—Bueno, Armando, vamos a ver, ¿qué estás escribiendo ahora?
La temida pregunta terminó por llegar. Ya habían acabado de cenar y estaban ahora en el salón de la residencia barranquina, tomando el café. Por la ventana entreabierta se veían los faroles del malecón y la niebla invernal que subía de los acantilados.
—No te hagas el desentendido —insistió Óscar—. Ya sé que a los escritores no les gusta a veces hablar de lo que están haciendo. Pero nosotros somos de confianza. Danos esa primicia.
Armando carraspeó, miró a Berta como diciéndole qué pesados son nuestros amigos, pero finalmente encendió un cigarrillo y se decidió a responder.
—Estoy escribiendo un relato sobre la infidelidad. Como verán ustedes, el tema no es muy original. ¡Se ha escrito tanto sobre la infidelidad! Acuérdense de Rojo y negro, Madame Bovary, Ana Karenina, para citar solo obras maestras… Pero, precisamente, yo me siento atraído por lo que no es original, por lo ordinario, por lo trillado… Al respecto he interpretado a mi manera una frase de Claude Monet: el tema es para mí indiferente, lo importante son las relaciones entre el tema y yo… Berta, por favor, ¿por qué no cierras la ventana? ¡Se nos está metiendo la neblina!
—Como preámbulo no está mal —dijo Carlos—. Vamos ahora al grano.
—A eso voy. Se trata de un hombre que sospecha de pronto que su mujer lo engaña. Digo de pronto pues en veinte o más años de casados nunca le había pasado esta idea por la cabeza. El hombre, que para el caso llamaremos Pedro o Juan, como ustedes quieran, había tenido siempre una confianza ciega en su mujer y como además era un hombre liberal, moderno, le permitía tener lo que se llama su “propia vida”, sin pedirle jamás cuentas de nada.
—El marido ideal —dijo Irma—. ¿Me escuchas, Óscar?
—En cierto sentido sí —prosiguió Armando—. El marido ideal… Bueno, como decía, Pedro, lo llamaremos así, comienza a dudar de la fidelidad de su mujer. No voy a entrar en detalles sobre las causas de esta duda. Lo cierto es que cuando esto ocurre siente que el mundo se le viene abajo. No solo porque él le había sido siempre fiel, salvo aventurillas sin consecuencia, sino porque quería profundamente a su mujer. Sin la pasión de la juventud, claro, pero quizás en forma más perdurable, como pueden ser la comprensión, el respeto, la tolerancia; todas esas pequeñas atenciones y concesiones que nacen de la rutina y en las que se funda la convivencia conyugal.
—Eso de la rutina no me gusta —dijo Carlos—. La rutina es la negación del amor.
—Es posible —dijo Armando—. Aunque ésa me parece una frase como cualquier otra. Pero déjame continuar. Como decía, Pedro sospecha que su mujer lo engaña. Pero como se trata solo de una sospecha, tanto más angustiosa cuanto incierta, decide buscar pruebas. Y mientras busca las pruebas de esta infidelidad descubre una segunda infidelidad, más grave todavía, pues databa de más tiempo y era más apasionada.
—¿Qué pruebas eran? —preguntó Óscar—. Sobre este asunto de la infidelidad las pruebas son difíciles de producir.
—Digamos cartas o fotos o testimonios de personas de absoluta buena fe. Pero esto es secundario por ahora. Lo cierto es que Pedro se hunde un grado más en la desesperación, pues ya no se trata de uno sino de dos amantes: el más reciente, del cual tiene sospechas y el más antiguo, del cual cree tener pruebas. Pero el asunto no termina allí. Al seguir investigando sobre la frecuencia, la gravedad, las circunstancias de este segundo engaño, descubre la presencia de un tercer amante y al tratar de averiguar algo más sobre este tercero aparece un cuarto…
—Una Mesalina, quieres decir —intervino Carlos—. ¿Cuántos tenía al fin?
—Para los efectos del relato me bastan cuatro. Es la cifra apropiada. Aumentarla habría sido posible, pero me hubiera traído problemas de composición. Bueno, la mujer de Pedro tenía pues cuatro amantes. Y simultáneamente además, lo que no debe extrañar pues los cuatro eran muy diferentes entre sí (uno bastante menor que ella, otro mayor, uno muy culto y fino, otro más bien ignorante, etc.) de modo que satisfacían diversas apetencias de su carne y de su espíritu.
—¿Y qué hace Pedro? —preguntó Amalia.
—A eso voy. Imaginarán ustedes el horrible estado de angustia, de rabia, de celos en que esta situación lo pone. Muchas páginas del relato estarán dedicadas al análisis y descripción de su estado de ánimo. Pero esto se los ahorro. Solo diré que, gracias a un enorme esfuerzo de voluntad y sobre todo a su sentido exacerbado del decoro, no deja traslucir sus sentimientos y se limita a buscar solo, sin confiarse a nadie, la solución de su problema.
—Eso es lo que queremos saber —dijo Óscar—. ¿Qué demonios hace?
—Para ser justo, yo tampoco lo sé. El relato no está terminado. Pienso que Pedro se plantea una serie de alternativas, pero no sé aún cuál es la que va a elegir… Por favor, Berta, ¿me sirves otro café?… Pero se dice, en todo caso, que cuando surge un obstáculo en nuestra vida hay que eliminarlo, para restablecer la situación original. ¡Pero, claro, no se trata de un obstáculo sino de cuatro! Si solo existiera un amante no vacilaría en matarlo…
—¿Un crimen? —preguntó Irma—. ¿Pedro sería capaz de eso?
—Un crimen, sí. Pero un crimen pasional. Ustedes saben que la legislación penal de todo el mundo contiene disposiciones que atenúan la pena en caso de crimen pasional. Sobre todo si un buen abogado demuestra que el agente del crimen lo cometió en estado de pasión violenta. Digamos que Pedro está dispuesto a correr los riesgos del asesinato, sabiendo que dadas las circunstancias la pena no sería muy grave. Pero, como comprenderán, matar a uno de los amantes no resolvería nada, pues quedarían los otros tres. Y matar a los cuatro sería ya un delito muy grave, una verdadera masacre, que le costaría la pena capital. En consecuencia, Pedro descarta la idea del crimen.
—De los crímenes —dijo Irma.
—Justo, de los crímenes. Pero, entonces, se le ocurre una idea genial: enfrentar a los amantes, de modo que sean ellos quienes se eliminen. La idea la concibe así: puesto que son cuatro (y comprenderán ahora por qué ese número me convenía) haré una especie de eliminatorias, como en un torneo deportivo. Enfrentar a dos contra dos y luego a los dos ganadores, de modo que por lo menos tres queden eliminados…
—Eso me parece ya novelesco —dijo Carlos—. ¿Cómo diablos hace? En la práctica no creo que funcione.
—Pero estamos justamente en el mundo de la literatura, es decir, de la probabilidad. Todo reside en que el lector crea lo que le cuento. Y éste es asunto mío. Bueno, Pedro divide a los amantes en el Uno y el Dos y en el Tres y el Cuatro. Mediante cartas anónimas o llamadas telefónicas u otros medios revela al Uno la existencia del Dos y al Tres la existencia del Cuatro. Todo ello mediante una estrategia gradual y una técnica de la perfidia que le permiten despertar en el agente escogido no solo los celos más atroces sino un violento deseo de aniquilar al rival. Me olvidaba decirles que los amantes de Rosa, así llamaremos a la mujer, estaban ferozmente enamorados de ella, se creían los únicos depositarios de su amor y por lo tanto la revelación de la existencia de competidores los ofusca tanto como a Pedro mismo.
—Eso sí es posible —dijo Carlos—. Un amante debe tener más celos de otro amante que el mismo marido.
—Para resumir —prosiguió Armando—. Pedro lleva tan bien el asunto que el amante Uno mata al Dos y el Tres al Cuatro. Quedan en consecuencia solo dos. Y con éstos procede de la misma manera, de modo que el amante Uno mata al Tres. Y al sobreviviente de esta matanza lo mata el propio Pedro, es decir, que comete directamente un solo crimen y como se trata de uno solo y de origen pasional goza de un veredicto benévolo. Y al mismo tiempo logra lo que se había propuesto o sea eliminar los obstáculos que contrariaban su amor.
—Me parece ingenioso —dijo Óscar—. Pero insisto en que en la práctica no funcionaría. Suponte que el amante Uno no logre matar al Dos, que simplemente lo hiera. O que el amante Tres, por más que esté enamorado de Rosa, sea incapaz de cometer un crimen.
—Tienes razón —dijo Armando—. Y por eso es que Pedro renuncia a esta solución. Eso de enfrentar a los amantes con el fin de que se exterminen no es viable, ni en la realidad ni en la literatura.
—¿Qué hace entonces? —preguntó Berta.
—Bueno, yo mismo no lo sé… Ya les he dicho que el relato no está terminado. Por eso mismo se los cuento. ¿No se les ocurre nada a ustedes?
—Sí —dijo Berta—. Divorciarse. ¡Nada más simple!
—Había pensado en eso. Pero ¿qué resolvería el divorcio? Sería un escándalo inútil, pues mal que bien un divorcio es siempre escandaloso, más aún en una ciudad como ésta que, en muchos aspectos, sigue siendo provinciana. No, el divorcio dejaría intacto el problema de la existencia de los amantes y del sufrimiento de Pedro. Y ni siquiera aplacaría su deseo de venganza. El divorcio no sería la buena solución. Pienso más bien en otra: Pedro expulsa a Rosa de la casa, luego de demostrarle e increparle su traición. La pone en la calle brutalmente, con todos sus bártulos o sin ellos. Sería una solución varonil y moralmente justificada.
—Lo mismo pienso yo —dijo Óscar—. Una solución de macho. ¡Puesto que me has engañado, toma! Ahora te las arreglas como puedas.
—El asunto no es tan simple —continuó Armando—. Y creo que Pedro tampoco elegiría esta solución. La razón principal es que expulsar a su mujer le sería prácticamente insoportable, puesto que lo que él desea es retenerla. Expulsarla sería hacerla aún más dependiente de sus amantes, arrojarla a sus brazos y alejarla más de sí. No, la expulsión del hogar, si bien posible, no resuelve nada. Pedro piensa que lo más sensato sería más bien lo contrario.
—¿Qué entiendes tú por contrario? —preguntó Irma.
—Irse de la casa. Desaparecer. No dejar rastros. Dejar solo una carta o no dejar nada. Su mujer comprendería las razones de esa desaparición. Irse y emprender en un país lejano una nueva vida, una vida diferente, otro trabajo, otros amigos, otra mujer, sin dar jamás cuenta de su persona. Y ello aún suponiendo que Pedro y Rosa tengan hijos, aunque mejor sería que no los tuvieran, pues complicaría demasiado la historia. Pero Pedro se iría, abandonando incluso a sus supuestos hijos, pues la pasión amorosa está por encima de la pasión paternal.
—Bueno, Pedro se va, ¿y qué? —preguntó Berta.
—Pedro no se va, Berta, no se va. Porque irse tampoco es la buena solución. ¿Qué ganaría con irse? Nada. Perdería más bien todo. Sería un buen recurso si Rosa dependiera económicamente de Pedro, pues tendría al menos ese motivo para sufrir su ausencia, pero había olvidado decirles que ella tenía fortuna personal (padres ricos, bienes de familia, lo que sea), de modo que podría muy bien prescindir de él. Aparte de ello, Pedro ya no es un mozo y le sería difícil emprender una nueva vida en un país nuevo. Obviamente, la fuga beneficiaría solo a su mujer, la que se vería desembarazada de Pedro, estrecharía sus relaciones con sus amantes y podría tener todos los otros que le viniera en gana. Pero la razón principal es que Pedro, así lograra instalarse y prosperar en una ciudad lejana y como se dice “rehacer su vida”, viviría siempre atormentado por el recuerdo de su mujer infiel y por el gozo que seguiría procurando y obteniendo del comercio con sus amantes.
—Es verdad —dijo Amalia—. Eso de desaparecer me parece un disparate.
—Pero este recurso de la fuga tiene una variante —empalmó Armando—. Una variante que me seduce. Digamos que Pedro no desaparece sin dejar rastros, sino que simplemente se muda a otra casa luego de una serena explicación con su mujer y una separación amigable. ¿Qué puede pasar entonces? Algo que me parece posible, al menos teóricamente. Pero esto requiere cierto desarrollo. ¿Me permiten? Yo pienso que los amantes son raramente superiores a los maridos, no solo intelectual o moral o humanamente sino hasta sexualmente hablando. Lo que sucede es que las relaciones del marido con la mujer están contaminadas, viciadas y desvalorizadas por lo cotidiano. En ellas interfieren cientos de problemas que nacen de la vida conyugal y que son motivo de constantes discrepancias, desde la forma de educar a los hijos, cuando los hay, hasta las cuentas por pagar, los muebles que es necesario renovar, lo que se debe cenar en la noche…
—Las visitas que es necesario hacer o recibir —añadió Óscar.
—Exacto. Estos problemas no existen en las relaciones entre la mujer y el amante, pues sus relaciones se dan exclusivamente en el plano del erotismo. La mujer y el amante se encuentran solo para hacer el amor, con exclusión de toda otra preocupación. El marido y la mujer, en cambio, llevan a casa y confrontan a cada momento la carga de su vida en común, lo que impide o dificulta el contacto amoroso. Por ello digo que si el marido se va de la casa, desaparecerían las barreras que se interponen entre él y su mujer, lo que dejaría el campo libre para una relación placentera. En fin, lo que quiero decir es que la separación amigable tendría para Pedro la ventaja de endosar a los amantes los problemas cotidianos, con todo lo que esto trae de perturbador y de destructor de la pasión amorosa. Pedro, al alejarse de su mujer, se acercaría en realidad a ella, pues los amantes terminarían por asumir el papel del marido y él el de amante. Al convivir más estrechamente con los amantes, gracias a la partida de Pedro, y al ver a éste solo ocasionalmente, la situación se invertiría y en adelante irían a los amantes las espinas y al marido las rosas. Es decir, Rosa donde Pedro.
—Todo eso me parece muy elocuente y bien dicho —intervino Óscar—. Invertir los papeles, gracias a una retirada estratégica. ¡No está mal! ¿Qué les parece a ustedes? A mi juicio es el mejor recurso.
—Pero no lo es —dijo Armando—. Y créanme que me molesta que no lo sea. Un autor, por más frío y objetivo que quiera ser, tiene siempre sus preferencias. ¡Ah, sería maravilloso que las cosas pudieran ocurrir así! Preservar la condición de marido y ser al mismo tiempo el amante. Pero en esta solución hay una o varias fallas. La principal, en todo caso, es que Rosa ya está probablemente cansada de Pedro y no puede soportarlo ni de cerca ni de lejos, ni como marido ni como amante. Todo lo que se relaciona con él está impregnado de las escorias de su vida en común de modo que, por más que no vivieran juntos, le bastaría verlo para que resurgieran en su espíritu todos los fantasmas de su experiencia doméstica. El esposo arrastra consigo la carga de su pasado marital. Lo que le impedirá siempre acercarse a su mujer como un desconocido.
—En definitiva —dijo Carlos— veo que las posibilidades de Pedro se agotan…
—No, hay todavía otra posibilidad. Simplemente no hacer nada, aceptar la situación y continuar su vida con Rosa como si nada hubiera ocurrido. Esta solución me parece inteligente y además elegante. Revelaría comprensión, realismo, sentido de las conveniencias, incluso cierta nobleza, cierta sabiduría. Es decir, Pedro aceptaría tener en la cabeza un par, o mejor dicho, cuatro pares de magníficos cachos y pasar a formar parte resignadamente de la corporación de los cornudos que, como es sabido, es una corporación infinita.
—¡Hum! —dijo Carlos—. No estoy de acuerdo con eso. Claro, revela amplitud de espíritu, ausencia de prejuicios, como dices, pero creo que sería poco digno, humillante. Yo al menos no lo aguantaría.
—Yo tampoco —dijo Óscar—. Y atención, Amalia. Llegado el caso, que sirva de advertencia.
—¡Oh, qué maridos tenemos! —dijo Amalia—. Unos verdaderos falócratas.
—Pero esta alternativa tiene sus ventajas —insistió Armando—. La principal es que, al aceptar la situación, Pedro mantendría a su mujer a su lado. Una mujer que lo engaña, es cierto, y que carnal y espiritualmente pertenece a otros, pero que al fin está allí, a su alcance y de la cual puede recibir esporádicamente un gesto errante de cariño. Conservaría no su cuerpo ni su alma, pero sí su presencia. Y esto me parece una maravillosa prueba de amor, de parte de él, una prueba digna de quitarse el sombrero.
—Sombrero que no podría calarse Pedro en su adornadísima cabeza —dijo Óscar—. No, evidentemente, no me parece bien eso de aceptar la situación. Consentir, en este caso, es disminuirse como hombre, como marido.
—Es posible —dijo Armando—. Pero sigo pensando que sería una solución ponderada y que requiere cierta grandeza de alma. Es preferible quizás ser infeliz al lado de la mujer querida que dichoso lejos de ella… Pero en fin, digamos que tampoco es el buen recurso.
—No puede matar a los amantes… —dijo Carlos—. No puede echar a la mujer de la casa, no puede tampoco desaparecer, ni divorciarse, ni acomodarse a la situación. ¿Qué le queda entonces? Hay que reconocer que tu personaje se encuentra metido en menudo lío.
—Hay todavía otro recurso —dijo Armando—. Un recurso directo, limpio: suicidarse.
Irma, Amalia y Berta protestaron al unísono.
—¡Ah, no! —dijo Irma—. ¡Nada de suicidios! ¡Pobre Pedro! La verdad es que me cae simpático. ¿Y a ti, Berta? Tú que tienes influencia sobre Armando, convéncelo para que no lo mate.
—No creo que lo mate —dijo Berta—. El relato se convertiría en un vulgar melodrama. Y además Pedro es demasiado inteligente para suicidarse.
—No sé si será inteligente o no —dijo Óscar—. Después de todo es una suposición tuya. Pero la situación es tan enredada que lo mejor sería pegarse un tiro. ¿No crees, Armando?
—¿Un tiro? —repitió Armando—. Sí, un tiro… Pero ¿qué resolvería esto? Nada. No, no creo que el suicidio sea lo indicado. Y no porque se trate de un desenlace melodramático, como dice Berta. A mí me encanta el melodrama y pienso que nuestra vida está hecha de sucesivos melodramas. Lo que ocurre es que esta solución sería tan mala como la de desaparecer sin dejar rastros. Con el agravante de que se trataría de una desaparición sin posibilidad de regreso. Si Pedro se va de la casa le queda la esperanza del retorno y hasta de la reconciliación. ¡Pero si se suicida!
—Es verdad —dijo Carlos—. Yo prefiero tener siempre en el bolsillo mi ticket de regreso. Pero tampoco es una solución absurda. Si Pedro se suicida se borra del mundo, borra también a Rosa, a sus amantes, es decir, borra su problema. Lo que es una manera de resolverlo.
—No te falta razón —dijo Armando—. Y voy a reconsiderar esta hipótesis. Aunque entre resolver un problema y eludirlo hay una gran diferencia. Y además ¡quién sabe! ¡A lo mejor el dolor de Pedro es tan grande que lo perseguiría más allá de la muerte!
—En buena cuenta tu personaje está fregado —bostezó Óscar—. Veo que no has encontrado una solución a tu historia. Pero nuestra historia es que ya pasó la medianoche y que mañana trabajamos. Y nosotros sí tenemos una solución: irnos al tiro.
—Espera —dijo Armando—. Me había olvidado de otra posibilidad…
—¿Todavía hay otra? —preguntó Berta.
—Y una de las más importantes. En realidad debería haberla mencionado al comienzo. También es posible que Pedro llegue a la conclusión de que Rosa no le es infiel, que todas las pruebas que ha reunido son falsas. Ustedes saben bien, tratándose de un asunto como éste la única prueba plena es el flagrante delito. Todo lo demás, cartas, fotos, testimonios, son recusables. Puede haber error de interpretación, puede tratarse de documentos apócrifos o falsificados, de testimonios malévolos, en fin, de circunstancias que se prestan a una acusación sin fundamento. Y la verdad es que Pedro no tiene la prueba plena.
—¡Acabáramos! —dijo Óscar—. Debías haber empezado por allí. Nos has tenido dándole vueltas a un problema que en realidad no existía. ¿Nos vamos, Irma?
—¿No quieren un coñac, una menta? —preguntó Berta.
—Gracias —dijo Carlos—. La historia de Armando nos ha divertido, pero Óscar tiene razón, ya es tarde. De todos modos, Armando, espero que cuando nos reunamos la próxima vez hayas terminado tu relato y nos lo puedas leer.
—¡Oh! —dijo Armando—. Los relatos que más nos interesan son por lo general aquellos que nunca podemos concluir… Pero esta vez haré un esfuerzo para terminarlo. Y con la buena solución.
—¿Nos traes nuestras cosas, Berta? —dijo Amalia.
—Yo se las traigo —dijo Armando—. Pónganse de acuerdo con Berta para la próxima reunión.
Armando se retiró hacia el interior, mientras Berta y las dos parejas se despedían. ¿Dónde sería la próxima cena? ¿Donde Óscar? ¿Donde Carlos? ¿Dentro de quince días? ¿Dentro de un mes? Un ruido seco, perentorio, llegó del fondo de la casa. Quedaron paralizados.
—Se diría un tiro —dijo Óscar.
Berta fue la primera en precipitarse por el corredor, justo cuando Armando reaparecía llevando un bolso, una bufanda, un abrigo. Estaba pálido.
—¡Curioso! —dijo—. Éstas son las coincidencias que a uno lo desconciertan. Al buscar una pastilla en mi mesa de noche desplacé mi revólver y no sé cómo salió un tiro. Atravesó el cajón de la mesa y rebotó contra la pared.
—¡Buen susto nos has dado! —dijo Óscar—. Es así como ocurren los accidentes. Es por eso que yo jamás tengo armas a la mano. Pon un poco más de atención otra vez.
—¡Va! —dijo Armando—. Tampoco hay que exagerar. Después de todo no ha pasado nada. Los acompaño hasta la puerta.
El malecón seguía brumoso. Armando esperó que los autos arrancaran y entrando a la casa corrió el picaporte y regresó a la sala. Berta llevaba a la cocina los ceniceros sucios.
—Ya mañana la muchacha pondrá orden aquí. Estoy muy cansada ahora.
—Yo en cambio no tengo sueño. La conversación me ha dado nuevas ideas. Voy a trabajar un momento en mi relato. No me has dicho qué te pareció…
—Por favor, Armando, te digo que estoy cansada. Mañana hablaremos de eso.
Berta se retiró y Armando se dirigió a su escritorio. Largo rato estuvo revisando su manuscrito, tarjando, añadiendo, corrigiendo. Al fin apagó la luz y pasó al dormitorio. Berta dormida de lado, su lámpara del velador encendida. Armando observó sus rubios cabellos extendidos sobre la almohada, su perfil, su delicioso cuello, sus formas que respiraban bajo el edredón. Abriendo el cajón de su mesa de noche sacó su revólver y estirando el brazo le disparó un tiro en la nuca.