una escena de patetismo diabólico. Lo primero que pienso hacer es quemar este maldito diario y, si quieren obrar como hombres prudentes, les aconsejo que dinamiten cuanto antes la piedra altar que hay en esa cima, echen abajo todos los círculos de monolitos que se levantan en las restantes montañas. Cosas así son las que, a la postre, traen a seres como esos de los que tanto gustaban los Whateley, seres a los que iban a dar forma terrestre para que borraran de la faz de la Tierra a la especie humana y arrastraran a nuestro planeta al fondo de algún lugar terrible, con alguna finalidad de naturaleza igualmente execrable.

–Pero por cuanto se refiere al ser que acabamos de devolver a su lugar de origen, los Whateley lo criaron para que desempeñara un terrible papel en los monstruosos hechos que iban a acontecer. Creció deprisa y se hizo muy grande por las mismas razones que por las que lo hizo Wilbur, pero lo superó porque contaba con un componente de mayor exterioridad. Es innecesario preguntar por qué Wilbur lo llamó para que viniera del espacio… No lo llamó. Era su hermano gemelo, pero se parecía más a su padre que él.
FIN

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