Don Antonio - José María Arguedas



Por la noche, cuando cruzaba la calle principal del pueblo para ir donde don Antonio, el camionero que lo llevaría a la costa, vio que dos jóvenes señores cantaban a dúo al pie de un balcón.

Si duermo, contigo sueño,
si despierto, pienso en ti.
Fina estrella del cielo inclemente,
si duermo, contigo sueño…

Santiago siguió andando y escuchando. Cuando el camión pasó por esa misma calle, otra voz cantaba en tono alto. El chofer tuvo que frenar y pasar muy despacio por la estrecha vía.

Traigo del cementerio una flor
victoriosa de la muerte,
te traigo una flor ardiente,
todo el hielo y la negrura es solo mía…

—¡Los sapos! —dijo el camionero—. Esos pendejos cantan letra antigua para engañar. ¡Pior que el ayla!

—No es cierto, don Antonio. Todo es verdad.

—La muchacha debe estar riéndose de esas mariconadas: “Traigo una flor del cementerio…”. Ahora en ese cementerio no hay sino excremento de lechuza.

El motor apagó todos los ruidos externos. Era un camión inmenso en que don Antonio, el chofer, cargaba doce novillos.

—Pa que se los coman en Ica. Ciudad grande… “cevilizada”; como es debido en la época que dicen vivimos.

Cuando apareció la delgada mancha del gran valle de Nazca a dos mil metros más abajo de la cumbre de Toro Muerto, entre arena candente y sin límites, Santiago vio la costa.

—El Arayá no come novillos; él los cría. Come serpientes y viento, oiga, don Antonio —dijo.

—Sí, pues, cría novillos pa’ que los coman los que viven en ese valle; viento pa’ que hayga lluvia y serpientes pa’ asustar a los indios que nu’han bajado allá, a ese valle donde lo que hay que hacer lo hace casi todito la máquina.

—¿Usted no se asusta con la serpiente de agua que vive en las lagunas de altura? Amaru le llaman. Usted sabe.

—Quizá, si se me presenta; pero dicen que a los choferes esos animales les tienen asco o miedo.

—¿No será este valle de Nazca una serpiente Amaru que ha vomitado el Arayá?

—Es decir… Así es —contestó el chofer—. Sin el agua que hace el viento ese de la montaña Arayá, este valle no habría. De Cerro Blanco al mar no habría sino lo más muerto del desierto, qui’así le llaman a esa arena donde todo corazón, dicen, se seca. Nu’hay animales allí. Pero en el valle el agua hace reventar la semilla como balazo. Así es.

Yo soy chofer por vida,
el Chiaralla es mi valle,
mi “Comanche” es por vida…

Empezó a cantar un huayno mientras el camión, que llevaba sobre la caseta el nombre de “Comanche” en letras negras, entraba a la bajada más polvorienta y calurosa de la ruta. Los novillos empezaron a acezar y a ser golpeados contra las barandas del camión. Estos desiertos montañosos de la cabezada de la costa del Perú son más crueles para cualquier animal que llevan a matar que las candentes llanuras de arena.

Encajonado por los abismos secos, respirando polvo, Santiago le hizo una pregunta al chofer cuando terminó de cantar:

—En estos valles, también, donde tan difícil se llega y es diferente todo lo que se ve, ¿la mujer, también…?

—La mujer, en donde quiera, está hecha para que el hombre goce, pues —le contestó don Antonio, con tono convencido.

—Y ella sufre, llora.

—Así es. Con voluntad, sin su voluntad, por el mandato de Dios, la mujer es para el goce del macho. En cambio el hombre tiene que alimentar a la familia, a los hijos que ha hecho parir a la mujer. Y eso, también, parir también, es sufrimiento fuerte. Así digo yo: ¡pobrecita la mujer! Yo creo, muchacho, que la puta a veces goza más que la mujer d’iuno. Todavía recibe su plata. En Nazca, en Ica hay putas cariñositas. La mujer d’iuno ¿cuándo va a acariñar al marido? Eso se ve mal, hijo. La esposa tiene que echarse quietecita y tú también con respeto…

—¿Con respeto…?

—Claro. Si uno nu’está borracho, lo más un abrazo. Porque estando borracho no hay, pues, control. Se agarra a la mujer con fuerza. Y ella, pobrecita, llora, rabia…

—Reza.

—Eso no. ¿Quién mujer va rezar teniendo un hombre encima?

—Yo he oído, don Antonio, cuando era chico.

—Tendría la culpa la mujer, hijo. Porque, como sea, la esposa tiene que aguantar.

Se quedó pensativo. La montaña de arena, por un costado del camino y las rocas feas, no lucidas sino cubiertas de polvo, del otro lado de la quebrada, ardían sordamente, como bebiendo el sol para lanzarlo después sobre el cuerpo de los animales y de la gente, en forma de sed, de quemazón por dentro, no como el sol de la altura.

—Mira, muchacho… Yo me acuerdo… Por las queridas uno hace cualquier hazaña, sea dicha. Pasar de noche un río caudaloso; sí, pues, a caballo, nadando como demonio sobre la corriente que tiene crestas; escalar paredes grandes, bien difíciles. Y la querida está entre la puta y la esposa bendecida… Y uno también, está entre el infierno y el cielo, gozando. Uno, pues, puede hacer esas cosas que dicen que están contra la Iglesia. Porque ella, la querida, no es casada o tú no eres casado; porque si los dos son casados, ya eso es el infierno purito. Digo… por las queridas uno hace hazañas lindas, por la santa esposa es obligación tranquila. Solo cuando hay borrachera. Yo… hijito, le pego a mi mujer cuando estoy borracho, duro le doy y después, me echo sobre ella como cerdo mismo. Y ella llora y ¡Jesús me perdone!, pero me abraza llorando y todo. ¡Las cosas que hay! En eso de ajuntarse con la mujer, el hombre no es hijo de Dios, más hijo de Dios son los animalitos. Hay confusión cuando uno quiere meterse con una mujer…

—¿Y el enamoramiento, don Antonio?

—Sí, pues, solo cuando estás muchacho, como tú, o menos quizás. Pero desde el momento en que tú ves cómo es la cosa de la mujer, la ilusión se acaba.

—Sí, don Antonio.

—Los ojos de la mujer, hasta sus manos, su pelo también, es obra de nuestro Dios, pero su cosa… ¡ahí está el asunto enredado! Porque el cura dice que es el pecado más mortal, según el caso. Y el hombre quiere ver la cosa de la mujer, quiere mucho y… en cuanto la ve, ansias como de purgatorio, quizás de infierno, te atacan. Te quitan la ilusión, hijo, la sangre se te envenena de vicio. ¿Qué es vicio? Dicen. Vicio es gozar más de lo debido y como es debido. Pero ahí está el goce grande, hijo, el goce que te quema el hueso ¡y uno se vuelca en lo más dulce como en ceniza del demonio! Así estamos en la sierra. En la costa dicen que es pior. Yo digo que no. Porque con una puta tú haces todo, todo. Pagas tu platita. Y la conciencia limpia. Pa’ eso es la puta. ¡Sea Dios Bendito!

—¿Por la plata? La mujer también, don Antonio, ¿por la plata?

—La verdad, muchacho. Ahí es claro todo. Ni más ni menos que entrar a una fonda y pedir un hígado a la parrilla bien aderezado. La boca goza, está gozando fuerte tu lengua, tu cuerpo se alegra ¿y?, pagas con billetes; el dueño de la fonda también goza con tu dinero. Es negocio limpio.

—La mujer que es puta me han dicho que es triste, como el condenado que anda en las nieves de las cordilleras, aullando.

—Te habrán dicho. Yo no sé más que eso, que ella dice palabras como dulce en tu oreja. Y se cinturea, ¡caray!, bonito. Quizás, quién sabe, en la semilla de su corazón sea triste. Yo eso no puedo ver. ¿Quién puede ver? Algún corrompido que no paga, que abusa, algún culebra de ojos como veneno. De todo hay en la vida. Dicen que ven el alma. Será, pues. Yo voy de buen corazón, de ánimo limpio a los burdeles.

—Don Antonio: ¿y por qué tanto bendicen a la madre, al padre… al hijo? ¿Si usted dice…?

—Ahí, ahí está. Con la puta, con la querida, entras solo por… el gusto de la maldita cosa que se te despierta y te hace cerrazón en el alma que decimos. Con la esposa bendita es por el hijo, aunque seas un borracho lleno de cacana del diablo. Ahí está la bendición del matrimonio. Una cosa es en la cama bendecida por el cura y por los padres de uno. Ahí con respeto, con delicadeza… Sí, el pior asco del hombre que es el sexo hace nacer al hijo… que uno quiere más que a los cielos y a las estrellas…

Detuvo el camión. Habían llegado al valle. La rama de un árbol se extendía sobre el camión. Y se oía un canto feliz, como si el fuego de las arenas y las rocas, de tanto haberse arrebatado, de haber quemado al viajero, se hubiera arrepentido y le diera al cansado animal y a la gente agua pura, voz de inocencia llameante, nueva, limpia de tristeza y de solemnidad, para el viajero que llega de las sierras tan bravas y con tanto nubarrón en el recuerdo…

—Es el chaucato, hijo. Ese pajarito es como el valle de la costa, pura alegría, pura calor de ánimo. Tú, no sé cómo, no sé por qué, me has hecho hablar. Las queridas no deben parir el hijo d’iuno que es casado. ¿Sabes? Este pajarito que canta, volando de árbol en árbol, mostrando la pluma blanca que tiene en el rabo como una banderita del Dios verdadero, ve a la víbora. Es enemigo de la víbora. Así también el alma y la cosa de la mujer; así también el hombre y su pene que dicen son contra. Por eso, entre el hombre y la mujer salen varios enriedos. Algunas queridas se encaprichan por tener hijo y ese hijo sale de sangre caliente, como la víbora. Así soy, yo… chofer. Mi padre es el viejo Aquiles…

—¿El patrón de la lavandera borracha que a mí me ha ensuciado de por vida?

—Así es. Te habrá desvirgado… Oigamos el cantito del chaucato. Primera vez…, primera vez que se me sale decir. ¡Yo no soy López, yo soy hijo de la porquería que hierve cuando cuerpo de hombre y de mujer no bendecidos se machucan por fuerza del infierno! Echan baba, como cuando se montan chancho y chancha. Pero yo… así como soy tengo un hijo… Se llama Marianito. Es mismo como el canto del chaucato y él mata todas las víboras que andan por mi cuerpo… A ver…, ¡los novillos!

Uno de los toros estaba semicolgado de la alta baranda del camión. Tenía los ojos abiertos, blancos, atracados de polvo, y las moscas zumbaban ya, rodeando su cabeza.

—¡Maricón! ¡Hijo de burra…!

El chofer arrancó una rama del árbol y empezó a punzarle en los ojos al novillo muerto.

—¡Te matara, carajo!

Dio una vuelta al camión y trató de meter la rama bajo el rabo de la bestia.

—Así, como dicen que ese viejo le hizo a mi madre…

Oyó una especie de quejido detrás. Encontró a Santiago que lo miraba. Alzó el palo y con el brazo en alto gritó a los ojos del muchacho.

—¿Inocente? Pareces. Todos estamos maldecidos, menos mi hijito. ¡Anda al río! Tray agua para los otros maricones. Tú me hiciste olvidar con tu conversación. Mi madre ha andado por caminos de sangre purita ¡por mí que tengo víbora que ella me sembró!

Y deshizo el palo en la baranda del camión, lo convirtió en pedazos de un solo golpe. Los otros novillos dormitaban.

—¡Vamos por agua, Santiaguito, vamos apurando!

Atravesaron un campo de algodón y un extenso arenal, llorando. El chofer de rostro erizado, de barba semicrecida, empezó a llorar primero, antes que el muchacho, pero sin detenerse.

—Con qué ansias tomas agua para morir mañana —le dijo el gran chofer a uno de los toros, mientras los chaucatos cantaban, incendiando la vida de música, de claridad.

—Esta noche te hey de llevar al burdel. Ya eres mi amigo, mi más amigo. ¡Tan muchacho, tan sufrido, tan pendejo! —dijo don Antonio, mientras hundía el pie en el embrague del camión.

—Felizmente está el chaucato, señor; por él conocemos en nuestro llorar que hay la esperanza.

—Esperanza de abrazarse a una puta después que uno ha llorado como maricón, pior que el novillo muerto. Ahora cierra el pico.

Lo obligó a ir al burdel.

—Yo conozco la casa de la comadre de tu papá. Te llevo después. Si no quieres, no quieres. Pero me vas a ver bailar a mí el baile de los afrocubanos, con mujeres que están libres, como quien dice, que hacen lo que quieren, porque están en el reino del demonio, no pues de la Iglesia.

Santiago se quedó sentado en una silla bajo la luz roja de una lámpara.

Todas las mujeres se parecían en algo a la borracha, solo a ella. Eran muy distintas de la chuchumeca de Santa Ana que lloró en el horno viejo, porque chuchumeca también quiere decir puta. Toda la pieza olía a ruda; pero por debajo de la ruda otro olor sentía el muchacho, como a sudor e incienso. Don Antonio bailaba con una mujer alta; él la besaba en el cuello, parecía que la mordía como culebra, y la mujer reía.

—¡Quítate de ahí, palomilla! —le dijo a Santiago un hombre gordo que llevaba del brazo a una negra.

—¡Bailemos mejor, gordito rico…!

La negra le tapó la boca al gordo. Otra mujer fue hacia el jovenzuelo. Era delgada, joven, olía a perfume fuerte.

—Anda, vete de aquí o acuéstate conmigo. No te cobro; por amor no se cobra.

Lo tomó de las manos y lo sacó de la pieza, lo llevó hacia un pasadizo angosto.

—Mira —le dijo—. Aquí, el que quiere lo hace con la puerta abierta.

El pasadizo olía a incienso y ruda mezclados. Santiago salió corriendo. Había visto un inmenso cuerpo de mujer, blanco, desnudo, con las piernas abiertas, tendido sobre una cama.

No pudo ir lejos. Se quedó sentado al final de la acera de cemento, donde la ciudad concluía. Metió la cabeza entre las rodillas y pudo recordar la alfalfa florecida de la hacienda, de esa finca escondida entre montañas de roca límpida donde gotea el agua, donde repercute la voz del río. Y el rostro de Hercilia, como espejo de oro en que está brillando la nieve del Arayá que purifica, que cría arañas transparentes.

El chofer lo encontró inmóvil, acurrucado. Sin decir una palabra, lo guió hasta la casa de la señora Rosa. Tarde de la noche tocaron la puerta con una piedra.

—Sí —dijo una voz de mujer—. Ha llegado un telegrama. Ya está el cuarto para el joven Santiago.

El chofer se persignó. “He estado con putas, Dios”, dijo, y el joven oyó claramente la frase.

—Su mano está sucia, ¿no? —le preguntó.

—Otra cosa está sucia. Usted… Mejor, oiga. Santiaguito, métase pronto, no respondo…

Un pequeño árbol de naranjo exhalaba perfume en la humedad del estrechísimo patio de la casa.

Santiago se quitó el sombrero y saludó al gran chofer.

—Adiós, adiós, don Antonio.

Don Antonio también se quitó el sombrero delante del muchacho.

FIN

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